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Él sonrió.

– Entre otras cosas -dijo.

– ¿Cuándo será catedrático?

– Seguramente nunca. Una de las dos cátedras que hay acaba de otorgarse, la otra está en la escuela técnica de Luleå y no quiero trasladarme, por las niñas. Además, al final quizá se arregle todo entre Karin y yo. Ahora Petra está con ella, vamos a pasar todos juntos las Navidades.

Annika sonrió, y la sonrisa le salió de lo más hondo de su ser.

Anders Schyman estaba sentado, acodado sobre la mesa del despacho y apoyaba su cabeza entre las manos. Era increíble lo que le dolía. Tenía migraña un par de veces al año, y siempre acontecía cuando comenzaba a relajarse después de haber estado bajo mucha tensión. El día anterior, además, había cometido el error de beber vino tinto. A veces podía, pero no antes de unos días libres. Ahora se sentía mal, no sólo a causa del dolor de cabeza, sino también por lo que se le venía encima. Estaba a punto de hacer algo que no había hecho nunca antes, y no era una experiencia agradable. Había estado hablando por teléfono toda la mañana, primero con el director general y luego con el abogado del periódico. El dolor de cabeza había aumentado a lo largo de las conversaciones. Resopló y puso las manos entre los papeles de la mesa. Tenía el blanco de los ojos completamente rojo y el pelo revuelto. Se quedó mirando al vacío. Al cabo de un rato alargó el brazo hacia las pastillas y el vaso de agua y tomó otro Diltagesic. Ahora ya no podría ir en coche a casa.

Llamaron a la puerta y Nils Langeby asomó la cabeza.

– ¿Querías verme? -preguntó esperanzado.

– Sí, pasa -respondió Anders Schyman y le costó levantarse.

Dio la vuelta a la mesa e indicó al reportero que podía sentarse en el sofá. Nils Langeby se sentó en medio del sofá más grande y se despatarró. Parecía nervioso y preocupado por ocultarlo. Miraba extrañado a la mesa baja frente a él, como si esperara una taza de café y un bollo. Anders Schyman se sentó en el sillón frente a él.

– Quería hablar contigo, Nils, pues tengo que hacerte una oferta…

El reportero se iluminó, una luz se encendió en sus ojos. Creía que iba a ser ascendido, que recibiría algún tipo de reconocimiento. El director lo notó y se sintió como un cerdo.

– Bueno… -dijo Nils Langeby después de que el jefe permaneciera un rato en silencio.

– Me pregunto qué te parecería continuar trabajando en el periódico como freelance…

Ya lo había dicho. Sonó como una pregunta perfectamente normal, pronunciada con un tono de voz normal. El director se esforzó por parecer tranquilo y sosegado.

Nils Langeby no entendió nada.

– ¿Freelance? Pero… ¿por qué? ¡Yo soy fijo!

El director se levantó y fue a buscar un vaso de agua al escritorio.

– Sí, ya sé que eres fijo, Nils. Llevas trabajando aquí muchos años, y puedes continuar diez o doce años más, hasta que te jubiles. Lo que te ofrezco es que trabajes de una forma mucho más libre durante los últimos años de tu vida laboral.

Nils Langeby le miraba desconcertado.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó. La mandíbula le colgaba y hacía de su boca un agujero negro.

Schyman resopló y se sentó de nuevo en el sillón con el vaso en la mano.

El reportero se quedó con la boca abierta y parpadeó un par de veces.

– ¡Mierda! -exclamó-. ¿Qué coño es esto?

– Justamente lo que te digo -respondió el director cansado-. Una oferta de una nueva forma de contrato laboral. ¿No has pensado nunca en cambiar?

Nils Langeby cerró la boca y cruzó las piernas. Mientras asimilaba la inaudita situación que caía sobre su cerebro, su mirada vagó por el edificio de oficinas de enfrente, apretó los dientes y tragó.

– Podríamos ayudarte a buscar una oficina. Te garantizamos un sueldo de cinco días de contrato freelance al mes; eso son 12.500 coronas, más seguridad social y vacaciones durante cinco años. Seguirás teniendo tus áreas de investigación, criminalidad en las escuelas y…

– ¡Es esa puta! ¿Verdad? -exclamó Nils Langeby excitado.

– ¿Perdona? -contestó Anders Schyman y perdió algo de su compostura.

Langeby apartó la mirada del director, y Schyman casi se cayó hacia atrás al ver todo el odio que allí había acumulado.

– ¡Ese coño! ¡Esa puta! ¡Esa arpía! Es ella quien está detrás de todo esto, ¿verdad?

– ¿De qué hablas? -dijo Schyman notando que alzaba la voz.

El reportero apretó los puños y respiró agitadamente por la nariz.

– ¡Diablos, diablos, diablos! -clamó-. ¡Ese coño de mierda me echa!

– No he hablado de despido -comenzó Schyman.

– ¡Una mierda! -bramó Langeby y se levantó con tanto ímpetu, que su gran barriga se balanceó. Tenía el rostro completamente rojo y apretaba los puños.

– Siéntate -dijo Schyman fríamente y en voz baja-. No hagas esto más desagradable de lo que es.

– ¿Desagradable? -voceó Langeby y Schyman también se levantó. El director dio dos pasos hacia Langeby y se quedó a veinte centímetros de su rostro.

– Siéntate, hombre, deja que termine -replicó.

Langeby no hizo caso, sino que fue hasta la ventana y miró a través de ella. Estaba despejado y hacía frío; el sol brillaba sobre la embajada rusa.

– ¿A quién te refieres al utilizar expresiones sexuales malsonantes? -preguntó Schyman-. ¿Es a tu jefa directa, Annika Bengtzon?

Langeby emitió una carcajada corta y triste.

– Mi jefa directa, Dios mío, sí. Me refiero a ella. El coño más incompetente que he conocido. ¡No entiende nada! ¡No sabe nada! Se está volviendo insoportable con toda la redacción. ¡Eva-Britt Qvist piensa lo mismo! Le chilla y le grita a las personas. Ninguno de nosotros entiende por qué le han dado ese puesto. No tiene ni aplomo, ni autoridad, ni ninguna experiencia como maquetista.

– ¿Experiencia como maquetista? -dijo Anders Schyman-. ¿Eso qué tiene que ver?

– Todos saben qué pasó con ese hombre que murió, lo debes saber. Ella nunca habla de ello, pero todos lo saben.

El director respiró con los orificios nasales bien abiertos.

– Si te refieres al incidente ocurrido antes de que Annika Bengtzon fuera contratada, el tribunal dictaminó que había sido un accidente. Es una mezquindad sacar eso -respondió fríamente.

Nils Langeby no contestó sino que se balanceó sobre los talones y luchó por contener las lágrimas. Schyman decidió golpear y atacar.

– Me parece sorprendente que te expreses de esta manera sobre tu jefa -prosiguió-. El hecho es que exabruptos como los que acabas de pronunciar pueden acabar en una amonestación por escrito.

Nils Langeby no reaccionó, sino que continuó balanceándose junto a la ventana.

– Deberíamos poder discutir sobre tu trabajo en el periódico, Nils. El supuesto artículo de ayer era una auténtica catástrofe. No sería razón para darte un aviso, pero últimamente has demostrado varias veces una falta total de juicio. Otro ejemplo: tu artículo del domingo sobre que la primera bomba fuera una acción terrorista. No has podido señalar una sola fuente.

– No tengo por qué revelar mis fuentes -replicó Langeby sofocado.

– Sí a mí, joder, yo soy el responsable de este periódico. Si tú estás equivocado el responsable soy yo, ¿todavía no sabes eso después de todos estos años?

Langeby continuó balanceándose.

– Todavía no he hablado con el sindicato -dijo Schyman-, quería hablar primero contigo. Podemos hacer esto de la manera que quieras, con o sin el sindicato, con o sin conflictos. Tú decides.

El reportero se encogió ostentosamente de hombros pero no respondió nada.

– Puedes continuar ahí de pie o puedes sentarte y dejar que te explique lo que he pensado.

Langeby dejó de balancearse, dudó un segundo pero luego se dio la vuelta lentamente. Schyman observó que había llorado. Los dos hombres se volvieron a sentar de nuevo en los sofás.