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– ¿Cuánto sabe? -preguntó el hombre.

Annika sacó el bloc y el bolígrafo del bolso.

– ¿Le importa que tome notas? Sé que su padre se llamaba Carl y que Christina le dejó con un matrimonio de Tungelsta cuando tenía cinco años. También sé que estableció contacto con Christina hace un par de años. Le tenía mucho miedo a usted.

Olof Furhage se rió de nuevo, pero ahora la risa era triste.

– Sí, pobre Christina, nunca comprendí por qué se asustó tanto -dijo-. Le escribí una carta justo después del divorcio, sobre todo porque me encontraba terriblemente mal. Le escribí para hacerle las preguntas que siempre quise hacer y nunca me había contestado. Por qué me había abandonado, si alguna vez me había querido, por qué nunca me había venido a ver, por qué Gustav y Elna no pudieron adoptarme… Nunca respondió.

– ¿Así que fue a verla?

El hombre suspiró.

– Sí, comencé a ir a Tyresö y a quedarme frente a su casa las semanas que las niñas estaban con su madre. Quería ver cómo era, dónde vivía, cómo vivía. Se había hecho famosa; al ser directora general del Comité Organizador estaba cada semana en los periódicos.

La cafetera comenzó a hervir; Olof Furhage se levantó y la colocó sobre la mesa.

– Vamos a dejar que pose un rato -anunció y fue a buscar un plato con bizcocho-. Una noche ella regresó sola a casa, recuerdo que era primavera. Se encaminaba a la puerta principal, yo me bajé del coche y me dirigí hacia ella. Cuando le dije quién era pareció que se iba a desmayar. Me miró fijamente como si yo fuera un fantasma. Le pregunté por qué no había contestado a mi carta, pero ella no respondió. Cuando empecé a repetirle todas las preguntas que le había hecho en la carta se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta, aún sin decir ni una palabra. Enloquecí y comencé a gritarle. «¡Vieja de mierda! -grité-, me podrías dedicar un minuto de tu tiempo!», o algo así. Comenzó a correr y tropezó con la escalera de la puerta; yo corrí hacia ella y la sujeté, le di la vuelta y grité «¡mírame!» o algo por el estilo.

El hombre bajó la cabeza como si el recuerdo le causara dolor.

– ¿Ella no dijo nada? -preguntó Annika.

– Sí, una palabra: «¡Desaparece!». Luego entró, cerró la puerta y llamó a la policía. Me detuvieron, aquí en la cocina, aquella misma noche.

Sirvió el café y él cogió un terrón de azúcar.

– ¿No ha tenido contacto con ella?

– Desde que me dejó con Gustav y Elna no. Recuerdo perfectamente la noche que llegué allí. Fuimos en taxi, mamá y yo, me pareció un viaje interminable. Yo estaba contento, mamá lo había pintado todo como una aventura, una divertida excursión.

– ¿Quería a su madre? -preguntó Annika.

– Sí, claro. La quería. Era mi madre, me había leído cuentos y me había cantado canciones, me abrazaba con frecuencia y cada noche me leía las oraciones nocturnas en la cama. Era bonita y resplandeciente como un ángel.

Se quedó en silencio y miró la mesa.

– Cuando llegamos a casa de Gustav y Elna nos dieron de comer, salchichas con puré de nabos. Todavía me acuerdo. No me gustó, pero mamá dijo que tenía que comérmelo. Luego me llevó al recibidor y me dijo que tenía que quedarme con Gustav y Elna, pues mamá se iba de viaje. Gustav me abrazaba mientras mamá recogía sus cosas y salía corriendo. Creo que lloraba, pero puedo estar equivocado.

Bebió un poco de café.

– Pasé toda la noche temblando en la cama, chillé y lloré todo lo que pude. Pero al pasar los días mejoré. Elna y Gustav tenían más de cincuenta años y no habían tenido hijos. Se puede decir que me malcriaron. Llegaron a quererme más que a nada en el mundo, no pude tener mejores padres. Ahora ya han muerto.

– ¿No volvió a encontrarse con su madre?

– Sí, una vez, cuando tenía trece años. Gustav y Elna le habían escrito, pues querían adoptarme. Yo también adjunté una carta con un dibujo, creo recordar. Entonces vino aquí una noche y dijo que la dejáramos en paz. La reconocí al instante, a pesar de no haberla visto desde que era niño. Dijo que ni hablar de adopción y que en el futuro no quería recibir ni cartas ni dibujos.

Annika se quedó atónita.

– ¡Dios mio!

– Yo me quedé destrozado, por supuesto; ¿qué niño no se sentiría así? Al poco de estar aquí se volvió a casar; quizá por eso se sentía tan presionada.

– ¿Por qué no quería que le adoptaran?

– He pensado en ello -respondió Olof Furhage-. La única razón sería que yo iba a heredar muchísimo dinero. Carl Furhage no tenía otros hijos, y desde que había muerto su tercera mujer era un hombre riquísimo, ¿sabía eso? Sí, entonces también sabrá que creó un gran premio con la mayor parte de su fortuna. A mí me dieron mi parte legal. Y mamá tendría que administrarla. Y lo hizo en su provecho. Apenas quedaba algo cuando llegué a la mayoría de edad.

Annika no podía creer lo que oía.

– ¿Es verdad eso? -preguntó.

Olof Furhage exhaló un suspiro.

– Sí, desgraciadamente. Tuve el dinero justo para comprar esta casa y un coche. El dinero me vino muy bien; estaba estudiando y había conocido a Karin. Nos trasladamos aquí y comenzamos a repararla, no era habitable cuando nos venimos a vivir. Al divorciarnos Karin dejó que me quedara con la casa; se puede decir que nos separamos de buenas maneras.

– ¡Tenía que haber denunciado a su madre! -exclamó Annika consternada-. ¡Le robó!

– Si quiere que le diga la verdad, no me importó -contestó Olof sonriendo-. No quería saber nada de ella. Pero cuando mi matrimonio fracasó, mi infancia volvió a resurgir y busqué la culpa de mi fracaso en el pasado. Por eso tomé contacto con mamá de nuevo. Pero como le he dicho, no sirvió para nada.

– ¿Cómo pudo sobrevivir?

– Agarré al toro por los cuernos y empecé a hacer terapia. Quería romper la tradición de malos padres en nuestra familia.

En ese momento entró Alice en la cocina. Llevaba un pijama rosa, bata y sujetaba una Barbie en su regazo. Miró a Annika rápida y tímidamente y se subió a las rodillas de su padre.

– ¿Cómo estás? -preguntó Olof Furhage y besó a la niña en el pelo-. ¿Has tosido mucho hoy?

La niña sacudió la cabeza y metió la cara en el jersey de punto de su padre.

– Ya estás mejor, ¿verdad?

La niña cogió un terrón de azúcar y salió corriendo hacia el salón. Al momento se oyó el tema de La pantera rosa a través de la puerta abierta.

– Es una alegría que pueda quedarse en Nochebuena -dijo Olof y cogió un pedazo de bizcocho-. Petra lo ha hecho, está muy bueno, ¡pruebe!

Annika tomó un trozo. Estaba realmente bueno.

– Alice vino el viernes del colegio y se puso enferma por la noche. Llamé al médico de guardia a medianoche, tenía más de cuarenta grados de fiebre. Me quedé sentado, con la niña sudando en mis brazos, hasta que el médico llegó, a las tres y diez. Así que cuando la policía llegó el sábado por la tarde, mi coartada era perfecta.

Annika asintió. Esa conclusión ya la había sacado ella. Permanecieron sentados en silencio un rato escuchando las andanzas de la Pantera.

– Bueno, ahora tengo que irme -anunció Annika-. Muchísimas gracias por dedicarme un rato.

Olof Furhage sonrió.

– No tiene importancia. Los cultivadores de tomates no tenemos mucho que hacer durante el invierno.

– ¿Vive del cultivo de tomates?

El hombre rió.

– No. Apenas consigo no perder dinero. Es prácticamente imposible hacer negocios con plantas de invernadero. Hasta los que cultivan tomates más al sur con subvenciones y mano de obra barata, apenas cubren gastos. Hago esto porque me gusta; lo único que me cuesta es dedicación y trabajo, y lo hago por la naturaleza.

– ¿De qué vive?

– Investigo en KTH, técnica de residuos.

– Compost y eso.