El teléfono enmudeció, Annika respiró sonoramente en la oscuridad. Se quedó pensando un rato de rodillas sobre el suelo de linóleo amarillo. Comenzó a moverse con cuidado de vuelta al colchón. Estaba más caliente y más mullido.
– Esto se arreglará -se dijo a sí misma en voz alta-. Mientras la loca no esté aquí no hay problema. Algo incómoda quizá, pero si me muevo con cuidado no hay peligro. Esto saldrá bien.
Se tumbó y cantó en voz baja, como un conjuro, el viejo hit de Gloria First I was afraid, I was petrified…
Luego lloró en silencio, en la oscuridad.
Thomas salía de la estación Central a grandes zancadas cuando sonó el móvil. Consiguió sacar el teléfono del bolsillo interior antes de que el contestador tomara la llamada.
– Les habíamos dicho que hoy cerrábamos a las cinco -dijo uno de los profesores de la guardería de los niños-. ¿Va a tardar mucho?
El tráfico zumbaba tanto que Thomas apenas oía sus propios pensamientos, entró en la puerta de una peletería y preguntó qué pasaba.
– ¿Está en camino, o qué? -contestó el hombre al teléfono.
La rabia golpeó a Thomas en el diafragma con tal fuerza que se sorprendió. ¡Joder con Annika! La había dejado dormir por la mañana, se había llevado a los niños y regresaba a casa a tiempo a pesar de la filtración sobre el plan de austeridad en la política regional, y ella ni siquiera era capaz de recoger puntualmente a sus hijos de la guardería.
– Perdone el retraso. Estoy allí en cinco minutos -respondió y colgó.
Se dirigió con pasos furiosos hacia el Kungsbron. Dobló en el Burger King, estuvo a punto de chocar con un cochecito cargado de regalos de Navidad y pasó rápidamente por delante del teatro Oscar. Había un grupo de negros a la puerta de Fasching; Thomas tuvo que bajarse de la acera para poder pasar.
Esto es lo que le pasaba por ser tan comprensivo e igualitario. Sus hijos se quedaban en la institución municipal el día antes de Navidad porque su mujer, que tenía que ir a recogerlos, había decidido que el trabajo fuera más importante que la familia.
Habían tenido esa discusión antes. Podía oír su voz a través del zumbido de la ciudad.
– Mi trabajo es importante -solía decir.
– ¿Más importante que los niños? -le había chillado una vez. Entonces ella se había puesto pálida y había respondido: «Claro que no», pero él apenas la creyó. Habían tenido un par de peleas absurdas sobre esto, en especial una vez que fueron invitados por sus padres a pasar el midsommar en la casa de verano del archipiélago. Entonces tuvo lugar un asesinato en alguna parte y ella inmediatamente cambió todos los planes y se marchó.
– No lo hago sólo porque me guste -dijo-. Es realmente divertido trabajar, pero, al aceptar este trabajo, he conseguido una semana más de vacaciones.
– Nunca piensas en los niños -gritó él y entonces ella se volvió fría y displicente.
– ¡Eres muy injusto! -respondió Annika-. Ahora tendré una semana de vacaciones para estar con ellos. No me van a echar de menos en absoluto; ahí en la isla habrá mucha gente. Estarás tú, el abuelo, la abuela y todos los primos…
– Eres una egoísta -dijo él.
Ella había respondido con total tranquilidad:
– No. Ahora eres tú el egoísta. Quieres que yo esté ahí para mostrarle a tus padres la familia tan bonita que tienes y que yo no trabajo siempre; sí, sé que tu madre piensa eso. Y cree que los niños pasan mucho tiempo en la guardería, no digas que no. La he oído yo misma.
– Para ti el trabajo siempre está antes que la familia -había espetado él sólo para herir.
Ella le había mirado fijamente, disgustada, y a continuación había dicho:
– ¿Quién estuvo de baja dos años para cuidar de los niños? ¿Quién suele quedarse cuando están enfermos? ¿Quién los deja en la guardería cada día, y suele ir a recogerlos?
Ella se había acercado a él.
– Sí, Thomas, tienes toda la razón. Esta vez voy a dejar que el trabajo vaya antes que la familia. Por una vez voy a hacerlo y tú vas a tener que aceptarlo.
Se dio la vuelta y salió por la puerta sin ni llevarse siquiera el cepillo de dientes.
El fin de semana del midsommar fue un desastre para él, para los niños no. No echaron de menos a Annika ni un segundo, justo lo que ella había predicho. En cambio se pusieron contentísimos cuando, al regresar a casa, mamá estaba esperándolos con bollos y regalos. Ahora él le daba la razón. Rara vez dejaba que el trabajo fuera antes que la familia, sólo a veces, igual que él. Eso no impedía que ahora se sintiera enfadadísimo. Los dos últimos meses sólo había existido el periódico. Este trabajo de jefa no era bueno para ella: los otros la atacaban sin piedad y ella no estaba preparada.
Había visto otra señal de que no estaba bien: había vuelto a dejar de comer. Después de pasar fuera ocho días a causa de un asesinato múltiple perdió cinco kilos. Tardó cinco meses en recuperarlos. En la revisión médica de la empresa la habían avisado de los peligros de su falta de peso. Se lo tomó como un cumplido y se lo contaba orgullosa a todas sus amigas por teléfono. A pesar de ello, a veces le daba por querer adelgazar.
Dejó Fleminggatan y bajó por las escaleras que hay pasado el restaurante Klara Sjö, descendió al paseo de la ribera en la Kungsholms Strand y entró en la guardería por la puerta trasera. Los niños estaban sentados con la ropa de abrigo puesta, preparados junto a la puerta, cansados y ojerosos; Ellen tenía su osito azul en los brazos.
– Mamá tenía que recogernos hoy -refunfuñó Kalle-. ¿Dónde está mamá?
El profesor que se había quedado con los niños estaba muy enfadado.
– Nunca me compensarán por este cuarto de hora -resopló.
– Lo siento muchísimo -respondió Thomas y sintió lo sofocado que estaba-. No sé lo que ha pasado con Annika.
Se apresuró a salir con los niños. Después de una carrera alcanzó el autobús 40 frente al bar Pousette å Vis.
– No hay que correr para coger el autobús -comentó el chófer enfadado-. ¿Cómo vamos a enseñárselo a los niños si los padres también lo hacen?
Thomas sintió deseos de golpear al viejo cabrón que estaba tras el volante. Enseñó la tarjeta y empujó a los niños hacia la parte de atrás. Ellen se cayó y comenzó a llorar. «Me voy a volver loco», pensó Thomas. Tuvieron que quedarse apretujados en el centro del autobús entre regalos de Navidad, perros y tres cochecitos. Cuando llegaron a la Kungsholmstorg tuvieron problemas para poder salir. Resopló sonoramente al abrir la puerta del número 32, y mientras se sacudía los pies sobre la alfombra para quitarse la nieve antes de entrar oyó que alguien se dirigía a él.
Miró sorprendido y vio a dos policías uniformados que se le acercaban por la escalera.
– ¿Es usted Thomas Samuelsson, verdad? Lo siento pero los niños y usted tienen que acompañarnos.
Thomas miró fijamente a los policías.
– Le hemos estado buscando toda la tarde. ¿No ha recibido noticias nuestras o del periódico?
– Papá, ¿adónde vamos? -preguntó Kalle y le cogió la mano a Thomas.
La certeza de que algo estaba terriblemente mal se apoderó de Thomas de golpe. «¡Annika! ¡Dios mío!»
– ¿Está ella…?
– No sabemos dónde está su mujer. Desapareció por la mañana. Los inspectores le contarán más, si son tan amables de seguirnos…
– ¿Por qué?
– Creemos que puede haber una bomba en su piso.
Thomas se inclinó y cogió a los dos niños, uno en cada brazo.