– ¿Cómo podrán hacerlo durante los Juegos? -preguntaba el reportero en tono insinuante.
El jefe de prensa resopló y Annika comprendió que la policía se enfrentaba al debate que había intentado evitar. La discusión sobre la seguridad durante los Juegos sería por supuesto más airada cuanto más tardaran en detener al Dinamitero. Samaranch salía en pantalla y decía al reportero de Reuters que los Juegos no estaban en peligro.
La retransmisión acababa con el avance de un análisis de la reunión del Banco Central que tendría lugar por la mañana; ¿qué pasaría con los tipos de interés? No habría cambios, creía el reportero, y seguro que subirían o bajarían, pensó Annika. Apagó y cogió los periódicos de la mañana junto a la puerta de la calle. Ninguno tenía otras noticias que las de la mañana. No aparecía el nombre del hombre muerto, un reportero había estado en otras instalaciones y había gritado «hola», Samaranch y el jefe de prensa de la policía decían lo mismo que acababan de decir en la televisión. Ninguno de los periódicos había conseguido material gráfico interesante en el lugar de la explosión, no lo vería hasta que llegara a la redacción y cogiera los periódicos de la tarde.
Desayunó leche cuajada con sabor a fresa y cereales, se secó el pelo con el secador, lo alisó y se abrigó bien. El tiempo había cambiado por la noche, comenzaba a ventear y a nevar. Su plan original era coger el autobús 56 hasta el periódico, pero cambió de idea rápidamente cuando la primera ráfaga de nieve le dio en la cara y le estropeó el maquillaje. Cogió un taxi. El Eko de las siete comenzó justo cuando ella aterrizaba en el asiento trasero. Hasta la inteligente redacción del Eko había salido por la noche a decir «hola», el jefe de prensa de la policía estaba cansado y presionado y Samaranch comenzaba a resultar pesado. Hizo oídos sordos y se quedó viendo pasar las fachadas de la Norr Mälarstrand, una de las calles más caras de Suecia. No podía entender por qué. Las casas no eran nada especial. Tenían estrechas fachadas frente al agua, algunas con balcones, eso era todo. Pero la vía de intenso tráfico hacía imposible sentarse a disfrutar de la vista. Pagó con la tarjeta Visa y confió en que el periódico se lo reembolsara.
Los días de diario Annika siempre cogía un ejemplar del periódico del gran expositor de la entrada. Generalmente le solía dar tiempo a hojear hasta la mitad antes de subir en ascensor al cuarto piso, pero hoy no. El periódico estaba tan lleno de anuncios que apenas se podían pasar las hojas.
Spiken ya se había ido a casa; era un alivio. Ingvar Johansson acababa de llegar y estaba sentado con su primera taza de café, profundamente concentrado en uno de los periódicos de la mañana. Ella cogió el Konkurrenten y una taza de plástico de la cafetera automática y se dirigió a su despacho sin saludar.
Los periódicos tenían el nombre y la fotografía de la víctima. Era un obrero de la construcción de Farsta, de treinta y nueve años, llamado Stefan Bjurling, casado y padre de tres hijos. Estaba contratado desde hacía quince años por una de las múltiples subcontratas que utilizaba el comité organizador de los Juegos. Patrik había hablado con su jefe.
«Stefan era el capataz más competente que se podía tener en una obra -decía el jefe de la víctima-. Asumía responsabilidades, acababa a tiempo, trabajaba hasta que todo estuviera listo. Nunca había descuidos en el grupo de Stefan.»
Además Stefan Bjurling era muy popular y apreciado por su admirable gracia y su buen humor.
«Era un buen colega, era divertido trabajar con él, siempre estaba contento», decía otro compañero.
Annika sintió cómo crecía la ira en su interior, ¡maldito el cerdo que había asesinado a este hombre y había arruinado la existencia a su familia! Tres niños pequeños que habían perdido a un padre… podía imaginarse cómo reaccionarían Ellen y Kalle si Thomas muriera de repente. ¿Qué hubiera hecho ella? ¿Cómo se sobrevive a desgracias así?
«Y qué manera más jodida de morir», pensó y se sintió ligeramente mareada cuando leyó la descripción preliminar de la policía sobre cómo había ocurrido el asesinato. Al parecer le habían atado una carga explosiva, más o menos a la altura de los riñones. El hombre estaba atado a una silla, con las manos y los pies encadenados, antes de que tuviera lugar la explosión. No se sabía qué tipo de explosivo se había utilizado ni cómo se había activado la carga, pero al parecer el asesino había usado una especie de reloj o mecanismo retardado.
– ¡Joder! -se dijo a sí misma Annika en voz alta, y se preguntó si no se podría haber ahorrado a los lectores los detalles más escabrosos.
Podía ver al hombre sentado, el tictac de la bomba en la espalda, luchando por soltarse. ¿Qué se piensa en un momento así? ¿Se ve pasar la vida por delante? ¿Pensó en sus hijos? ¿En su mujer? ¿O sólo en las cuerdas de las manos? El Dinamitero no sólo era un jodido chalado, sino que también parecía ser un sádico. Le dio un escalofrío, a pesar del calor seco de la habitación.
Pasó las hojas de la vivida descripción de Janet Ullberg acerca del eco en otro pabellón vacío a medianoche y comenzó a ojear los anuncios. Una cosa estaba clara: había demasiados juguetes en el mundo.
Salió a buscar otro café y al volver se dio una vuelta por la sala de los fotógrafos. Johan Henriksson tenía el turno de mañana y estaba sentado leyendo el Svenska Dagbladet.
– Joder, qué muerte más asquerosa, ¿no? -dijo Annika y se sentó en un sillón frente a él.
El fotógrafo asintió con la cabeza.
– Sí, no parece estar bien de la cabeza. Nunca había oído hablar de nada parecido.
– ¿Tienes ganas de ir a echar un vistazo? -preguntó Annika, esperanzada.
– Está demasiado oscuro todavía -respondió Henriksson-. No se va a poder ver una mierda.
– Fuera no, pero ahora quizá se pueda entrar. A lo mejor ya no está acordonado.
– Lo dudo, no creo que hayan barrido los restos del tío.
– Los obreros deberían acudir por la mañana, los compañeros de trabajo…
– Ya hemos hablado con ellos.
Annika se levantó irritada.
– ¡Pasa de todo entonces!, esperaré a que venga otro fotógrafo que quiera mover el culo…
– ¡Vale, vale, vale! -dijo Henriksson-, ya voy, no intentaba escabullirme.
Annika se detuvo y se esforzó por sonreír.
– Okey, me he acalorado demasiado. Sorry. Sólo quería ser entusiasta.
– Vale -contestó Henriksson y fue a buscar la bolsa de las cámaras.
Annika se bebió el café y fue a ver a Ingvar Johansson.
– ¿Sabes si el turno de la mañana necesita a Henriksson, o me lo puedo llevar al pabellón de Sacra?
– El turno de mañana no tendrá ni una línea a no ser que estalle una guerra mundial. El periódico está lleno hasta arriba-respondió Ingvar Johansson y cerró el Konkurrenten-. Tenemos un incremento de dieciséis páginas en la primera edición, hay anuncios en cada página. Además tienen un equipo en la calle cubriendo el caos de tráfico por la tormenta de nieve, pero no entiendo dónde creen que van a publicarlo.
– Ya sabes dónde comunicarte con nosotros -anunció Annika y fue a su despacho a recoger el abrigo.
Cogieron uno de los coches del periódico; Annika condujo. El pavimento estaba en verdadero mal estado, el tráfico en Essingeleden se deslizaba a cincuenta por hora.
– No me extraña que haya choques en serie -dijo Henriksson.
Por lo menos comenzaba a clarear, eso ya era algo. Annika se dirigió hacia el sur a través de la combinada E4 y E20; el tráfico aligeró algo y aumentó a sesenta. Tomó la salida de Segeltorp, Sätra, Bredäng y Mälarhöjden y condujo lentamente por Skärholmsnvägen, pasando el centro de Bredäng. A la derecha se vislumbraban filas y filas de idénticos adosados amarillos con fachadas de ladrillo; a la izquierda había casas de chapa bajas y tristes que debían ser almacenes o pequeños talleres.