– Sí, más o menos. Por eso no la voy a sacar. Es verdad que se encontraba en las instalaciones cuando la bomba explotó, pero no podía decir nada sobre ello. Tú la escuchaste. Esto hay que tenerlo en consideración y no exponerla, a pesar de su deseo. No sabe lo que le conviene.
– Tú has dicho que no somos nosotros los que tenemos que decidir quién puede salir en el periódico -respondió Henriksson.
– Es verdad -dijo Annika-. Pero somos nosotros los que tenemos que decidir si una persona está en su sano juicio para comprender quiénes somos y lo que decimos. Esta tía estaba demasiado loca. No saldrá en el periódico. Sin embargo, puedo escribir algo de que la responsable del proyecto se encontraba en el edificio cuando ocurrió la explosión, que está totalmente desolada por la muerte de Stefan y se acusa de su muerte. Pero no creo que el periódico deba publicar su foto y nombre.
Permanecieron sentados en silencio el resto del trayecto hasta el periódico. Annika dejó a Henriksson en la entrada antes de aparcar en el garaje.
Bertil Milander estaba sentado frente al televisor en la impresionante biblioteca estilo modernista; percibía la sangre latir en su cuerpo, zumbar y bullir por sus venas, su respiración llenaba la habitación. Sintió que se dormía. El sonido de la televisión era un leve susurro, le llegaba como un ligero murmullo a través del sonido del garaje corporal. Ahora mismo había dos mujeres sentadas hablando y riendo, pero él no oía lo que decían. A intervalos aparecían carteles en la pantalla con banderas y números de teléfono junto a las diferentes divisas. No comprendía de lo que se trataba. Los medicamentos antidepresivos hacían todo muy difuso. A veces sollozaba.
– Christina -murmuraba y lloriqueaba.
Debió de adormecerse, pero de repente estaba completamente despierto. Reconoció el olor y sabía que significaba peligro. Las señales de peligro ya estaban tan arraigadas en él que le llegaban hasta a través del sueño y la influencia de las pildoras. Luchó por levantarse del sofá de piel, tenía la presión muy baja y se mareó un poco. Se incorporó, se agarró al respaldo e intentó localizar el olor. Venía del salón. Se movió cuidadosamente y se sujetó a la estantería hasta sentir que la presión le volvía a subir.
Su hija estaba en cuclillas delante de la chimenea y la alimentaba con una especie de cartón rectangular.
– ¿Qué haces? -preguntó Bertil Milander desconcertado.
El tiro no era lo mejor de la vieja chimenea y el humo se extendía en pequeñas bocanadas por el salón.
– Estoy haciendo limpieza -respondió su hija Lena.
El hombre se acercó a la joven y se sentó en el suelo junto a ella.
– ¿Encendiendo un fuego? -preguntó él, solícito.
Su hija le observó.
– Esta vez no lo hago sobre el parqué -contestó.
– ¿Por qué?
Lena Milander miró fijamente a las llamas que se extinguían rápidamente. Rasgó un pedazo más de cartón y alimentó de nuevo el fuego. Las llamas atraparon el trozo de cartón y lo encerraron en su regazo. Durante unos segundos permaneció tumbado y rígido en el fuego, luego se encogió rápidamente en una bola y desapareció. Los ojos sonrientes de Christina Furhage desaparecieron para siempre.
– ¿No quieres tener ningún recuerdo de mamá? -preguntó Bertil.
– Siempre me acordaré de ella -dijo Lena.
Rasgó tres hojas más del álbum y las arrojó al fuego.
Eva-Britt Qvist levantó la vista cuando Annika pasó a su lado camino a su despacho. Annika saludó amablemente, pero Eva-Britt la cortó al instante.
– ¿Así que ya has vuelto de la rueda de prensa? -dijo triunfante.
Annika comprendió enseguida lo que la secretaria quería que respondiera: «¿Qué rueda de prensa?», luego Eva-Britt Qvist podría mostrar que era ella la que lo tenía que controlar todo en la redacción de sucesos.
– No he ido -contestó, sonrió aún más, entró en su despacho y cerró la puerta. «¡Bien!, ahora te vas a quedar sentada ahí fuera pensando dónde he estado», se dijo.
Entonces llamó al móvil de Berit. Sonaron las señales, pero el buzón de voz robó la conexión. Berit tenía siempre el móvil en el fondo del bolso y nunca conseguía cogerlo a la primera llamada. Annika esperó treinta segundos y volvió a llamar. Esta vez Berit respondió a la primera.
– Estoy en la rueda de prensa en la jefatura de policía -contestó la reportera-. Tú habías salido, así que me vine con Ulf Olsson.
«¡Qué encanto!», pensó Annika.
– ¿Qué dicen?
– Muchas cosas. Vuelvo pronto.
Colgaron. Annika se recostó en la silla y puso los pies sobre la mesa. Encontró un chocolate de tofe semiderretido en la caja de bolígrafos y rompió presurosa la tableta pringosa en pequeños pedazos. Se habían formado pequeños cristales de azúcar en los extremos, pero se podía comer.
A pesar de que quizá no se atrevería a decirlo en voz alta en la redacción, no pudo evitar pensar que la conexión entre la explosión asesina y los Juegos era muy poco consistente. La cuestión era si éstas, a pesar de todo, eran dos muertes dirigidas personalmente contra dos personas en particular. El pabellón de Sätra era lo menos parecido a un pabellón olímpico que se podía encontrar. Tenía que haber cantidad de vínculos comunes entre Christina Furhage y Stefan Bjurling. El eslabón podía ser los Juegos Olímpicos, pero no tenía por qué serlo. Había algo en algún lugar de su pasado que los unía al mismo asesino, Annika podría apostar cualquier cosa. Dinero, amor, sexo, poder, envidia, odio, ofensas, influencias, familia, amigos, vecinos, viajes de vacaciones, escuela, guardería, transportes, sus vidas podían haberse cruzado de mil formas. Sólo esta mañana, en la obra, había por lo menos diez personas que conocían a Stefan Bjurling y a Christina Furhage. Las víctimas ni siquiera tenían por qué haberse conocido.
Telefoneó a su fuente.
Él resopló.
– Creía que ya no teníamos nada que decirnos.
– Justo, y mira lo que ha pasado. ¿Os gusta el debate sobre la seguridad? «Hola, hola, ¿hay alguien ahí?» -dijo, imitando al reportero del Eko de la mañana.
Él volvió a resoplar y Annika esperó.
– No puedo hablar más contigo.
– Bueno, okey -replicó Annika rápidamente-. Comprendo que tenéis mucho que hacer, pues estoy segura de que buscáis desesperadamente el común denominador entre Stefan Bjurling y Christina Furhage. Quizá ya lo hayáis encontrado. ¿Cuántos de los que tenían acceso a los códigos de alarmas conocían a Stefan?
– Intentamos desesperadamente librarnos de los gritos de más guardias de seguridad…
– No me lo creo -dijo Annika-: Os parece muy bien que la atención se traslade de la teoría en la que trabajáis a un debate tan fútil como la seguridad en los estadios.
– No lo dices de verdad -repuso su fuente-. Al final, la seguridad siempre es responsabilidad de la policía.
– No hablo de todo el cuerpo de policía, hablo de ti y de tus colegas que os ocupáis de estos asesinatos. Depende de vosotros, ¿verdad? Si lo detenéis el debate se acabó.
– ¿Si lo detenemos?
– Cuando lo detengáis. Por eso creo que deberías hablar conmigo, pues en realidad la única manera de progresar en la vida es comunicándose.
– ¿Era eso lo que hacías esta mañana en el pabellón de Sätra?, ¿comunicarte?
Mierda, lo sabía.
– Entre otras cosas -respondió Annika.
– Ahora tengo que colgar.
Annika tomó aliento y dijo:
– Christina Furhage tenía otro hijo.
– Ya lo sé. Adiós.
Estaba realmente enfadado. Annika colgó, y en ese mismo momento entró Berit.
– ¡Menudo tiempo de perros! -exclamó y se sacudió la melena.
– ¿Han detenido al asesino? -preguntó Annika y le ofreció el chocolate. Berit lo miró horrorizada y declinó la oferta.
– No, pero creen que es el mismo asesino. Insisten en que no hay ninguna amenaza contra los Juegos.