– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Qué ha pasado?
– No estoy segura -respondió Berit-. Se escuchaba a la policía hace unos minutos. Comenzaron a llamar a la central por el secráfono…
En ese mismo momento comenzó de nuevo el parloteo. La policía de Estocolmo tenía dos canales codificados que a veces llamaban skramlade, del inglés scrambled [«perturbar», «alterar»]. Se oía hablar a alguien, pero lo que se decía era completamente incomprensible. Sonaba como si el Pato Donald hablara al revés. Los canales con secráfono rara vez se utilizaban y eran sobre todo los de antidroga quienes lo hacían. La policía secreta también lo usaba a veces en grandes operaciones, cuando se sospechaba que los criminales tenían acceso a las frecuencias de radio de policía. Una tercera razón podía ser que la información era tan delicada que querían mantenerla en secreto por alguna razón.
– Tenemos que comprar un equipo descodificador -dijo Annika-. Si no, puede que nos perdamos grandes cosas.
La conversación acabó y los silbidos y zumbidos continuaron en los otros canales. Annika dejó que su mirada se deslizara por los altavoces. Los ocho distritos policiales de la región de Estocolmo utilizaban dos sistemas de radio de policía distintos, Sistema 70 y Sistema 80.
El S70 tenía los canales que comenzaban por 79 megaherzios o más, el S80 comenzaba en los 410 megaherzios y se llamaba así porque comenzó a usarse en los años ochenta. La idea era que todos hubieran pasado al S80 diez años atrás, pero a causa de la espectacular reorganización de la policía durante los últimos decenios, no les había dado tiempo.
Annika y Berit escucharon expectantes los chasquidos y los pitidos eléctricos durante algunos minutos, luego una voz de hombre rompió la niebla electrónica del canal 02 del distrito Sur:
– Aquí el veintiuno.
Las cifras significaban que la llamada procedía de un coche patrulla de Skärholmen.
La respuesta de la central de alarmas de Kungsholmen llegó unos segundos después.
– Adelante veintiuno.
– Necesitamos una ambulancia en la dirección… bueno, en realidad una fiambrera…
Aparecieron de nuevo los chasquidos, Annika y Berit se miraron en silencio. La «fiambrera» era el coche fúnebre. «La dirección» era sin lugar a dudas el pabellón de Sätra; no ocurría otra cosa en la zona Sur entonces. La policía solía expresarse así cuando no quería hablar con claridad por la radio; hablaban del Lugar o la Dirección y a los sospechosos se les denominaba Objeto.
La central de alarmas volvió a aparecer:
– Veintiuno, ¿ambulancia o fiambrera? Cambio.
Tanto Annika como Berit se inclinaron hacia adelante, la respuesta era decisiva.
– Ambulancia. Cambio…
– Un muerto, pero no tan destrozado como Furhage -anunció Annika.
Berit asintió.
– Al parecer la cabeza sigue en su sitio, pero el resto está bien muerto -dijo.
Para que un policía tenga autoridad para constatar una muerte, la cabeza debe estar separada del cuerpo. Por lo visto éste no parecía ser el caso, aun cuando evidentemente la persona en cuestión estaba muerta. Si no la policía no hubiera hablado de un coche fúnebre, la fiambrera. Annika salió a la redacción.
– Parece ser que hay un muerto -comunicó.
Todos los que estaban alrededor del gran complejo de mesas donde el periódico se maquetaba por la noche se detuvieron y la miraron.
– ¿Qué te hace pensar eso? -preguntó Spiken inexpresivo.
– La radio de la policía -respondió-. Voy a llamar a Patrik.
Se dio la vuelta y se encaminó a su despacho. Patrik contestó a la primera señal; como de costumbre, debía tener el teléfono en la mano.
– ¿Qué pasa por ahí? -preguntó Annika.
– Joder, está lleno de coches de policía -gritó el reportero.
– ¿Puedes entrar? -dijo Annika e intentó que el tono de voz fuera normal.
– No, no hay manera -vociferó Patrik-. Han acordonado todo el complejo deportivo de Sätra.
– ¿Te han informado si ha habido alguna víctima?
– ¿Qué?
– ¿Te han informado si hay alguna víctima?
– ¿Por qué chillas? No, ninguna víctima, aquí no hay ninguna ambulancia ni ningún coche fúnebre.
– Va una en camino, lo hemos oído por la radio de la policía. Quédate ahí y luego informa a Spiken, yo me voy a casa.
– ¿Qué? -tronó en el auricular.
– Ahora me voy a casa. ¡Habla con Spiken! -gritó Annika.
– ¡Okey!
Annika colgó y vio que Berit estaba en el umbral de la puerta doblada de risa.
– No necesitas decir con quién hablabas -dijo Berit.
El reloj marcaba algo más de las ocho cuando llegó a su piso de Hantverkargatan. Había cogido un taxi y sufrió un auténtico mareo en el asiento trasero. El taxista estaba enfadado por algo que el periódico había escrito y se metió con la responsabilidad de los periodistas y la autocracia de los políticos.
– Hable con alguno de los reporteros, yo sólo limpio las escaleras -había respondido Annika y había echado la cabeza hacia atrás cerrando los ojos. El mareo se convirtió en malestar mientras el coche circulaba entre los carriles de Norr Mälarstrand.
– ¿No te encuentras bien? -indagó Thomas, que salió al recibidor con un paño de cocina en la mano.
Ella suspiró profundamente.
– Sólo estoy un poco mareada -respondió y se retiró el pelo de la cara con las dos manos. El pelo estaba completamente pegajoso, tenía que lavárselo al día siguiente por la mañana-. ¿Queda algo de comida?
– ¿No has comido en el trabajo?
– Media ensalada, ocurrió algo…
– En la cocina hay lomo de cerdo con patatas.
Thomas se colocó el paño de cocina sobre el hombro y se encaminó hacia la cocina.
– ¿Los niños están durmiendo?
– Desde hace una hora. Estaban agotados, creo que Ellen se está poniendo enferma. ¿Estaba cansada por la mañana?
Annika recapacitó.
– No, especialmente. Quizá algo mimosa, la llevé en brazos hasta el autobús.
– Ahora mismo no puedo tomarme días libres -dijo Thomas-. Si enferma tendrás que ocuparte tú.
El enfado se apoderaba de Annika.
– Ahora no puedo faltar al trabajo, ¿no lo entiendes? Ha habido otra muerte relacionada con los Juegos Olímpicos esta noche, ¿no lo has oído en las noticias?
Thomas se dio la vuelta.
– ¡No las he oído! -contestó-. Sólo escuché el Eko por la tarde, no dijeron nada de ningún muerto.
Annika entró en la cocina. Parecía como si hubiera caído una bomba, pero sobre la mesa le esperaba su ración. Thomas había servido en el plato patatas, lomo, salsa de crema, champiñones y una ensalada. Junto al vaso había una cerveza que hacía un par de horas estaba helada. Ella colocó el plato en el microondas y lo ajustó a tres minutos.
– La ensalada estará asquerosa -comentó Thomas.
– Todo me ha salido mal -dijo Annika-. He obligado al periódico a abandonar la hipótesis terrorista, pues yo había recibido otra información de la policía. Parece ser que he metido la pata hasta el fondo; hoy por la noche ha explotado otra bomba en el pabellón de Sätra.
Thomas se sentó a la mesa y tiró el paño de cocina al fregadero.
– ¿El pabellón deportivo? Apenas tiene gradería, allí no se puede competir en unos Juegos Olímpicos.
Annika se puso un vaso de agua y recogió el paño.
– No lo tires aquí, está todo pringoso. Todos los jodidos pabellones deportivos de la ciudad parecen tener algo que ver con los Juegos. Por lo visto hay más de cien instalaciones que, de una u otra manera, están relacionadas con ellos, como estadios o instalaciones para entrenamiento o pistas de calentamiento.
El microondas dio tres pequeños pitidos y mostró que el tiempo se había completado. Annika cogió el plato y se sentó frente a su marido. Engulló en silencio.