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Evert Danielsson suspiró y miró sus manos. Como de costumbre las había colocado en el borde y sujetaban la tabla de la mesa con fuerza.

– Me mintieron -anunció sofocado.

– ¿Quiénes?

El hombre levantó la mirada.

– El Adorno -respondió.

– ¿Y qué pasa? -preguntó Annika.

El hombre sollozó.

– Y la dirección, y Hans Bjällra. Todos mintieron. Dijeron que me asignarían otras funciones, que yo tendría que encargarme de cantidad de detalles técnicos después de la muerte de Christina. ¡Pero me engañaron!

Annika miró a su alrededor apurada; no tenía tiempo para ejercer de mamá de burócrata.

– Cuénteme lo que ha pasado -espetó con brusquedad, y tuvo la reacción esperada.

El hombre se recompuso.

– Hans Bjällra, el presidente de la junta directiva, me prometió que la definición de mis nuevas funciones laborales se realizaría con mi participación, pero no será así en absoluto. Hoy por la mañana cuando llegué al trabajo había una carta esperándome. La habían enviado por mensajero por la mañana temprano…

Se quedó en silencio y miró sus blancos nudillos.

– ¿Y? -indagó Annika.

– Decía que tenía que limpiar mi despacho antes del almuerzo. El comité no tenía intención de usar mis servicios en adelante. Por lo tanto no tenía que estar a disposición de la organización y podía buscarme otro empleo. Me pagarán la indemnización el veintisiete de diciembre.

– ¿Cuánto es?

– Cinco pagas anuales.

– Pobrecito -dijo Annika con acritud.

– Sí, ¿no es terrible? -continuó Evert Danielsson-. Y mientras leía la carta llegó un chico de secretaría; ni siquiera llamó a la puerta, simplemente entró. Me dijo que venía a buscar las llaves.

– ¿Pero no le habían dicho que tenía hasta el mediodía?

– Las llaves del coche, se llevaron mi coche de empresa.

El hombre se inclinó sobre la mesa y comenzó a sollozar. Annika observó en silencio el pelo gris intenso. Parecía algo rígido, como si lo secara con secador y usara laca. Notó que comenzaba a clarear en la coronilla.

– Puede comprarse uno nuevo. -En el mismo momento en que lo dijo se dio cuenta de que no valía la pena. No se le puede decir a una persona a la cual se le acaba de morir su mascota que se compre otra igual.

El hombre se sonó y carraspeó.

– Ya no hay ninguna razón por la que tenga que ser leal -anunció Evert Danielsson-. Christina ha muerto, a ella ya no la puedo herir.

Annika sacó el bloc y el bolígrafo del bolso.

– ¿Qué quiere contar? -preguntó.

Evert Danielsson la miró cansado.

– Lo sé casi todo -informó-. Christina no era la única candidata a directora del comité, ni siquiera de la campaña para conseguir los Juegos para Estocolmo. Había multitud de personas, casi todos hombres, que se consideraban más capacitados.

– ¿Cómo conoció a Christina?

– Ella venía de las finanzas y la banca, como sabrá. La conocí hace once años más o menos; yo trabajaba como jefe del departamento administrativo de un banco en el que ella era subdirectora. Christina era muy odiada por la gente de abajo. Se la consideraba muy dura e injusta. Lo primero era verdad, pero lo otro no. Christina era increíblemente consecuente, nunca acababa con nadie que no lo mereciera. Sin embargo le gustaba ajusticiar a la gente en público, lo que significaba que todos estaban muy asustados y procuraban no fallar. Es posible que influyera de una forma positiva en las ganancias, pero era pésima para la moral del banco. El sindicato propuso una votación contra ella, y eso, como sabrá, no suele ocurrir en la banca. Pero Christina lo paralizó. Los responsables sindicales que estaban detrás de la protesta renunciaron y abandonaron el banco el mismo día. No sé qué hizo para quitárselos de encima, pero no volvió a plantearse ninguna votación.

Uno de los dueños del restaurante se acercó con una taza de café para Annika y volvió a llenar la taza de Evert Danielsson. Annika dio las gracias y creyó reconocer al hombre de un anuncio de tarjetas de crédito. Tenía buena memoria para las caras, y con ésta seguramente tenía razón. El canal de televisión que había en el edificio usaba con frecuencia los figurantes que tenía a mano.

– ¿Cómo es posible que continuara si era tan odiada? -preguntó Annika cuando el hombre del anuncio desapareció.

– Bueno, yo también me lo pregunté. Christina llevaba de subdirectora del banco casi diez años cuando yo llegué. Durante ese tiempo habían cambiado de director hasta dos veces, y Christina nunca fue candidata a sustituirle. Estaba segura en su posición, pero no subía más.

– ¿Por qué? -inquirió Annika.

– No lo sé. La directiva quizá tuviera miedo de lo que haría si tenía todo el poder. Debieron descubrir de qué material estaba hecha -dijo Evert Danielsson y cogió un terrón de azúcar.

Annika esperó mientras él removía el café.

– Al final Christina comprendió que no llegaría más lejos. Cuando la ciudad de Estocolmo decidió que presentaría la candidatura a los Juegos Olímpicos de verano, se encargó de que el banco fuera uno de los grandes patrocinadores. Yo creo que entonces ya había concebido su plan.

– ¿Que era…?

– Que ella se encargara de los Juegos. Se metió de lleno en ellos; después de algunos trámites consiguió la excedencia en el banco y se encargó de los trabajos preparatorios como directora interina de los Juegos. No fue raro que la nombraran, a pesar de ser una total desconocida en un puesto de ese tipo. El trabajo estaba bastante mal pagado, mucho peor que en el banco. Por eso los altos cargos de las finanzas no estaban demasiado interesados en la tarea. Además la misión apenas era una senda directa al éxito; quizá recuerde el descontento y los debates del principio. Los Juegos Olímpicos no eran populares entre el público. Fue Christina la que hizo que la opinión cambiara.

– Todos dicen que hizo un trabajo sensacional -apuntó Annika.

– Sí -dijo Evert Danielsson con una mueca-. Era muy buena peloteando y ocultando diferentes gastos para presionar en diversos presupuestos. La del cambio de opinión de los suecos en relación con los Juegos Olímpicos ha sido la campaña más cara realizada en este país.

– Nunca leí nada sobre eso -respondió Annika escéptica.

– No, por supuesto que no. Christina nunca hubiera permitido la filtración.

Annika anotó y recapacitó.

– ¿Cuándo comenzó a trabajar para los Juegos Olímpicos? -preguntó.

Evert Danielsson sonrió.

– ¿Así que se pregunta cuánta mierda tengo en los zapatos y cuánta he tenido que limpiar? Bastante. Yo continué en el banco cuando Christina se fue a los Juegos, y tuve que encargarme de una parte de su trabajo. Eran sobre todo algunos encarguitos de naturaleza puramente administrativa. Fue una casualidad que yo empezara a trabajar para los Juegos.

El hombre se reclinó en la silla; parecía estar de mejor humor.

– Cuando Christina consiguió los juegos la situación cambió por completo. El trabajo como director general del comité era un puesto de prestigio. Todos estaban de acuerdo en que debía ser una persona competente con una larga experiencia en el ámbito económico.

– Había muchos candidatos, todos hombres, ¿verdad? -preguntó Annika.

– Sí, sobre todo un hombre que entonces era director general de la empresa estatal más importante.

Annika rebuscó en sus recuerdos y vio el rostro amable del hombre frente a ella.

– Justo, él se retiró por razones personales y fue nombrado gobernador provincial, ¿o no?

Evert Danielsson sonrió.

– Sí, exacto. Pero las razones personales en realidad eran una factura de una casa de putas de Berlín, que llegó a mi despacho del banco justo después de que Estocolmo hubiera conseguido los Juegos.

Annika se sorprendió. Ahora el ex director parecía disfrutar.