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– ¿La maltrataba?

La mujer dudó un instante, pero al parecer se decidió a ser sincera.

– Una vez fue condenado por malos tratos y amenazas. El juez dictó una orden de alejamiento, pero él la violaba continuamente. Al final me di por vencida y le dejé volver -dijo la mujer con tranquilidad.

– ¿Confiaba en que cambiara?

– Él dejó de prometer eso, ya habíamos pasado ese estadio. Pero después mejoró realmente. El último año no fue demasiado malo.

– ¿Ha ido alguna vez a un centro de acogida?

Lo preguntó con total naturalidad; Annika lo había pronunciado cientos de veces durante los últimos años. Eva Bjurling dudó un instante pero también se decidió a responder.

– Un par de veces, aunque fue muy duro para los niños. No podían ir a la guardería ni al colegio habitual; era demasiado complicado.

Annika aguardó en silencio.

– Se pregunta por qué no estoy destrozada, ¿verdad? -dijo Eva Bjurling-. Claro que lo siento, sobre todo por los niños. Claro que querían a su padre, pero estarán mejor ahora que ha muerto. A veces bebía mucho. Así que…

Permanecieron en silencio un rato.

– No la voy a molestar más -dijo Annika-. Gracias por ser tan sincera, es importante tener claras estas cosas.

La mujer se preocupó de pronto.

– ¿Va a escribir esto? Los vecinos no saben lo que pasaba.

– No -respondió Annika-. No pienso escribir esto, pero está bien que lo sepa, así quizá pueda impedir que ocurra otra vez.

Terminaron la conversación y Annika apagó el magnetofón. Permaneció sentada a la mesa un instante, mirando al vacío. Los malos tratos a mujeres existían en todas partes, lo había aprendido con los años. Había escrito muchas series de artículos sobre las mujeres y la violencia a la que eran sometidas, y mientras sus pensamientos volaban libremente, de repente se dio cuenta de otra cosa totalmente distinta. Aquí había otro nexo entre las víctimas de las bombas. Ambos habían sido loados inicialmente por personas que no los conocían demasiado bien. Ambos resultaron ser unos auténticos cerdos, a no ser que Evert Danielsson mintiera sobre Christina.

Suspiró y encendió su Mac. Mejor escribirlo todo ahora que todavía estaba fresco. Mientras se cargaban todos los programas del ordenador cogió su bloc del bolso. No sabía qué pensar de Evert Danielsson. Por un momento parecía profesional y competente, al siguiente lloraba porque le habían quitado el coche de empresa. ¿Eran realmente los hombres poderosos tan sensibles y simples? La respuesta al parecer era que sí. Los poderosos no son distintos a las demás personas. Si pierden su trabajo o algo que ha sido importante para ellos, entran en crisis. Una persona en crisis, agobiada, no reacciona racionalmente, independientemente del título que tenga.

Casi había terminado de escribir sus notas cuando sonó de nuevo el teléfono.

– Me dijiste que te llamara si escribíais algo mal -espetó alguien.

La voz era de una mujer joven, Annika no conseguía recordarla.

– Sí, por supuesto -contestó ella e intentó sonar neutral-. ¿En qué te puedo ayudar?

– Eso me dijiste cuando estuviste en nuestra casa el domingo: que podía llamarte si salía algo mal en el periódico, y ahora verdaderamente habéis ido demasiado lejos.

Era Lena Milander. Annika abrió los ojos de par en par y conectó el magnetofón.

– ¿Qué quieres decir?

– Supongo que debes haber leído tu propio periódico. Tenéis una foto grandísima de mamá y habéis escrito debajo la mujer ideal. ¿Qué sabéis vosotros?

– ¿Qué te parece a ti que debíamos escribir? -preguntó Annika.

– Nada de nada -contestó Lena Milander-. Dejad en paz a mi madre. Ni siquiera está enterrada.

– Por lo que sabemos tu madre era la mujer ideal -dijo Annika-. ¿Cómo podemos saber que no lo es si nadie nos cuenta nada?

– ¿Por qué tenéis que escribir?

– Tu madre era un personaje público. Ella había elegido serlo. La imagen que tenemos de ella la creó ella misma. Si nadie nos informa de lo contrario, eso es lo único de lo que disponemos.

Lena Milander permaneció en silencio un instante, luego dijo:

– Ven al Pelikan en Söder, dentro de media hora. Después me prometerás que nunca más escribiréis esas tonterías.

Tras esto colgó y Annika miró sorprendida el auricular. Guardó rápidamente las notas de la reunión con Evert Danielsson en un disquete, borró el documento del ordenador, cogió el bolso, la ropa de abrigo y se fue.

Anders Schyman estaba sentado en su despacho y revisaba las estadísticas de ventas del pasado fin de semana. Se sentía bien; así tenía que ser. El sábado el Konkurrenten había vendido más ejemplares que el Kvällspressen, como solía ocurrir. Pero el domingo hubo un cambio de tendencia. Entonces fue el Kvällspressen quien ganó la guerra de tirada por primera vez desde hacia más de un año, a pesar de que el Konkurrenten tenía un suplemento dominical mayor y más elaborado. La noticia sobre la explosión en el estadio olímpico de Estocolmo hizo que el Kvällspressen vendiera más; el artículo definitivo era por supuesto el de la primera página y el titular, el hallazgo de Annika de que Christina Furhage estaba amenazada de muerte.

Llamaron a la puerta. Eva-Britt Qvist estaba en el umbral.

– Entra por favor -dijo el director y mostró una silla al otro lado del escritorio.

La secretaria de redacción esbozó una escueta sonrisa, se arregló la falda y carraspeó.

– Bueno, es que me parece que tengo que hablar contigo sobre una cosa.

– Adelante -respondió Anders Schyman y se reclinó en la silla. Se puso las manos detrás de la nuca y estudió a Eva-Britt Qvist tras los párpados entrecerrados. Ahora sucedería algo desagradable, estaba seguro.

– Creo que últimamente se ha creado una atmósfera muy fastidiosa en la redacción de sucesos -contó la secretaria de redacción-. Ya no hay verdadero ambiente de trabajo. Yo, que he trabajado aquí desde hace tanto tiempo, pienso que es un error que aceptemos esta situación.

– Sí, no podemos permitirlo -contestó Anders Schyman-. ¿Me puedes dar un ejemplo de algo realmente fastidioso?

La secretaria de redacción se contrajo y pensó.

– Sí, bueno, es muy triste que a alguien se le ordene trabajar con voces fuera de tono, cuando una está horneando un bollo, justo antes de Navidad. Debería haber algo de flexibilidad en la redacción.

– ¿Te han llamado para que trabajaras cuando estabas haciendo un bollo? -preguntó Schyman.

– Sí, Annika Bengtzon lo hizo.

– ¿Tenía que ver con la explosión?

– Sí, me parece que no tiene ningún tacto.

– ¿Así que no te parece que tengas que hacer horas extraordinarias cuando todos los demás las hacen? -preguntó tranquilamente-. Los sucesos trágicos de esta magnitud ocurren, gracias a Dios, rara vez en nuestro país.

Las mejillas de la mujer enrojecieron ligeramente y ella decidió atacar.

– ¡Annika Bengtzon no sabe comportarse! ¿Sabes lo que dijo hoy después del almuerzo? Bueno, ¡que le rompería la boca a Nils Langeby!

Anders Schyman tuvo que contener la risa.

– Vaya. ¿Le dijo realmente eso a Nils Langeby?

– No, no se lo dijo a nadie, se lo dijo a sí misma, pero yo la oí. Fue absolutamente innecesario, no hay por qué expresarse así en el periódico.

El director se inclinó hacia adelante y colocó sus manos cerradas casi al otro extremo de la mesa.

– Tienes toda la razón, Eva-Britt, no es apropiado decir eso. Pero ¿sabes lo que creo que es peor? Que los compañeros de trabajo corran como niños al jefe para chivarse.

Eva-Britt Qvist se quedó pálida, luego carmesí. Anders Schyman mantuvo la mirada fija en la mujer. Ella se miró las rodillas, levantó la vista, volvió a bajarla, se puso de pie y salió. Seguramente se pasaría el siguiente cuarto de hora llorando en el cuarto de baño.