Eso era todo. No era de extrañar que Schyman hubiera detenido el artículo.
Annika continuó leyendo y tuvo una desagradable corazonada, ¿cómo diablos había conseguido Nils Langeby el número de teléfono secreto de Helena Starke? ¿Habría llegado a hablar con ella?
Buscó la guía de teléfonos electrónica de la redacción y descubrió que había cometido un error al introducir el número secreto en el ordenador. Había escrito el número de teléfono de Helena Starke en el archivo general y no en el suyo privado. Sin dudarlo levantó el auricular y marcó el número de Helena para pedir disculpas por el comportamiento de Nils Langeby. Se encontró con la voz automática de Telia: «El número del abonado está cancelado a petición propia. No hay otro número». Helena Starke había abandonado el país.
Annika suspiró y estudió lo que se había publicado. Habían elegido un titular distinto al del Dinamitero: un famoso hablaba sobre su enfermedad incurable. Era un presentador de deportes de televisión; padecía intolerancia al gluten, alergia a la harina, y contaba cómo había cambiado su vida después del diagnóstico, hacía un año. Era un titular perfectamente okey para un día como éste, el día antes. Anne Snapphane se abalanzaría sobre él. La fotografía de Christina Furhage y Stefan Bjurling de Herman Ösel era horrible, pero servía. Las dos víctimas estaban sentadas juntas en un oscuro local; el flash hacía que los ojos de Christina estuvieran rojos y sus dientes relucientes. Stefan Bjurling tenía una especie de mueca en la cara. La foto era algo borrosa y estaba en las páginas seis y siete con el artículo policial de Patrik debajo. El pie de foto era: «Ahora ambos están muertos». El artículo de Patrik sobre los explosivos estaba en la página ocho. La próxima vez que viera al reportero lo felicitaría de verdad.
Annika hojeó el Konkurrenten, que había elegido un titular de consejo económico: «Declara Ahora. Ahórrate Mil coronas». Ese titular siempre se podía sacar a finales de diciembre, pues solía crearse una nueva ley de impuestos o una deducción que cambiaba a fin de año. Annika no tuvo fuerzas para leer la sugerencia. Nunca iba dirigida a ella o a sus iguales, que ni ahorraban en fondos, ni poseían pisos ni conducían coches de empresa. Ella sabía que ese tipo de titulares vendían, pero pensaba que había que tener cuidado con ellos.
Buscó el disquete en el que la amante de Christina Furhage hablaba de sus últimas horas y lo guardó en el cajón con el resto de su material sensible. Llamó a su fuente pero estaba en casa, durmiendo. En un ataque de impaciencia salió a la redacción, constató que Berit no había llegado, pidió a los del departamento de fotografía que llamaran a Herman Ösel para pagarle, cogió café y saludó a Eva-Britt Qvist.
– ¿De qué iba la pelea de ayer? -preguntó la secretaria de redacción e intentó ocultar su satisfacción.
– ¿Pelea? -contestó Annika y simuló pensar-. ¿A qué te refieres?
– Sí, en la redacción. Tú y Spiken.
– Ah, ¿te refieres a la locura de Spiken sobre el cuento de que Christina Furhage era lesbiana? Sí, no sé lo que pasó, pero Anders Schyman debió detenerlo. ¡Pobre Spiken, menudo chasco! -Tras decir esto se fue y cerró la puerta. No pudo impedir sentirse malvada.
Bebió el café y comenzó a preparar las tareas del día. Quizá hoy la policía detuviese al Dinamitero, pero seguramente no lo pregonarían por la radio. Así que tendría que confiar en sus fuentes e informantes. Tenía que hablar con Berit e Ingvar Johansson sobre ello. Quería completar la imagen del pasado de Christina; para ello procuraría localizar a su hijo Olof.
Sacó su bloc de notas y entró en Internet. Cuando tenía tiempo, evitaba llamar a información telefónica y hacía sus propias investigaciones a través de Telia en la red. Se tardaba más, pero era más barato y seguro. A veces en información telefónica no encontraban los datos más fáciles. Hizo una búsqueda nacional de Olof Furhage. El ordenador buscaba y descartaba, pero el acierto fue total. Sólo había uno en Suecia, y vivía en Tungelsta, al sur de Estocolmo.
– ¡Bingo! -exclamó Annika
En Tungelsta Christina Furhage había abandonado a su hijo de cinco años hacía casi cuarenta años, y ahora había un hombre con el mismo nombre que vivía allí. Pensó en llamar primero, pero decidió ir. Necesitaba salir de la redacción.
En ese mismo momento llamaron a la puerta. Era el director; sujetaba una gran botella de agua y tenía un aspecto espantoso.
– ¿Qué pasa? -preguntó Annika preocupada.
– Migraña -contestó Anders Schyman escueto-. Bebí bastante vino tinto con el filete de ciervo anoche, así que me está bien empleado. ¿Cómo estás tú?
Entró y cerró la puerta.
– Bien, gracias. Me imagino que fuiste tú quien detuvo el titular de la aventura lesbiana de Christina.
– No fue especialmente difícil, el artículo en que se basaba no era bueno.
– ¿Te explicó Spiken por qué decidió sacarlo en titulares? -preguntó Annika.
El director se sentó sobre la mesa.
– No había leído el artículo, sólo había oído el relato de Nils Langeby. La cosa estuvo clara cuando fuimos a ver a Langeby y le exigimos ver el texto. No había datos, y aunque los hubiera habido no lo habríamos publicado. Otra cosa sería que la misma Christina hubiera comentado en público su amor, pero escribir sobre las cosas más íntimas de una persona muerta es la peor violación de la vida privada que se puede cometer. Spiken lo comprendió cuando se lo expliqué.
Annika bajó la cabeza y constató que su intuición era correcta.
– Es cierto -dijo ella.
– ¿Qué?
– Tenían una relación, pero nadie lo sabía. Helena Starke está destrozada. Se ha marchado a Estados Unidos.
– ¡Vaya! -exclamó el director-. ¿Qué más sabes que no se pueda publicar?
– Christina aborrecía a sus hijos y asustaba a sus colaboradores. Stefan Bjurling bebía y maltrataba a su mujer.
– ¡Vaya grupo! ¿Qué haces hoy? -preguntó el director.
– Voy a ir a ver a un tipo, luego tengo que comprobar una cosa con mi fuente. Saben quién es el Dinamitero.
Anders Schyman arqueó las cejas.
– ¿Lo podremos leer mañana?
– Eso espero -contestó y sonrió.
– ¿Qué le parecen a tu marido nuestros planes de futuro?
– Todavía no he podido hablar con él.
El director se levantó y salió. Annika recogió el bloc, el bolígrafo y descubrió que la batería de su móvil estaba casi agotada. Para estar segura cogió otra recién cargada de reserva.
– Me voy a dar una vuelta -le dijo a Eva-Britt, a la que apenas se veía detrás de la pila de correo.
En recepción le dieron las llaves de un coche de la compañía sin distintivos y se encaminó al garaje. Ciertamente era un maravilloso día de invierno. Había una capa de unos diez decímetros de nieve que cubría la ciudad como si fuera una postal. «Qué divertido pasar unas Navidades blancas. Así los niños podrán montar en trineo en el Kronobergsparken», pensó.
Puso la radio del coche, buscó una de las cadenas comerciales y condujo por Essingeleden hacía el Ärstalänken. Se encontró con un viejo clásico de las Supreme: «You can't hurry love, no, you just have to wait, love don't come easy, it's a game of give and take…». Annika cantó con ellas tan alto como pudo mientras el coche zumbaba hacia Huddingevägen. Desde ahí tomó Orbyleden hacia Nynäsvägen, cantando canciones que conocía. Gritaba y reía. Todo era blanco, luminoso y pronto tendría vacaciones durante una semana y ¡sería directora del periódico! Bueno, quizá no, pero la formarían y estudiaría; además, la dirección confiaba en ella. Seguro que con el tiempo recibiría más palos, pero esas cosas había que aceptarlas, así era. Subió el volumen cuando Art y Paul comenzaron a cantar I am just a poor boy and my story seldom told.