Encendió su nuevo y rugoso cigarrillo.
– Una vez experimenté en el garaje con una bomba casera. Explotó antes de tiempo y la puerta del garaje voló por los aires; la metralla me alcanzó en una pierna. Mamá creyó que la haría volar en pedazos con una bomba en el coche; después de eso los coches bomba la volvían histérica.
Rió sin alegría.
– ¿Dónde aprendiste a hacer bombas? -preguntó Annika.
– Había recetas circulando incluso antes de Internet, no es difícil. ¿Quieres que te enseñe?
– No gracias, no lo necesito. ¿Por qué le tenía miedo a Olof?
– En realidad no lo sé, nunca me lo contó. Sólo me dijo que tuviera cuidado con Olle, que era peligroso. Debió de amenazarla de alguna manera.
– ¿Has llegado a conocerlo?
La joven agitó la cabeza y sus ojos quedaron en blanco. Expulsó el humo y se desprendió de la inexistente ceniza en el cenicero.
– No sé dónde está -contestó.
– ¿Pero crees que sigue vivo?
Lena dio una calada profunda y miró a Annika.
– Si no, ¿por qué tenía mamá tanto miedo? -respondió-. Si Olle estuviera muerto no necesitaríamos protección.
«Cierto», pensó Annika. Dudó un instante, pero luego hizo la pregunta desagradable.
– ¿Crees que tu madre conoció a alguien de quien estuviera enamorada?
Lena se encogió de hombros.
– No me importa -respondió-. Pero no lo creo. Mamá odiaba a los hombres. A veces pienso que también odiaba a papá.
Annika abandonó el tema.
– Como ves, no es que fuese una «mujer ideal» -dijo Lena.
– No, no lo era -contestó Annika.
– ¿Vais a escribir eso más veces?
– Espero que podamos evitarlo -replicó Annika-. Pero a mí me suena como si tu madre también fuera una víctima.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Lena, rápidamente a la defensiva.
– También fue abandonada, igual que Olof.
– Hay una diferencia. La abuela no se podía ocupar de ella, el mundo estaba en guerra, y la abuela la quería de verdad. La pena más grande en la vida de la abuela era que Christina no pudiera crecer a su lado.
– ¿Vive tu abuela?
– No, murió el año pasado. Mamá fue al entierro, lo contrario hubiera sido extraño -respondió-. Pero la abuela y mamá se veían todas las fiestas mayores y por vacaciones cuando mamá era pequeña; siempre celebraban el cumpleaños de mamá juntas.
– Suena como si pudieras perdonar a tu abuela pero no a tu madre -dijo Annika.
– ¿Y tú desde cuándo eres una jodida psicóloga?
Annika levantó las manos.
– Perdona -contestó.
Lena la observó expectante.
– Okey -dijo al cabo y le dio el último trago a la cerveza-. Pienso quedarme aquí y emborracharme. ¿Tienes ganas de acompañarme, entrar en la niebla río abajo?
Annika esbozó una sonrisa.
– Lo siento -respondió y comenzó a juntar sus cosas. Se puso el abrigo y se pasó la correa del bolso por el hombro.
Entonces se detuvo y dijo:
– ¿Quién crees que la mató?
Los ojos de Lena se empequeñecieron.
– Yo por lo menos no fui.
– ¿Conocía a un tal Stefan Bjurling?
– ¿La nueva víctima? No tengo ni idea. Ahora no escribáis más mierda -añadió Lena Milander y volvió ostensiblemente la cabeza.
Annika entendió la señal, se fue hacia la camarera, pagó su cuenta y la de Lena y abandonó el local.
La mujer se introdujo en la entrada hipermoderna del Kvällspressen e intentó aparentar que formaba parte del lugar. Vestía un abrigo de lana de tres cuartos recto que oscilaba entre azul y lila dependiendo de la luz, con el pelo oculto bajo una boina marrón. Del hombro izquierdo colgaba un bolso imitación de Chanel y en la mano derecha llevaba un maletín de cuero rojo oscuro. Usaba guantes. Cuando la puerta de entrada volvió a cerrarse detrás de ella, se detuvo y miró a su alrededor; su mirada cayó sobre la recepción acristalada del fondo, en la esquina izquierda. Arregló la delgada correa sobre el hombro y se encaminó hacía la garita de cristal. Ahí dentro estaba sentado el botones Tore Brand, que había reemplazado al recepcionista ordinario, que se había ido a tomar un café y a fumar.
Tore Brand apretó el botón que regulaba el mecanismo de la ventanilla de la garita cuando la mujer casi estaba encima. Puso una mueca oficial y preguntó secamente:
– ¿Sí?
La mujer levantó de nuevo el bolso del hombro y carraspeó un poco.
– Yo… busco a una reportera, se llama Annika Bengtzon. Trabaja en…
– Sí, lo sé -cortó Tore Brand-. No está.
El botones tenía el dedo listo sobre el botón para cerrar la ventanilla. La mujer manoseó desconcertada el asa del maletín.
– Vaya, no está. ¿Cuándo vuelve?
– Nunca se sabe -respondió Tore Brand-. Está trabajando y entonces no se sabe lo que puede ocurrir o cuánto tiempo se tomará.
Se inclinó hacia adelante y dijo confidencialmente.
– Esto es un periódico, ¿sabe?
La mujer rió azorada.
– Sí, gracias, lo sé. Pero necesitaría ver a Annika Bengtzon. Quiero darle algo.
– Sí, ¿qué? -preguntó el botones curioso-. ¿Es algo que yo le pueda entregar?
La mujer dio un paso atrás.
– Es sólo para Annika, es ella quien debe tenerlo. Hablamos ayer, es muy importante.
– Si quiere, puede dejar papeles u otra cosa; yo me encargo de que se los den y que los lea.
– Gracias, pero creo que volveré más tarde.
– Aquí vienen muchos chiflados con cajas llenas de papeles todos los días, fanáticos, víctimas de las compañías de seguros y locos, pero los cogemos todos. Déjeme lo que tenga y yo me encargaré del asunto.
La mujer se dio la vuelta y salió apresuradamente por la puerta. Tore Brand cerró la ventanilla y sintió que necesitaba un cigarrillo con auténtico desespero.
Annika se abría paso a empellones en Götgatan entre la gente acelerada de Navidad cuando de pronto se dio cuenta de que estaba a un par de manzanas del piso de Helena Starke. En lugar de ir contra la corriente que venía del metro de Skanstull, se dio la vuelta y la siguió. Fue dejándose llevar por Ringvägen; aquí, como en Kungsholmen, apenas se retiraba la nieve. Su memoria matemática no le falló; recordó las cifras del código de la puerta número 139. Esta vez Helena Starke abrió después de la primera corta señal.
– No se da por vencida, ¿verdad? -soltó al abrir la puerta.
– ¿Le puedo hacer sólo un par de preguntas? -rogó Annika.
Helena resopló sonoramente.
– ¿Qué le pasa? ¿Qué coño quiere de mí?
– Por favor, aquí en la escalera no…
– Ya no importa, ¡me voy de aquí!
Gritó las últimas palabras para que las viejas chismosas la oyeran. Ahora tendrían algo sobre lo que cotillear.
Annika miró por encima del hombro de la mujer; realmente parecía estar haciendo el equipaje. Helena Starke refunfuñó.
– Bueno, entre, pero que sea rápido. Me voy esta noche.
Annika se decidió a ir directa al grano.
– Sé que mintió sobre el niño, Olof, pero me importa un comino. Simplemente he venido a preguntarle si tenía una relación con Christina Furhage.
– Si así fuera, ¿qué coño le importa a usted? -contestó Helena Starke sosegada.
– Nada, a no ser porque estoy intentando que todo encaje. ¿La tenían?
Helena Starke suspiró.
– Si se lo confirmara, entonces mañana estaría en titulares por todo el país, ¿o no?