– ¿Os gustó? ¿Tenéis hambre? No, no más galletas. ¿Espagueti? ¿O quizá una pizza?
Llamó a La Solo, al otro lado de la calle, y encargó una Caprichosa, una con carne picada y ajo y una tipo calzone con lomo de cerdo. Thomas se enfadaría, pero no importaba. Si quería otra vez guiso de alce podría haber venido a casa a las dos de la tarde y haber comenzado a dorar los trozos de carne.
Evert Danielsson abandonó la carretera de Sollentuna y entró en la gasolinera de OK en Helenelund. Allí había un garaje de auto-lavado para coches; solía ir una vez a la semana para cuidar del coche. Su secretaria reservaba tres horas a partir de las siete de la tarde. En realidad no eran necesarias pero no quería correr riesgos. Un período de tres horas seguidas era mucho tiempo para conseguirlo sin previa reserva.
Comenzaba por entrar en la tienda y reunir todo lo que necesitaba, un atomizador de desengrasante Natur, el champú para coches sin cera de OK, dos botellas de cera original Turtle y tres paquetes de trapos. Pagaba en caja, 31,50 por el desengrasante, 29,50 por el champú y 188 por las dos botellas de cera. El tiempo de alquiler costaba 64 coronas la hora, en total era algo menos de 500 coronas por toda una noche. Evert Danielsson sonrió a la chica de la caja y pagó con la tarjeta de empresa.
Salió y condujo el coche hasta el garaje habitual, cerró la puerta, sacó una silla de camping y colocó el estéreo portátil en un banco junto a la esquina. Eligió un CD con arias de óperas famosas, Aida, La flauta mágica, Carmen y Madame Butterfly.
Mientras la reina de la noche subía en fas sostenidos, él empezó a lavar el coche. El lodo de barro, arenilla y nieve corría hacia los desagües del suelo en pequeños torrentes. Prosiguió pulverizando el coche con desengrasante. Mientras el remedio actuaba se sentó en la silla de camping a escuchar La Traviata de Verdi. No es que considerara indispensable escuchar solamente ópera en el garaje, a veces escuchaba algún viejo tema como los de Muddy Waters o el rockabilly estilo Hank Williams. También le apetecía de vez en cuando música realmente moderna; le gustaba Rebecka Törnqvist y algunas canciones de Eva Dahlgren.
Dejó volar los pensamientos, pero pronto volvió a la materia que ahora ocupaba su existencia, su futura ocupación laboral. Se había pasado el día intentando estructurar cómo sería su trabajo, dar prioridad a las tareas más apremiantes y comenzar a pensar en las soluciones que había que tomar. Sintió en alguna parte de su mente un cierto alivio por la desaparición de Christina. El que la hizo volar en pedazos quizá le rindió un gran favor al mundo.
Cuando la pieza terminó cambió de disco y puso un CD de Eric Satie con música para piano. Los melancólicos tonos inundaron el garaje al volver a coger la manguera y comenzar a aclarar el coche. Chorrear agua no era divertido; lo que Danielsson ansiaba era la fase final, encerar y abrillantar la pintura hasta que resplandeciera y refulgiera. Acarició con la mano el techo de coche. Sabía que todo iría bien.
Thomas acostó a los niños pasadas las siete y media. Annika les había leído El viernes de Madde, un libro de dibujos que contaba la historia de una niña que iba a la guardería y su mamá. En el libro la madre le contaba al personal de la guardería todo sobre su jefe, al que nadie quería obedecer. Todos los mayores pensaban que eso estaba bien.
– Se puede atacar a los jefes en todas partes, hasta en los libros de niños -dijo Annika.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Thomas y consultó el Svenskans näringslivdel.
– Mira este test -respondió Annika y le tendió una revista mensual para mujeres-. Hay que contestar un montón de preguntas y entonces una descubre cómo le va en el trabajo. Mira la pregunta catorce. ¿Cómo es tu jefe? Las alternativas son: extravagante e inepto, pretencioso e incompetente, arrogante. ¿Qué te parece esa actitud? Y mira esto, en la página siguiente te dan consejos de cómo ser jefa tú misma. La moraleja es que todos los jefes son unos idiotas, y que los que no son jefes quieren serlo. Las cosas no son así.
– Claro que no -contestó Thomas y pasó la hoja.
– ¡Pues toda la sociedad está construida sobre esos mitos!
– Tú antes criticabas mucho a tus jefes del periódico, ¿te has olvidado?
Annika dejó la revista sobre las rodillas y miró reprobadora a Thomas.
– ¡Por Dios! No valían para sus puestos.
– ¿Ves? -dijo Thomas y continuó leyendo.
Annika siguió sentada en silencio, reflexionando mientras John Pohlman hablaba del tiempo. Habría Navidades blancas en todo el país, por lo menos hasta el día veinticinco. Se acercaba un frente de lluvias por el oeste, que podría ocasionar aguaceros en Bohuslän la misma Nochebuena.
– Tú también lo pasaste mal en el sindicato antes de ascender, ¿o no? -continuó Annika.
Thomas dejó el periódico, apagó la televisión con el mando a distancia y alargó los brazos hacia Annika.
– Ven aquí, cariño -dijo él.
El silencio fue compacto al apagarse la televisión. Annika abandonó el sillón, trepó al sofá junto a Thomas, se acurrucó con la espalda contra su pecho y apoyó las piernas sobre la mesa. Thomas la abrazó y le acarició los hombros, le sopló en el cuello y besó el pequeño hoyuelo junto a la clavícula. Su vagina se estremeció; quizá tuviera fuerzas para hacer el amor.
Justo entonces sonó el móvil de Annika. Los débiles tonos intentaban salir de su bolso y llegar al salón.
– No respondas -susurró Thomas y mordió a Annika en el lóbulo, pero fue demasiado tarde. Annika había roto el sentimiento común y se sentó rígida y tensa en el sofá.
– Sólo voy a ver quién es -balbuceó y se levantó cansinamente.
– Tienes que cambiarle la señal al aparato ése. ¿Qué mierda de melodía es ésa que suena?
Annika no reconoció el número de teléfono que parpadeaba en la pantalla y decidió contestar.
– ¿Annika Bengtzon? Hola, soy Beata Ekesjö. Nos conocimos hoy por la mañana en el pabellón de Sätra. Me dijiste que podía llamarte si tenía algo especial…
Annika resopló en su interior; «¡y tenía que llamar ahora!».
– Claro -dijo cortante-. ¿Qué pasa?
– Bueno, me pregunto qué vas a escribir sobre mí en el periódico de mañana.
La voz de la mujer sonaba suave y alegre.
– ¿Cómo? -preguntó Annika y se sentó en el banco del recibidor.
– Sí, sólo me lo preguntaba, es importante que salga bien.
Annika suspiró.
– ¿Puedes ser más precisa? -respondió y miró el reloj.
– Podría contar más sobre mí misma, cómo trabajo y cosas así. Tengo una casa muy bonita, puedes venir a ver cómo vivo.
Annika oyó que Thomas volvía a encender la televisión.
– Ahora no es el momento -dijo Annika-. Como comprenderás, nuestro espacio en el periódico es muy reducido. Ni siquiera vamos a mencionarte.
Hubo unos segundos de silencio.
– ¿Qué quieres decir? ¿No vas a escribir sobre mí?
– Esta vez no.
– Pero… ¡hablaste conmigo! El fotógrafo también tomó una foto.
– Hablamos con muchas personas sobre las que no escribimos -informó Annika e intentó ser moderadamente agradable-. Quiero darte las gracias una vez más por atendernos esta mañana, pero no vamos a publicar nada sobre nuestra conversación.
El silencio creció en el teléfono.
– Quiero que escribas lo que te dije esta mañana -susurró la mujer.
– Lo siento -respondió Annika.
Beata Ekesjö suspiró.
– Bueno -dijo-. Gracias de todos modos.
– Por nada y adiós -contestó Annika y cortó la conexión.
Se deslizó junto a Thomas en el sofá, le quitó el mando a distancia y apagó la televisión.