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– Está prohibido llevar el móvil conectado en los aviones -le informó Ingvar Johansson.

– ¡Ya lo sé! -gritó Patrik alegre-. Quería ver si es verdad que los aviones se estrellan cuando está conectado.

– ¿Se estrella? -preguntó Ingvar Johansson ásperamente.

– Todavía no, pero si lo hace tendrás una exclusiva mundial. «El reportero del Kvällspressen en la catástrofe aérea. Lea sus últimas palabras.»

Se rió estrepitosamente e Ingvar Johansson puso los ojos en blanco.

– Creo que esperaremos con la catástrofe aérea, ya tenemos una reportera que es la protagonista del drama de las bombas. ¿Cuándo puedes estar aquí?

Patrik no desembarcó sino que tomó el mismo avión de vuelta a Estocolmo. A las cinco de la tarde estaba de nuevo en la redacción. Ahora escribía el artículo sobre la persecución policial del Dinamitero. Anders Schyman lo estudiaba a escondidas. Estaba sorprendido de la rapidez y responsabilidad del joven, había algo inverosímil en él. El único defecto que tenía era la crudeza de su alegría por los accidentes, asesinatos y otras tragedias. Pero con algo de madurez esta inoportuna alegría seguramente se apaciguaría. Con el tiempo sería un maravilloso reportero de prensa de la tarde.

Anders Schyman se levantó para ir a buscar un café. El que había bebido antes no le había sentado bien, pero necesitaba moverse. Le dio la espalda a la redacción y comenzó a caminar lentamente hacia la hilera de ventanas que daban a la redacción dominical. Se detuvo a mirar el edificio de enfrente. Todavía había luz en algunas ventanas, a pesar de ser más de medianoche. La gente estaba levantada viendo el thriller del Canal 3 y bebían glögg, otros envolvían los últimos regalos. Algunos balcones tenían árboles de Navidad, la iluminación centelleaba en los cristales de las ventanas.

Anders Schyman había hablado repetidas veces con la policía durante la noche. El había sido el enlace natural entre la redacción y los inspectores de policía. Cuando Annika no apareció por la guardería a las cinco la policía comenzó a tratar el caso como una desaparición. Después de hablar con Thomas, la dirección policial consideró como improbable la desaparición voluntaria. Su desaparición se registró por la noche como secuestro.

Al atardecer la policía les prohibió llamar al móvil de Annika. Anders Schyman preguntó por qué, pero no le habían dado ninguna respuesta. Sin embargo pasó la orden a la redacción, y por lo que él sabía nadie había vuelto a llamar.

Los empleados estaban apesadumbrados y destrozados, Berit y Janet Ullberg habían llorado. «Era extraño -pensó Anders Schyman-. Escribimos sobre estas cosas cada día, utilizamos el dolor como especia para agitar y revolver. No obstante no estamos preparados cuando nos afecta personalmente.» Se fue a buscar otro café.

Annika se despertó a causa de una corriente de aire en el túnel. Pronto supo lo que significaba. Se había abierto la puerta de hierro: el Dinamitero había regresado. El pánico hizo que se encogiera como una bola sobre el colchón. Yacía con la respiración entrecortada mientras los tubos fluorescentes se encendían en el techo.

El taconeo se acercaba. Annika se sentó.

– ¡Vaya, qué bien que estés despierta! -dijo Beata y se dirigió a la mesa de camping.

Comenzó a vaciar el contenido de una bolsa con el rótulo de 7-Eleven y lo colocó alrededor de la pila de linterna y el temporizador. Annika vio algunas latas de Coca-Cola, agua Evian, algunos sándwiches y una tableta de chocolate.

– ¿Te gusta Fazers Blå? Es mi favorita -anunció Beata.

– También la mía -contestó Annika e intentó mantener la voz tranquila. No le gustaba el chocolate y nunca había probado Fazers Blå.

Beata dobló la bolsa y se la guardó en el abrigo.

– Tenemos trabajo -informó y se sentó en una de las pequeñas sillas de tijera.

Annika intentó sonreír.

– Vaya, ¿qué vamos a hacer?

Beata la estudió un par de segundos.

– Por fin vamos a sacar la verdad.

Annika intentó seguir los pensamientos de la mujer pero fracasó. El pánico le había secado la boca.

– ¿Qué verdad?

Beata caminó en torno a la mesa y cogió algo de detrás de ella. Cuando se incorporó Annika vio que la mujer tenía una cuerda, la que con anterioridad le había pasado por el cuello. Annika sintió que se le aceleraba el pulso, pero se obligó a encarar a Beata.

– No te preocupes -dijo la Dinamitera y sonrió.

Se acercó al colchón con la larga cuerda entre las manos. Annika ahora respiraba más rápido, no podía controlar el terror.

– Tranquila, sólo te voy a pasar esto por la cabeza -la sosegó Beata y soltó una carcajada-. ¡Qué nerviosa eres!

Annika esbozó una sonrisa. La cuerda estaba alrededor de su cuello, el cordel colgaba como una corbata delante de ella. Beata sujetaba el otro extremo.

– Muy bien. Ahora voy a dar la vuelta, tranquila. ¡Te estoy diciendo que te relajes!

Annika vio por el rabillo del ojo que la mujer desaparecía detrás de ella, aún con la cuerda entre las manos.

– Te voy a desatar las manos, pero no intentes nada. Al más mínimo truco, tiro de la cuerda definitivamente.

Annika respiraba y pensaba febrilmente. Reconoció que no podía hacer nada. Estaba sujeta a la pared por los pies, tenía el lazo al cuello y la bomba en la espalda. Beata desató la cuerda de las manos; tuvo que luchar casi cinco minutos para deshacer el nudo.

– ¡Puf! Estaba bien atado -resopló cuando acabó. Annika inmediatamente tuvo una sensación de cosquilleo en los dedos cuando la sangre volvió a circular. Con cuidado extendió las manos y se sobresaltó al verlas. Tenía cortes en las muñecas a causa de la cuerda, de la pared o del suelo. Dos nudillos de la mano izquierda le sangraban.

– Ponte de pie -ordenó Beata.

Apoyándose en la pared, Annika hizo lo que le ordenaba.

– Dale una patada al colchón -exigió Beata y Annika obedeció. La vomitona seca desapareció debajo de la gomaespuma. Al mismo tiempo Annika vio su bolso. Estaba a unos seis o siete metros de distancia en la galería, hacia la zona de calentamiento.

De espaldas, todavía sujetando la cuerda con la mano derecha, el Dinamitero se dirigió hacia la mesa. Colocó la pila y el temporizador en el suelo sin apartar la vista de Annika. Luego cogió la mesa de camping por la tabla y la arrastró hacia Annika. Las raspaduras que las patas hacían sobre el linóleo resonaban por todo el túnel. Cuando la mesa estuvo frente a Annika, Beata volvió a retroceder para coger una silla.

– Siéntate.

Annika se acercó la silla y se sentó con cuidado. Se le encogió el estómago al ver la comida sobre la mesa.

– Come un poco -le indicó Beata.

Annika comenzó a quitarle el plástico a la botella de agua.

– ¿Quieres? -preguntó a Beata.

– Luego tomaré una Coca-Cola, bebe tú -dijo ésta; y Annika bebió.

Cogió un pequeño bocadillo de jamón y queso y se obligó a masticarlo bien. Después de medio bocadillo se detuvo; no podía comer más.

– ¿Has acabado? -indagó Beata y Annika sonrió.

– Sí, muchas gracias, estaba muy bueno.

– Me alegro de que te guste -contestó Beata satisfecha.