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– Debemos intentar tratar esto de la forma más normal posible -dijo Anders Schyman-. Haced como soléis. Yo me quedo aquí esta noche. ¿Qué imágenes tenemos de esto?

El redactor gráfico tomó la palabra.

– Tenemos pocas fotos de Annika, pero sacamos una el verano pasado para la galería de empleados. Podría valer como retrato.

– ¿Hay alguna foto de ella trabajando? -preguntó Schyman.

Jansson chasqueó los dedos.

– Hay una fotografía de ella en Panmunjom, en la zona desmilitarizada entre Corea del Norte y Corea del Sur, donde está junto al presidente de Estados Unidos. Estuvo ahí gracias a una beca y pudo ir con la delegación de prensa en vísperas de la reunión en Washington entre las cuatro partes, el otoño pasado, ¿os acordáis? Ella se bajó del autobús en el mismo momento en que el presidente salía de la limusina, y AP sacó una foto donde están los dos juntos…

– Publicamos ésa -anunció Schyman.

– He sacado fotos de archivo del estadio dañado, el pabellón de Sätra, Furhage y el albañil Bjurling -informó el de Foto-Pelle.

– Okey -respondió Schyman-. ¿Qué ponemos en portada?

Todos permanecieron sentados en silencio y dejaron que el director mismo decidiera en voz alta.

– Un retrato de Annika, a ser posible uno en el que esté contenta y guapa. Ella es la noticia. La bomba iba dirigida a ella y ahora ha desaparecido. Sólo lo sabemos nosotros. Creo que debemos tomarlo de una forma lógica y cronológica, seis-siete: la explosión en Stockholm Klara, ocho-nueve: el Dinamitero es una mujer, la policía la tiene identificada, catorce-quince: recapitulación de los hechos, discusión sobre la seguridad en los envíos por correo contra la integridad personal, en las páginas centrales, el artículo sobre Annika y su trabajo, la foto de la zona desmilitarizada…

Guardó silencio y se levantó, sintiendo náuseas de sus propias decisiones. De nuevo se quedó mirando la embajada en penumbra. En realidad no deberían hacerlo. En realidad el periódico no debería salir. En realidad deberían dejar de cubrir la historia del Dinamitero. Se sintió como un monstruo.

Los otros comentaron rápidamente el resto del periódico. Ninguno de los hombres dijo nada al abandonar la habitación.

Annika tenía frío. Hacía mucho frío en la galería, calculó que habría una temperatura de entre ocho y diez grados. Era una suerte que por la mañana se hubiera puesto los leotardos, pues había pensado dar un paseo de regreso a casa. Por lo menos no se moriría de frío. Pero sus calcetines estaban mojados de andar por la nieve y le enfriaban sus pies. Intentó mover los dedos para mantenerlos calientes. Los movimientos eran cuidadosos, no se atrevía a mover mucho los pies, la carga explosiva en la espalda podía detonar. Cambiaba frecuentemente de posición para descansar las distintas partes del cuerpo. Si se tumbaba de lado, uno de los brazos quedaba atrapado, si se tumbaba boca abajo le dolían el cuello; acabó con las piernas entumecidas de estar de rodillas y en cuclillas. A veces lloraba, pero al pasar el tiempo se sintió más tranquila. Todavía no estaba muerta. El pánico desapareció, recuperó la capacidad intelectual. Pensó en lo que debería hacer para escapar. No era posible desatarse y huir, al menos por ahora. Ni pensar en llamar la atención de los obreros del estadio. Seguramente Beata mintió al decir que estaban trabajando a destajo ahí arriba. ¿Por qué iban a empezar la reconstrucción el día antes de Nochebuena? Y además Annika no había visto ni un solo coche, ni una persona en el estadio. Si los obreros realmente habían empezado a trabajar tendría que haber diferentes tipos de maquinaria junto al estadio, y no la había. De cualquier manera se habrían ido a casa, puesto que ya era de noche. Eso significaba que ya habrían empezado a buscarla. Comenzó a llorar de nuevo al comprender que nadie habría ido a buscar a los niños a la guardería. Sabía lo enfadados que se ponían los empleados, le había ocurrido a Thomas una vez hacía un año más o menos. Los niños estarían ahí sentados esperando a irse a casa para poner el abeto y ella no llegaría. Quizá no volvería nunca más. Quizá no los vería crecer. Ellen seguramente ni se acordaría de ella. Kalle quizá tuviera vagos recuerdos de su mamá, especialmente si veía las fotos del verano cuando estuvieron de vacaciones en la cabaña del bosque. Comenzó a llorar desconsoladamente; todo era tan injusto…

Después de un rato cesaron las lágrimas, no tenía fuerzas para seguir llorando. No podía empezar a pensar en la muerte, pues seguro que se cumpliría como una profecía. Ella lo iba a superar. Estaría en casa a las tres de la tarde para ver al Pato Donald. Todavía no había perdido. Estaba convencida de que el Dinamitero tenía un plan para ella, si no ya estaría muerta. Además seguro que el periódico y Thomas habrían dado la alarma sobre su desaparición, la policía buscaría su coche. Sin embargo, éste estaba aparcado correcta y discretamente entre otros muchos en una zona residencial a medio kilómetro del estadio. ¿Y a quién se le iba a ocurrir bajar a esta galería? La entrada por el estadio debía estar oculta.

El teléfono móvil sonaba de vez en cuando. Buscó un palo o algo que pudiera usar para acercar el bolso, pero no encontró nada. Su radio de movimiento era de menos de tres metros a la redonda, el teléfono sonaba a una decena de metros de distancia. Bueno, por lo menos significaba que la buscaban.

En realidad no tenía ni idea de la hora que era o cuánto tiempo había permanecido en el túnel. Era la una y media de la tarde cuando entró, pero no sabía cuánto tiempo había estado desmayada. Tampoco supo medir el primer momento de pánico, pero luego habían pasado por lo menos cinco horas. Por lo que podía calcular ahora deberían ser las seis y media. Aunque podía ser mucho más tarde, cerca de las ocho y media o las nueve. Tenía hambre y sed, y se había vuelto a hacer pis encima. No tuvo que pensárselo mucho. Los excrementos se habían solidificado y picaban, era muy desagradable. «Así deben sentirse los bebés con los pañales», pensó. Pero a éstos los cambian, claro.

De repente le asaltó otro pensamiento: «¿Y si Beata no vuelve? ¿Y si me ha dejado aquí para que me muera?». A nadie se le ocurriría venir hasta aquí durante las fiestas navideñas. Una persona aguanta sólo un par de días sin agua. El día después de Navidad todo habría acabado. Comenzó a llorar de nuevo, en silencio y agotada. Luego se obligó a parar. El Dinamitero volvería. Le movía un propósito al tenerla aquí prisionera.

Annika cambió otra vez de posición. Tenía que intentar pensar con calma. Ella conocía a Beata Ekesjö con anterioridad, debería partir de lo que sabía de ella como persona. En la corta conversación en el pabellón de Sätra Beata mostró fuertes sentimientos. Había estado realmente afligida por algo, lo que fuera, y parecía ansiosa por hablar. Annika podría utilizar eso. La cuestión era cómo. No tenía ni idea de cómo comportase cuando se está en manos de una loca. Había oído en alguna parte que existían cursos para eso, ¿o lo había leído? ¿O lo había visto en la televisión? ¡Sí, fue en la televisión!

En un capítulo de Cagney y Lacey una de las mujeres policía es apresada por un hombre loco. Cagney -¿o era Lacey?-, había ido a un cursillo sobre cómo debe comportarse una secuestrada. Le había contado todo sobre sí misma y sus hijos, sus sueños y sus amores, todo para despertar simpatía en el secuestrador. Si era lo suficientemente habladora y agradable al secuestrador a éste le sería más difícil matarla.

Annika volvió a cambiar de posición y se puso de rodillas. Eso quizá sirviera con una persona normal, pero el Dinamitero estaba loco. Ya había hecho volar a otros por los aires. Eso de los hijos y la compasión quizá no tenía nada que ver con Beata; hasta ahora no había mostrado mucha lástima por los hijos y las familias. Tenía que pensar en otra cosa, pero con los conocimientos de Cagney: «Hay que mantener una comunicación con el secuestrador».