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Tungelsta era una pequeña ciudad jardín a apenas treinta y cinco kilómetros de Estocolmo. Parecía un tranquilo oasis después del desierto de piedra que era el centro de Västerhaninge. El pueblo comenzó a construirse en 1910, y en la actualidad no se diferenciaba demasiado de otras zonas de casas de la época, con una diferencia: todos los jardines tenían invernadero o restos de invernadero. Algunos eran increíblemente bonitos y bien cuidados, otros eran esqueletos desvencijados.

Annika llegó antes del mediodía. Los ancianos quitaban la nieve y la saludaron cortésmente al pasar. Olof Furhage vivía en Alwägen. Annika tuvo que parar en la pizzeria para preguntar dónde se encontraba la calle. Un anciano que había sido cartero durante toda su vida en Tungelsta, le contó anécdotas, muy animado sobre el viejo vecindario. Sabía exactamente dónde vivía Olle Furhage.

– La casa azul con un gran invernadero.

Atravesó la vía del tren y vio a lo lejos que iba por buen camino. El invernadero estaba junto a la carretera y en lo alto, mirando hacia el bosque, estaba la vieja casa pintada de azul. Annika entró en el jardín, detuvo el coche frente a una placa de ABBA, se colgó el bolso del hombro y salió. Había dejado el móvil en el asiento del copiloto para oírlo si sonaba; vio que lo había dejado allí, pero no tuvo fuerzas para cogerlo. Se detuvo y observó la vivienda. Le recordó a un viejo chalé pareado; las ventanas y la fachada le permitieron deducir que había sido construida en los años treinta. El tejado era abuhardillado, con tejas convexas. Era una casita simpática y muy bien cuidada.

Se dirigía hacia el edificio cuando escuchó una voz a su espalda.

– ¿Puedo ayudarla en algo?

Era un hombre de unos cuarenta años con una corta melena castaña y ojos azul claro. Llevaba un jersey de punto y unos vaqueros llenos de barro.

– Sí, gracias. Busco a una persona llamada Olof Furhage -dijo Annika y alargó la mano para saludar.

El hombre sonrió y estrechó su mano.

– Ha dado con él, yo soy Olof Furhage.

Annika le devolvió la sonrisa. Esto podía ser muy difícil.

– Soy del periódico Kvällspressen. ¿Podría hacerle algunas preguntas personales?

El hombre rió.

– Vaya, ¿qué clase de preguntas?

– Busco a un Olof Furhage que es hijo de la directora general del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de Estocolmo, Christina Furhage. ¿Es usted, quizá?

El hombre miró al suelo unos instantes, luego alzó la mirada y se echó el pelo hacia atrás.

– Sí -respondió-. Soy yo.

Se quedaron en silencio unos segundos. El sol brillaba tanto que hacía daño a la vista. Annika notó que el frío traspasaba las delgadas suelas de sus zapatos.

– No quisiera ser inoportuna, pero he hablado con muchas personas que conocían a Christina Furhage durante estos últimos días. Pensé que sería importante hablar también con usted.

– ¿Por qué lo piensa? -preguntó el hombre expectante, pero sin ser incorrecto.

– Su madre era una persona muy conocida, y su muerte ha conmocionado a todo el mundo. Pero a pesar de ser una persona pública, nadie conocía su lado privado. Eso ha sido lo que nos ha empujado a hablar con sus allegados.

– ¿Por qué? Ella quería guardarlo. ¿No pueden respetarlo?

El hombre no era tonto, eso estaba claro.

– Por supuesto -contestó Annika-. Precisamente hago esto en atención a sus familiares y a su propio deseo. Ya que no sabemos nada de ella hay un gran riesgo de que cometamos errores de bulto cuando escribamos sobre ella, fallos que pueden herir a su familia. Desgraciadamente ya lo hemos hecho una vez. Ayer publicamos un largo artículo donde se describía a su madre como la mujer ideal. Eso exasperó a su hermana Lena. Ella me llamó ayer, nos vimos y hablamos durante un buen rato. Quiero estar segura de que no cometemos el mismo atropello con usted.

El hombre la miró pasmado.

– Menuda verborrea -dijo impresionado-. Puede impresionar al más pintado, ¿verdad?

Annika no sabía si debía sonreír o estar seria.

El hombre percibió su confusión y rió.

– Okey -indicó-. Hablaré con usted. ¿Quiere un café o tiene prisa?

– Ambas cosas -respondió Annika y también rió.

– Quizá le gustaría ver primero mi invernadero…

– Sí, encantada -respondió Annika y deseó que hiciera más calor allí dentro.

Afortunadamente el aire era templado, olía a tierra y humedad. El invernadero era como los de antes: grande, por lo menos de cincuenta metros de largo y diez de ancho. Como en el exterior hacía mucho frío, la tierra estaba cubierta con enormes plásticos verde oscuro. Había dos pasillos que corrían paralelos a lo largo de ambos lados.

– Cultivo tomates ecológicos -anunció Olof Furhage.

– ¿En diciembre? -preguntó Annika.

El hombre volvió a reír, tenía facilidad para hacerlo.

– No, ahora no. Arranqué las plantas en octubre; durante el invierno la tierra descansa. Cuando uno cultiva ecológicamente es muy importante mantener el lugar y la tierra limpios de bacterias y hongos. Los cultivadores modernos utilizan generalmente mantillo o turba, pero yo utilizo tierra. Venga y verá.

Se encaminó rápidamente por el pasillo y se detuvo al otro extremo. En el exterior había un gran aparato de chapa.

– Esta es una máquina de vapor -informó Olof Furhage-. Lo comprime a través de los tubos que entran por aquí, ¡mire qué gordos son! y luego van bajo la tierra, la calientan. Eso mata a los hongos. La he hecho funcionar un poco por la mañana, por eso hace calor aquí dentro.

Annika observó interesada. Había muchas cosas que no sabía.

– ¿Y cuándo habrá tomates? -preguntó cortésmente.

– No se debe comenzar demasiado pronto, porque entonces serían muy largos y delgados. Yo planto a finales de febrero, y en octubre las plantas tienen una altura de seis metros…

Annika miró a su alrededor.

– ¿Pero cómo lo hace? Aquí no hay seis metros hasta el techo.

Olof Furhage volvió a reír.

– Sí, ¿ve los cables que van por encima? Cuando las plantas han alcanzado esa altura, se doblan sobre ellos. A medio metro del suelo más o menos hay otro cable. Sirve para lo mismo: de manera que se dobla el tronco debajo de él y sigue creciendo hacia arriba.

– Qué astuto -dijo Annika.

– ¿Nos tomamos un café?

Salieron del invernadero y se dirigieron a la casa.

– Usted ha crecido aquí en Tungelsta, ¿verdad? -preguntó ella.

El hombre asintió y sujetó la puerta.

– Se puede quitar los zapatos. Sí, crecí en Kvarnvägen, allí lejos. ¡Hola pequeña! ¿Cómo estás?

Las últimas palabras las gritó dentro de la casa, y una vocecita de niña le respondió desde el piso de arriba.

– Bien papá, pero no me sale. ¿Me puedes ayudar?

– Sí, dentro de un rato. Tengo visita.

Olof Furhage se quitó sus pesadas botas.

– Ha tenido gripe y ha estado muy enferma. Le compré un nuevo juego de ordenador en CD-ROM para consolarla. Bienvenida, por aquí…

Desde el piso de arriba asomó una carita por la escalera.

– Hola -dijo la niña-. Me llamo Alice.

Tendría nueve o diez años.

– Yo me llamo Annika.

Alice desapareció hacia su juego de ordenador.

– Vive conmigo cada dos semanas. Su hermana Petra se ha instalado aquí definitivamente. Petra tiene catorce años -dijo Olof Furhage y vertió el agua en la cafetera.

– ¿Así que es divorciado? -preguntó Annika sentándose a la mesa de la cocina.

– Sí, ahora hará dos años. ¿Leche o azúcar?

– Las dos cosas, gracias.

Olof Furhage acabó de preparar el café, puso la mesa y se sentó frente a Annika. Era una cocina agradable, con suelo de madera, espejos en las paredes, mantel a cuadros rojos y blancos y una estrella de Adviento en la ventana. Tenía unas vistas maravillosas hacia el invernadero.