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– ¿Tienes algo? -preguntó Jansson y se levantó en el mismo momento en que los vio.

– Creo que sí -respondió Annika-. Hay un muerto en la gradería olímpica. Hecho pedazos, me jugaría lo que fuera. Dentro de media hora lo sabré con seguridad.

Jansson se balanceó sobre sus talones, a punto de saltar.

– Media hora. ¿Antes no?

Annika le lanzó una mirada por encima del hombro al mismo tiempo que se quitaba el abrigo. Tomó la primera edición y se fue a su despacho.

– Okey -dijo él y se sentó de nuevo.

Ella escribió el primer artículo, que sólo era una ampliación del trabajo del reportero de noche para la primera edición. Añadió las citas de los vecinos y señaló que el fuego había sido dominado. Después comenzó con el artículo Yo estuve allí, que rellenó con sonidos y detalles. A las siete y media llamó a su contacto.

– Todavía no puedo decir nada -comenzó él.

– Lo sé -dijo Annika-. Yo hablaré y tú te puedes quedar callado o decirme si estoy equivocada…

– Esta vez no puedo hacerlo -interrumpió él.

¡Ay diablos! Cogió aliento y decidió pasar al ataque.

– Escúchame primero -dijo-. Creo que así están las cosas: una persona ha muerto esta noche en el estadio olímpico. Alguien ha volado en pedacitos en el graderío. Ahora estáis allí recogiendo los pedazos. Fue alguno de la organización, todas las alarmas estaban desconectadas. Debe haber cientos de alarmas en un estadio de ese tipo, alarma contra robos, contra incendios, de movimiento: todas estaban desconectadas. Ninguna puerta ha sido forzada. Alguien entró con la llave y desconectó las alarmas, la víctima o el asesino. Estáis intentando averiguar quién es.

Se calló y contuvo la respiración.

– Ahora no puedes publicar eso -dijo el policía desde el otro lado.

Una inspiración rápida.

– ¿Qué?

– La teoría de que es alguno de la organización. Queremos mantenerlo en secreto. Las alarmas funcionaban, pero estaban apagadas. Alguien ha muerto, es cierto. Todavía no sabemos quién.

Parecía totalmente agotado.

– ¿Cuándo lo sabréis?

– No lo sé. La identidad puede ser difícil de determinar visualmente, por decirlo de alguna manera. Pero tenemos otras pistas. No puedo decir más.

– ¿Hombre o mujer?

Dudó.

– Ahora no -dijo y colgó.

Annika salió corriendo hacia Jansson.

– La muerte está confirmada, pero todavía no saben quién es.

– ¿Carne picada? -preguntó Jansson.

Ella tragó y asintió.

Helena Starke se despertó con una resaca que no era de este mundo. Mientras estuvo tumbada en la cama todo fue bien, pero cuando se levantó para coger un vaso de agua vomitó en la alfombra del vestíbulo. Se quedó a cuatro patas, jadeando, antes de poder llegar tambaleándose hasta el cuarto de baño. En él llenó de agua el vaso del cepillo de dientes y bebió con tragos ávidos. Dios mío, nunca volvería a beber. Levantó la vista y encontró sus ojos rojos tras las manchas de pasta de dientes en el espejo. ¿Cuándo aprendería? Abrió el armario del cuarto de baño y presionó el envoltorio de papel de aluminio para tomar dos tabletas de Panodil, se las tragó con mucha agua y recitó una breve oración para no vomitarlas.

Fue tambaleándose hasta la cocina y se sentó a la mesa. El asiento de la silla estaba frío bajo sus nalgas desnudas, le dolía un poco la vagina. ¿Cuánto bebió anoche en realidad? La botella de coñac estaba en el fregadero, vacía. Apoyó la mejilla contra la mesa y buscó recuerdos de la noche anterior. El bar, la música, las caras, todo se mezclaba. ¡Dios, ni siquiera recordaba cómo había llegado a casa! Christina estaba con ella, ¿no fue así? Salieron del bar juntas, ¿o no?

Gimió, se levantó, llenó una jarra de agua y se la llevó a la cama. De camino hacia el dormitorio cogió la alfombra del recibidor y la arrojó a la cesta de la ropa sucia, en el armario contiguo; estuvo a punto de vomitar de nuevo al sentir el olor.

El radio reloj junto a la cama marcaba las nueve menos cinco. Gimió. Cuanto mayor era, más temprano se despertaba, especialmente si había bebido. Tiempo atrás podía dormir la mona un día entero. Ya no. Ahora se despertaba temprano, se sentía como una perra apaleada y luego yacía sudorosa el resto del día. Se estiró penosamente para coger el agua y bebió directamente de la jarra. Apoyó las almohadas contra la cabecera de la cama y se acomodó. Entonces vio que la ropa de anoche estaba cuidadosamente doblada sobre la cómoda, junto a la ventana, y un estremecimiento le recorrió la columna vertebral. ¿Quién la había dejado tan bien doblada? Seguramente ella misma. Lo peor de beber era olvidarse de lo que había hecho; una iba de un lado a otro como una zombi y hacía gran cantidad de cosas normales sin tener ni idea de ello. Un escalofrío la estremeció y puso la radio local. Daba lo mismo escuchar las noticias que esperar a que el Panodil comenzara a hacer efecto.

La noticia principal de la mañana hizo que volviera a vomitar. Entonces supo que no descansaría más el resto del día.

Después de vomitar en el inodoro tiró de la cadena y cogió el teléfono para llamar a Christina.

Tidningarnas Telegrambyrå, TT, emitió la noticia de Annika a las nueve y treinta y cuatro minutos. El Kvällspressen fue, por lo tanto, el primero en divulgar la noticia de la víctima en el estadio olímpico. Los titulares del periódico decían:

UN MUERTO EN LA EXPLOSIÓN DEL ESTADIO OLÍMPICO

y

UN DINAMITERO, BUSCADO POR ASESINATO.

Lo último era un matiz, pero Jansson sostuvo que serviría. En las páginas centrales dominaba la foto que tomó Henriksson desde el pebetero olímpico -un momento sugestivo-: el círculo iluminado del agujero de la bomba, los hombres inclinados, el baile de los copos de nieve. Ni sangre, ni cadáver, sólo la indicación de lo que hacían. Ya la habían vendido a Reuters.

La edición de Rapport de las diez de la mañana citaba la información del Kvällspressen mientras Eko pretendía que la cosa era suya.

Mientras se imprimía la última edición, los reporteros de sucesos y los jefes de redacción se reunieron en el despacho de Annika. Las cajas con sus cuadernos y viejos recortes de artículos todavía estaban apiladas en una esquina. El sofá era heredado, pero el escritorio era nuevo. Desde hacía dos meses Annika era la jefa de sucesos, y ocupaba el despacho desde entonces.

– Por supuesto, hay una serie de cosas que debemos repartirnos y analizar -dijo y apoyó los pies sobre la mesa.

El cansancio la había alcanzado como un ladrillo en la nuca cuando el periódico comenzó a imprimirse y ella se relajó. Ahora se echaba hacia atrás y se estiraba para coger una taza de café.

– Primero: ¿quién es el muerto de la gradería? La noticia principal de mañana, aunque puede haber varias. Segundo: la investigación policial. Tercero: los Juegos Olímpicos. Cuarto: ¿cómo pudo ocurrir? Quinto: el taxista, nadie ha hablado todavía con él. Quizá haya visto u oído algo.

Miró a las personas que estaban en la habitación, leyó en sus mentes las reacciones ante lo que había dicho. Jansson dormitaba, pronto se iría a casa. Ingvar Johansson, el jefe de redacción, la miraba inexpresivo. El reportero Nils Langeby, de cincuenta y tres años, el más viejo de los reporteros de sucesos, no podía ocultar su animadversión, como de costumbre. El reportero Patrik Nilsson escuchaba atento, por no decir entusiasmado. La reportera Berit Hamrin estaba relajada. La única persona ausente del equipo de la redacción era la ambivalente documentalista y secretaria Eva-Britt Qvist.