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– ¿Qué quieres? -preguntó Jansson.

– Hay una ambulancia dirigiéndose hacia el estadio -dijo Annika.

– Tengo una exclusiva dentro de siete minutos.

Ella oyó cómo sonaba el teclado.

– ¿Qué dice TT? ¿Tienen datos sobre algún herido?

– Tienen información del taxista herido, pero todavía no han hablado con él. Hablan de los destrozos, comentarios del inspector de guardia, todavía no dicen nada, bueno, muchas tonterías. Nada especial.

– El taxista salió hace una hora, esto es otra cosa. ¿No dicen nada en la radio de la policía?

– Nada interesante.

– ¿Algún rumor?

– No.

– ¿Eko?

– Todavía no. Rapport emite un especial a la seis.

– Sí, he visto el coche.

– Mantente alerta, te llamaré cuando tengamos la primera edición en máquinas.

Jansson colgó. Annika también, pero mantuvo el auricular en el oído.

– ¿Por qué tienes uno de ésos? -dijo Henriksson, y señaló el cable que colgaba a lo largo de su pómulo.

– El cerebro se achicharra con las radiaciones del móvil, ¿no lo sabías? -sonrió-. Esto me parece práctico. Puedo correr, escribir y hablar por teléfono al mismo tiempo. Además es silencioso, y no se oye cuando telefoneo.

Sus ojos se humedecieron por el frío; tuvo que entornarlos para ver lo que sucedía en el estadio.

– ¿Tienes algún «superteleobjetivo»?

– No sirve con esta oscuridad -contestó Henriksson.

– Coge el teleobjetivo mayor que tengas e intenta captar lo que pasa allí lejos -dijo y señaló con el guante.

Henriksson suspiró ligeramente, dejó la bolsa de la cámara en el suelo y miró a través del teleobjetivo.

– Necesitaría un trípode -murmuró.

Los coches se habían dirigido hasta una pendiente de hierba y aparcaron junto a la escalera de una de las entradas. Tres hombres salieron del coche del médico, se detuvieron y hablaron detrás delos vehículos. Un policía uniformado se aproximó; se saludaron. Nadie se movió junto a la ambulancia.

– Por lo menos no tienen prisa -dijo Henriksson.

Aún se acercaron dos policías más, uno de uniforme, el otro de paisano. Los hombres hablaron y gesticularon; uno de ellos señaló hacia el agujero de la bomba.

Sonó el teléfono móvil de Annika. Apretó la tecla de respuesta.

– ¿Sí?

– ¿Qué hace la ambulancia?

– Nada. Esperar.

– ¿Qué hacemos para la próxima edición?

– ¿Ha hablado alguien con el taxista del hospital Sur?

– Todavía no, pero tenemos gente ahí. Es soltero, sin pareja.

– ¿Hemos encontrado a Christina Furhage, la jefa de organización de los Juegos Olímpicos?

– No conseguimos localizarla.

– Menudo disgusto para ella, con todo lo que ha trabajado… Tenemos que hacer un estudio de los Juegos, ¿qué pasa con ellos? ¿Hay tiempo para arreglar la gradería? ¿Qué dice Samaranch? En fin, todo eso.

– Ya lo hemos pensado. Hay gente en ello.

– Entonces yo escribiré el artículo de la explosión. Esto debe ser un sabotaje. Tres artículos: La búsqueda del dinamitero por la policía, el lugar del crimen por la mañana y… -calló.

– ¿Bengtzon?

– Están abriendo la puerta trasera de la ambulancia. Sacan una camilla, la llevan hacia la entrada. ¡Joder, Jansson, hay otra víctima!

– Okey. La investigación policial, Yo estuve ahí y La Víctima. Tienes la sexta, la séptima, la octava y las centrales.

La línea se cortó.

Se quedó al acecho mientras los hombres entraban en el estadio. La cámara de Henriksson chasqueaba. Ningún otro periodista había reparado en los nuevos coches, ya que la zona de entrenamiento estaba en medio.

– ¡Diablos, qué frío hace! -dijo Henriksson cuando los hombres desaparecieron dentro del estadio.

– Sentémonos en el coche y llamemos por teléfono -sugirió Annika.

Regresaron hacia la concentración de periodistas. La gente estaba de pie y congelada, el personal de televisión desenrollaba sus cables, algunos reporteros soplaban sus bolígrafos. «¡Que no sepan coger lápices cuando estamos bajo cero!», pensó Annika y sonrió. Los de la radio parecían insectos con sus equipos de transmisión colgados a la espalda. Todos esperaban. Uno de los freelance que trabajaba para el Kvällspresen había regresado después de pasar por el periódico.

– Habrá una especie de rueda de prensa a las seis -anunció.

– Justo en la transmisión del especial de Rapport, ¡qué apropiado! -refunfuñó Annika.

Henriksson había aparcado el coche en la parte trasera de las pistas de tenis y el centro médico.

Tenía que andar un poco. Annika sintió que empezaba a perder sensibilidad en los pies. Empezaron a caer pequeños copos de nieve, una pena ahora que tenían que tomar fotos nocturnas con teleobjetivo. Tuvieron que limpiar las ventanillas del Saab de Henriksson.

– Aquí estamos bien -dijo Annika y miró hacia el estadio-. Se puede ver la ambulancia y el coche médico. Desde aquí lo controlamos todo.

Se sentaron en el coche y encendieron el motor. Annika cogió el teléfono. Intentó llamar de nuevo al inspector de guardia. Comunicaba. Llamó al 112 y preguntó quién había dado la primera alarma, cuántas alarmas habían recibido, si hubo gente herida en sus casas por los cristales y si tenían alguna idea de cuán grandes eran los daños materiales. Como de costumbre, el personal del 112 pudo responder a casi todo.

Después llamó al número que había apuntado, la pegatina de la entrada, la compañía de seguridad que tenía que vigilar el estadio Victoria. Dio con una central de alarmas de Stadshagen en Kungsholmen. Preguntó si la compañía había recibido alguna alarma desde el estadio olímpico durante la madrugada.

– Las alarmas que recibimos son confidenciales -contestó un hombre.

– Sí, lo entiendo -dijo Annika-. Pero no pregunto por las alarmas que reciben, sino por una que quizá no hayan recibido.

– Mire -respondió el hombre-, no contestamos a ninguna pregunta sobre las alarmas que recibimos.

– Sí, lo entiendo -contestó Annika pacientemente-. La pregunta es si no han recibido ninguna alarma del estadio olímpico.

– Oiga, ¿no entiende?

– Okey -dijo Annika-. Digámoslo así: ¿qué pasa cuando reciben una alarma?

– Pues… la recibimos aquí.

– ¿En la central de alarmas?

– Claro. Va a nuestro ordenador, y luego aparece en nuestras pantallas un plan que muestra cómo debemos actuar.

– Si llega una alarma del estadio olímpico, ¿aparece en su pantalla?

– Pues sí.

– ¿Y entonces aparece todo lo que se debe hacer ante esa alarma concreta?

– Exacto.

– ¿Qué ha hecho su compañía de seguridad esta noche en el estadio olímpico? No he visto ni uno de sus coches por allí.

El hombre no respondió.

– El estadio Victoria ha explotado; podemos estar de acuerdo en eso. ¿Qué debe hacer su compañía si el estadio olímpico está en llamas o dañado?

– Eso está en el ordenador -contestó el hombre.

– ¿Y qué han hecho?

El hombre no respondió.

– Ustedes no han recibido ninguna alarma desde el estadio, ¿verdad? -dijo Annika.

El hombre permaneció en silencio durante un momento antes de responder:

– Tampoco puedo comentar las alarmas que no hemos recibido.

Annika respiró profundamente y sonrió.

– Gracias.

– No va a escribir nada de lo que he dicho, ¿verdad? -dijo el hombre preocupado.

– ¿Dicho? -contestó Annika-. Usted no ha dicho nada. Sólo que todo era confidencial.