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La explosión tuvo lugar cuando Tore Brand estaba en la recepción de correo de empresas para recoger el correo especial. Uno de los trabajadores de la sección de valores resbaló y el envío se le cayó. La caída fue de menos de medio metro y el paquete acabó en la misma cesta donde había estado durante la noche, pero fue suficiente para que el mecanismo se activara. Cuatro personas resultaron heridas, una de ellas muy grave. El hombre que había estado más cerca, al que se le había caído el paquete, tenía un pronóstico incierto.

Anders Schyman resopló. Llamaron a la puerta y un policía entró sin esperar autorización.

– Tampoco conseguimos localizar a Thomas Samuelsson -anunció el policía-. Una patrulla ha estado en su despacho, en el sindicato, y no estaba ahí. Creían que había ido a ver a un político local de la comisión. Le hemos llamado a su móvil, pero no recibimos contestación.

– ¿Han encontrado a Annika o al coche? -preguntó Anders Schyman.

El policía negó con la cabeza.

El director se dio la vuelta y miró de nuevo a la embajada.

«¡Dios mío! -rogó-, que no esté muerta.»

De repente recuperó la vista. La luz se encendió con un clic y los destellos de los tubos fluorescentes, Annika se quedó deslumbrada durante un momento. Resonaron unos tacones al acercarse por el pasadizo, Annika se encogió como una pelotita y cerró los ojos con fuerza. Los pasos se aproximaron y se detuvieron junto a su oreja.

– ¿Estás despierta? -preguntó una voz encima de ella.

Annika abrió los ojos y parpadeó. Vio el suelo de linóleo amarillo y las puntas de un par de botas de Pertti Palmroth.

– Bien. Tenemos trabajo que hacer.

Alguien tiró de ella y la situó con la espalda contra la pared de hormigón, las piernas pegadas al cuerpo y las rodillas dobladas hacia un lado. Se encontraba terriblemente incómoda.

Beata Ekesjö se inclinó sobre ella y husmeó.

– ¿Te has cagado? ¡Qué asco!

Annika no reaccionó. Miraba fijamente la pared de hormigón y respiraba trabajosamente.

– Ahora te vamos a preparar -anunció Beata y cogió a Annika por debajo de los brazos.

Por medio de tirones y ayudas obligó a Annika a sentarse con la cabeza entre las rodillas.

– Esto salió bien la vez anterior -dijo Beata-. Da gusto acostumbrarse a algo, ¿no crees?

Annika no oía lo que decía la otra mujer. El terror la cubría con una espesa capa que bloqueaba toda su actividad cerebral. Ni siquiera sintió el hedor de sus propios genitales. Sollozaba en silencio mientras Beata hacía algo a su lado. La otra mujer tarareaba una vieja canción de moda. También Annika intentó hacerlo pero no pudo.

– No intentes hablar todavía -observó Beata-. La soga te aplastó las cuerdas vocales. Ahora verás.

Beata se puso de pie frente a Annika. Tenía un rollo de cinta adhesiva en una mano y en la otra un envase morado.

– Esto es Minex, veinte cartuchos de 22 por 200 milímetros, de 100 gramos cada uno. Dos kilos. Es suficiente, lo comprobé con Stefan. Lo partió en dos.

Annika no comprendía lo que la mujer decía. Intuyó lo que estaba ocurriendo, se inclinó hacia adelante y vomitó. Vomitó hasta que su cuerpo se estremeció y brotó la bilis.

– ¡Qué guarra eres! -exclamó Beata disgustada-. En realidad deberías limpiarlo.

Annika jadeaba y sintió que babeaba bilis por la boca. «Voy a morir», pensó. Mira que acabar así. Esto no pasaba nunca en las películas.

– ¿Qué coño esperabas? -gruñó.

– ¡Vaya, te ha vuelto el habla! -contestó Beata alegre-. ¡Qué bien, pues tengo algunas preguntas que hacerte!

– ¡Que te den por culo, jodida idiota! -profirió Annika-. No pienso hablar contigo.

Beata no respondió, sino que se inclinó y le pegó algo a Annika en la espalda, debajo de las costillas. Annika pensó, respiró, sintió el olor a humedad y a explosivo.

– ¿Dinamita? -preguntó.

– Sí. La sujeto con cinta adhesiva.

Beata pasó la cinta alrededor del cuerpo de Annika ciñéndola un par de veces. Annika comprendió que era una buena oportunidad para escaparse, pero no sabía cómo hacerlo. Las manos todavía estaban atadas a la espalda y los pies al tubo de metal de la pared.

– Muy bien, ahora ya está listo -anunció Beata y se levantó-. El explosivo en sí es muy seguro, pero el detonador puede ser inestable, así que hemos de tener un poco de cuidado. Ahora cojo el cable, ¿lo ves? Este es el que utilizo para activar la carga. Lo traigo hasta aquí y ¿ves esto? Una pila de linterna. Es suficiente para activar el detonador. Fantástico, ¿verdad?

Annika vio el delgado cable amarillo y verde que serpenteaba hasta la mesita de camping. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de explosivos, no podía saber si Beata mentía o decía la verdad. En el asesinato de Christina había utilizado una batería de coche. ¿Por qué, si era suficiente con una pila de linterna?

– Pienso que es una pena que tengas que acabar así -informó Beata-. Si hubieras estado en tu trabajo ayer por la tarde nos hubiéramos ahorrado esto. Hubiera sido mejor para todos. La consumación debe ocurrir en el lugar adecuado, en tu caso la redacción del Kvällspressen. Pero en cambio tuvo que explotar en Correos, y creo que eso ha sido una verdadera pena.

Annika miró fijamente a la mujer; estaba realmente loca como una cabra.

– ¿Qué quieres decir? ¿Ha habido otra explosión?

El Dinamitero suspiró.

– Sí, no estás aquí por simple diversión. Vamos a hacer lo siguiente: te voy a dejar un rato. Yo en tu lugar descansaría un poco. Pero no te tumbes boca arriba, y no intentes arrancar la cadena de la pared. Los movimientos bruscos pueden activar la carga.

– ¿Por qué? -preguntó Annika.

Beata la contempló con total indiferencia durante algunos segundos.

– Nos vemos dentro de un par de horas -anunció y su taconeo comenzó a alejarse hacia la zona de entrenamiento.

Annika oyó que los pasos desaparecían detrás de la esquina y la luz se apagó de nuevo. Se dio la vuelta con cuidado, alejándose de la vomitona, y se tumbó muy lentamente del lado izquierdo. Estaba sentada con la espalda contra la pared y miraba fijamente la oscuridad; apenas se atrevía a respirar. Había explotado otra bomba, ¿había muerto alguien?, ¿la bomba iba dirigida a ella? ¿Cómo diablos podría salir de ésta?

Beata le había dicho que había mucha gente trabajando en el estadio. Debía ser al otro lado del pasadizo. Si chillaba suficientemente alto, quizá pudiera oírla alguien.

– ¡Socorro! -gritó Annika tan alto como pudo, pero las cuerdas vocales todavía estaban doloridas. Esperó unos cuantos segundos y volvió a chillar. Comprendió que nadie la oiría.

Recostó la cabeza y sintió que el pánico se apoderaba de ella. Creyó oír ruido de animales corriendo a su alrededor, pero comprendió que eran las cadenas de sus pies las que chasqueaban. Si Beata hubiera dejado la luz encendida habría podido intentar quitárselas.

– ¡Socorro! -gritó de nuevo, sin ningún resultado.

«No te asustes, no te asustes, no te asustes…»

– ¡Socorro!

Respiraba rápido y con fuerza. «No respires demasiado rápido, si no te darán calambres, tranquila, contén la respiración, uno, dos, tres, cuatro, respira, contén la respiración, uno, dos, tres, cuatro, muy bien, tranquila, esto lo arreglas tú, todo se puede solucionar…»

De repente comenzó a sonar la sinfonía número 40 de Mozart, el primer movimiento, en algún lugar de la oscuridad. Annika detuvo la hiperventilación de pura sorpresa. ¡Su móvil! ¡Funcionaba aquí abajo! ¡Dios bendiga a Comviq! Se puso en cuclillas. La música sonaba amortiguada y venía de la derecha. El movimiento continuó, tono a tono. Ella era la única en toda la ciudad que tenía esta señal, tipo 18 del Nokia 3110. Comenzó a gatear con cuidado hacia el sonido, al mismo tiempo que el movimiento musical comenzaba de nuevo. Entonces supo que el tiempo se le terminaba. Pronto el contestador respondería a la llamada. Además, la cadena alrededor de los pies no daba más de sí. No alcanzaba el bolso.