– ¿Dónde estábamos? -preguntó.
– ¿Quién era? -preguntó a su vez Thomas.
– Una chica que conocí esta mañana; parecía algo loca. Es jefa de obra en el pabellón de Sätra.
– Entonces seguro que lo pasa mal, por lo menos estadísticamente -respondió Thomas-. Las mujeres jóvenes en lugares de trabajo dominados por hombres son las más puteadas de todas.
– ¿Sí? ¿De verdad? -dijo Annika sorprendida.
– Sí. Eso dice un informe que nos acaba de llegar. Muchos estudios apuntan a que las mujeres que cogen trabajos de hombres son las que peor lo pasan en el mercado laboral. Son perseguidas, amenazadas y acosadas sexualmente con más frecuencia que los hombres. Una investigación en el departamento de náutica de la escuela técnica superior de Chalmers mostraba que cuatro de cada cinco marineras eran acosadas a causa de su sexo -informó Thomas.
– ¿Cómo puedes acordarte de todo?
Thomas sonrió.
– Es lo mismo que cuando tú te acuerdas de los detalles de los artículos de Berit Hamrin. Hay más ejemplos, el militar es sólo uno de ellos. Muchas mujeres abandonan el servicio militar, a pesar de ser voluntarias. Los problemas con los compañeros masculinos son la causa principal. Las mujeres jefas corren verdaderos riesgos personales, en especial si son intensamente presionadas por sus colegas.
– Esa es una buena historia, deberíamos escribir sobre ella -dijo Annika e intentó levantarse.
– Sí, deberíais. Pero ahora no; ahora te voy a dar un masaje en los hombros. Quítate el jersey, así. Y ahora desabrochamos estos corchetes… lo quitamos…
Annika protestó un poco cuando le quitó el sujetador.
– Los vecinos nos van a ver…
Thomas se levantó y apagó la luz. La única claridad que entraba en la habitación era la del farol que se balanceaba abajo en la calle. Todavía seguía nevando, copos grandes como bolas. Annika alargó las manos hacia su marido y lo atrajo hacia sí. Al principio se comportaron con tranquilidad, juntos en el sofá acariciándose, besándose y desnudándose.
– Me vuelves loco -susurró Thomas.
Pasaron al suelo y empezaron a hacer el amor, al comienzo con infinita lentitud, luego de forma impetuosa y sonora. Annika chilló al correrse, Thomas se controló algo más. Después Thomas fue a buscar una manta, se apretaron el uno contra el otro y se acostaron de nuevo en el sofá. Rendidos y relajados, yacieron escuchando en la oscuridad el ruido nocturno de la gran ciudad. Debajo de ellos el 48 se detenía con un chirrido de frenos, había un televisor encendido en casa de los vecinos, alguien gritaba y maldecía en la calle.
– ¡Caray! Sería una maravilla estar de vacaciones -exclamó Annika.
Thomas la besó.
– Eres la mejor del mundo -dijo él.
Mentiras
Mi convicción me acompañó desde el comienzo. El mundo era un teatro ideado para engañarme, todas las personas a mi alrededor eran actores del drama. La intención era hacerme creer que todo era auténtico: la tierra, el bosque, los prados, el tractor de Nyman, la aldea, la tienda y el cartero. El mundo tras el Furuberget era un bastidor difuso. Escuchaba sin descanso para descubrir los tonos falsos, esperaba con paciencia a que alguien metiera la pata. Cuando salía de una habitación me daba la vuelta rápidamente en el umbral para poder ver a las personas de dentro como verdaderamente eran. Siempre fracasaba. Durante los inviernos trepaba al montículo de nieve fuera, junto a la ventana del salón, para mirar adentro. Cuando yo no estaba presente la gente se quitaba las máscaras, apoyaban sus cansadas cabezas en sus manos y descansaban. Charlaban en voz baja, por fin en serio, naturales, íntimos, auténticos y verdaderos. Cuando yo entraba todos estaban obligados a regresar a sus incómodos cuerpos, moradas que les desagradaban, con el rostro amargado y lenguas engañosas.
Estaba completamente segura de que todo se me revelaría cuando cumpliera diez años. Entonces todas las personas vendrían a mí por la mañana con sus cuerpos claros y verdaderos y me vestirían de blanco. Sus rostros estarían tranquilos y serían auténticos. Me llevarían en procesión hasta el granero junto al monte bajo, al otro lado del sendero. Ahí el Director esperaría en la entrada, tomaría mi mano en la suya y me conduciría al Reino.
Me contaría cómo era todo en realidad.
A veces yo buscaba el viejo granero. No puedo decir cuántos años tenía, pero mis piernas eran cortas, los pantalones de lana me picaban, el mono de plástico hacía que mis pasos fueran rígidos. Una vez me quedé atrapada en la nieve, enterrada hasta la cintura.
El granero estaba en las profundidades de un bosque de maleza, junto a los restos de un riachuelo seco. El techo se había hundido, las grises paredes de madera destacaban entre el matorral. Un pedazo de la fachada se levantaba, como una señal, hacia el cielo.
La entrada cuadrada se encontraba en la otra fachada; yo me arañaba con las asperezas de la pared al ir hacia ella. El hueco se encontraba un poco alto y me costaba subir.
Dentro, el tiempo se detenía: el polvo en el aire, los oblicuos rayos de luz. La doble sensación de paredes abrigadas y cielo abierto era embriagadora. La luz se filtraba entre las copas del bosque de maleza y los restos del tejado. El suelo también había comenzado a resquebrajarse; debía tener cuidado cuando entraba.
Bajo el suelo estaba la entrada al escenario. Yo lo sabía. En algún lugar debajo de los suaves tablones estaba esperándome la Verdad. Una vez me armé de valor y bajé a ese lugar, investigué el suelo para encontrar el sendero a la luz. Pero sólo encontré paja y ratas muertas.
Miércoles 22 de diciembre
Le tocaba a Annika llevar a los niños a la guardería, así que podía quedarse remoloneando en la cama un rato después de que Thomas se fuera. Sólo faltaban dos días para Nochebuena, estaban en el esprint final. Era extraordinario lo poco que necesitaba para recuperar las ganas de vivir. Después de unas horas en casa, unas galletas de especias y un auténtico polvo estaba de nuevo preparada para los buitres. Por una vez pudo dormir toda la noche sin niños en la cama, pero ahora se habían despertado y entraron corriendo en el dormitorio. Los abrazó y juguetearon tanto tiempo en la cama que estuvieron a punto de llegar tarde. Ellen se había inventado un juego que se llamaba el Juego de la Albóndiga: tenían que hacerse cosquillas en los dedos de los pies y gritar «albóndigas, albóndigas» constantemente. A Kalle le gustaba el juego del avión, en el que Annika se tumbaba boca arriba y le sostenía con los pies bien en alto. De vez en cuando el avión se estrellaba para júbilo de todos. Acabaron construyendo una tienda con las almohadas, la manta y el pijama grande de Thomas. Tomaron un desayuno rápido de yogur de fresa y cereales, hicieron unos bocadillos para el almuerzo y llegaron a la guardería con el tiempo justo. Ella no se quedó, sino que se fue en cuanto dejó a los niños con el personal.
Todavía nevaba. La sucia masa yacía en montones a lo largo de las aceras. Desde que el ayuntamiento de Estocolmo creara las juntas de distrito ya no se retiraba la nieve de las calles. Le gustaría haber tenido fuerzas para implicarse políticamente.
Tuvo suerte con el 56, cogió el periódico en la entrada, tomó el ascensor y saludó al botones que se dirigía hacia la puerta de la redacción. Envió un pensamiento de gratitud al director Schyman cuando vio al botones cargando con la segunda remesa de correo del día. Todo iba mejor desde que Eva-Britt Qvist se había vuelto a encargar del mismo.
Cogió un ejemplar del Konkurrenten y de los periódicos de la mañana en la mesa de redacción y una taza en la máquina de café automática camino a su oficina. Eva-Britt estaba sentada en su sitio habitual y saludó enfadada. Todo seguía, por decirlo con otras palabras, como siempre.
Berit había hecho un trabajo fantástico con la mujer del asesinado Stefan Bjurling. El artículo estaba en las páginas centrales, acompañado por una gran foto de la mujer y sus tres hijos, sentados en el sofá familiar de cuero en el adosado de Farsta. «La vida tiene que continuar», era el titular. La mujer, tenía treinta y siete años y se llamaba Eva, parecía serena y seria. Los hijos, once, ocho y seis años, miraban con los ojos muy abiertos a la cámara.