»Ya había un responsable de proyecto; se llamaba Kurt y bebía habitualmente grandes cantidades de alcohol. Me despreció desde el primer momento, aseguraba que yo estaba allí para espiarlo y controlarlo. Su rostro desapareció de mi vista desde el primer día en el edificio técnico. No le vi mucho.
»La obra entera era un desorden. Todo iba muy retrasado y el presupuesto se había disparado. Comencé a rehacer cuidadosamente los desmanes de Kurt sin que él lo notara. Las veces que me pillaba tomando algún tipo de decisión me reprendía. Pero desde que llegué no volvió a dar un palo al agua. Muchos días ni siquiera aparecía. La primera vez le denuncié por ello, pero se enfadó tanto que no lo volví a hacer.
»Ahora, además, yo tenía que moverme por la obra; anteriormente no lo había hecho nunca. El hormigón cambiaba con frecuencia de color; a veces yo flotaba, libre y sin peso, más o menos a un decímetro por encima del suelo. Los hombres cambiaban de forma y consistencia. Cuando me pedían que encargara más puntos de vista y se preguntaban dónde estaba la medida yo enmudecía. Se burlaban de mí, pero yo no sabía defenderme. Intenté ser flexible y firme al mismo tiempo. Hablaba con ellos, pero la casa se negaba a responder. De nuevo me encargué de los plazos y de los presupuestos; me paseaba por la obra, pero la jaula de cristal a mi alrededor era compacta. Acabamos a tiempo y sólo con un pequeño déficit.
»Christina vino a presidir la inauguración. Recuerdo mi excitación y orgullo ese día. Yo lo había conseguido, había vuelto de nuevo, no había abandonado. Me había ocupado de que el edificio técnico estuviera acabado a tiempo para las competiciones preliminares. Yo odiaba el edificio en sí, pero había cumplido con mi obligación. Christina lo sabía, Christina lo vería, Christina comprendería que yo merecía de nuevo un lugar en el sol. Ella se daría cuenta de mi valía y me otorgaría el lugar merecido, a su lado, como su compañera, su princesa heredera.
»Aquel día me vestí cuidadosamente, blusa, pantalones recién planchados y mocasines. Esta vez fui de los primeros entre los que esperaban: me quería asegurar una plaza junto a la puerta.
»Hacia tiempo que no veía a Christina, sólo la había visto una vez de lejos cuando inspeccionó la construcción del estadio. Me había enterado que no marchaba bien. Dudaban que estuviera acabado a tiempo. Pero ahora ella iría allí, con una luz y unos rasgos más fuertes de lo que yo recordaba. Dijo cosas muy bonitas sobre los Juegos y nuestra orgullosa villa olímpica, alabó a los trabajadores y a los responsables por el trabajo tan bien realizado. Y entonces llamó al encargado que se había preocupado de que el edificio técnico estuviera terminado a tiempo y de que el resultado hubiera sido satisfactorio, y pronunció el nombre de Kurt; aplaudió, todos aplaudieron, y Kurt se puso en pie y se acercó a Christina; él sonrió y le estrechó la mano, sus bocas reían pero el sonido había desaparecido; esos cabrones, esos cabrones…
»Esa noche fui al depósito y cogí otra caja de cartón y una bolsa de detonadores. La caja estaba llena de cartuchos de papel de cien gramos. Pequeños cilindros de papel rosa y lila que parecen caramelos; sí, tienes uno de ésos en la espalda. La caja contenía doscientos cincuenta cartuchos; a pesar de lo mucho que he utilizado, todavía queda bastante.
Siguió sentada en silencio un buen rato. Annika aprovechó para descansar la cabeza entre las manos. La galería se encontraba en silencio absoluto, sólo se oía el ligero zumbido de los tubos fluorescentes del techo.
«Ya no me llaman al móvil -pensó Annika-. ¿Han dejado de buscarme?»
Beata comenzó a hablar de nuevo y Annika enderezó la espalda.
– Este último año he estado de baja por enfermedad varias veces. Mi trabajo consiste, en principio, en ir a inspeccionar los diferentes lugares de entrenamiento con otro grupo de técnicos. Los dos últimos meses los he pasado en el pabellón deportivo de Sätra, que será el pabellón de entrenamiento para el salto con pértiga. Tú misma puedes ver la degradación a la que he sido sometida, del edificio más majestuoso de todos a un deambular entre detalles en antiguas instalaciones de entrenamiento. Ya no consigo mantener ninguna comunicación con mis lugares de trabajo. Los edificios se ríen de mí, exactamente igual que los hombres. El peor de todos era Stefan Bjurling. Era el capataz de la subcontrata que se ocupaba del pabellón de Sätra. Se reía en cuanto intentaba hablar con él. Nunca me escuchaba. Me llamaba Chata y hacía caso omiso de cuanto yo le decía. La única vez que se refirió a mí fue cuando los muchachos le preguntaron dónde tenían que tirar la basura y los escombros. «Dádselos a la Chata», dijo. Se rió de mí y el bonito pabellón le acompañó. El sonido era insoportable.
Beata enmudeció y siguió allí, sentada, un buen rato. Annika comenzó a retorcerse. Le dolían los músculos de cansancio y también tenía dolor de cabeza. Los brazos le pesaban como el plomo, esa paralizante sensación que suele llegar poco a poco cuando han pasado las tres y media de la mañana. Había trabajado por la noche tantas veces que sabía lo que era.
Entonces pensó en sus hijos, dónde estarían, si la echaban de menos. «Me pregunto si Thomas habrá encontrado los regalos de Navidad; no me dio tiempo a decirle que los he escondido en el vestidor», pensó ella.
Miró a Beata: la mujer estaba sentada con la cabeza apoyada en las manos. Entonces volvió la cabeza con cuidado hacia el bolso que estaba diagonalmente a su espalda. ¡Si pudiera coger el teléfono y decir dónde estaba! Había cobertura a pesar de estar en un túnel. Estaría libre en quince minutos. Pero no podía, no mientras estuviera atada y mientras Beata siguiera ahí. A no ser que Beata le diera el bolso y se tapara los oídos mientras ella telefoneaba…
Resopló y de pronto recordó un artículo que había escrito hacía casi dos años. Era un maravilloso día de primavera, mucha gente había salido a patinar sobre el hielo…
– ¿Estás soñando? -preguntó Beata.
Annika se sobresaltó y sonrió.
– No, en absoluto. Estoy deseando que continúes.
– Hace dos semanas Christina organizó una gran fiesta en el Salón Azul del Ayuntamiento de Estocolmo. Era la última gran fiesta antes de los Juegos y todos estábamos invitados. Yo deseaba ardientemente que llegara esa noche. El Ayuntamiento es uno de mis mejores amigos. Suelo ir a la torre, subo por las escaleras, dejo que las paredes de piedra bailen bajo mis manos, siento la corriente a través de las pequeñas troneras y descanso en el último piso. Juntos compartimos la vista, y el viento es seductora-mente erótico.
»Llegué demasiado temprano, y comprendí rápidamente que me había vestido demasiado elegante. Pero no importaba, el Ayuntamiento era mi pareja y me cuidó bien. Christina vendría, y yo confiaba en que la atmósfera de perdón del edificio eliminaría los malentendidos. Me moví entre la gente, bebí una copa de vino y hablé con el edificio.
»De repente el murmullo creció hasta un excitado bullicio y comprendí que Christina había llegado. Fue recibida como la reina que era, yo me subí a una silla para poder verla bien. Es difícil de explicar, pero Christina tenía una especie de luz a su alrededor, un aura que hacía que siempre se moviera como dentro de un foco. Era fantástico, era una persona fabulosa. Todos la saludaban, ella asentía y sonreía. Tenía una palabra para cada uno. Daba la mano como un presidente americano en su campaña electoral. Yo estaba en el interior de la sala, pero poco a poco se abría paso en mi dirección. Me bajé de la silla y la perdí de vista, ¡soy tan bajita! Pero de repente estaba ahí, frente a mí, bella y dueña de sí en su luz. Sentí que le sonreía, de oreja a oreja, y creo que lloré un poco.