Annika sintió cómo le corrían las lágrimas. Nunca en su vida había escrito algo tan repugnante. Sintió que estaba a punto de desmayarse. Había estado sentada sin moverse en la incómoda silla durante horas, las piernas le dolían lo indecible. La carga en la espalda se había hecho muy pesada al cabo de un rato. Estaba tan cansada que quería tumbarse, aunque la carga estallara y muriera.
– ¿Por qué lloras? -preguntó Beata recelosa.
Annika respiró antes de responder.
– Por lo difícil que te resultó. ¿Por qué no te dejó hacer las cosas bien?
Beata asintió y también se secó una lágrima.
– Lo sé -contestó-. No hay justicia.
– Con Stefan fue más fácil; salió más o menos como había planeado. Le responsabilicé de que el vestuario de arbitros estuviera listo antes de Navidad. La elección del lugar fue fácil. Fue donde Stefan me recibió y me dijo que los trabajadores del pabellón de Sätra me harían el vacío. Yo sabía que él mismo haría el trabajo. Stefan apostaba a los caballos y aprovechaba cualquier oportunidad para hacer horas extraordinarias. Esperaba a estar solo en la obra y luego siempre engordaba las horas trabajadas. Debió de hacerlo durante años, ya que nadie le controlaba. Él era el capataz. Además cuando quería trabajaba muy rápido, y bastante chapuceramente.
»El lunes fui a trabajar como de costumbre. Todos hablaban de la bomba contra Christina Furhage, pero nadie habló conmigo. Tampoco lo esperaba.
»Por la noche me quedé en la oficina arreglando unos papeles. Cuando el pabellón se quedó en silencio, me di una vuelta y vi que Stefan Bjurling trabajaba en los vestuarios del fondo. Entonces fui a mi armario y saqué mi bolsa. Ahí estaban mis joyas, los cartuchos, los cables verdes y amarillos, la cinta adhesiva y el temporizador. Esta vez no llevaba martillo, había resultado poco limpio. En cambio había comprado una cuerda en John Wall, de ésas que se usan para los columpios de los niños y cosas por el estilo. La cuerda que tienes alrededor del cuello es del mismo rollo. Entré mientras Stefan taladraba en la pared del fondo de la habitación, le pasé la cuerda por el cuello y tiré. Esta vez estaba más decidida. No toleraría gritos ni peleas. Stefan Bjurling perdió la taladradora y cayó de espaldas. Yo estaba preparada y aproveché la caída para tirar con más fuerza. Se desmayó y tuve problemas para sentarlo en una silla. Allí lo até y lo vestí para su entierro. Cartuchos, cables, temporizador y pila de linterna. Lo ajusté todo en su espalda y esperé pacientemente a que se recobrase.
»No dijo nada, sólo noté que sus párpados se movían. Entonces le expliqué lo que le sucedería y por qué. El tiempo de la maldad sobre la tierra había acabado. El moriría porque era un monstruo. Le expliqué que muchos más seguirían el mismo camino. Todavía quedan muchas joyas en mi caja. Luego programé cinco minutos en el temporizador y volví a mi oficina. Al volver me aseguré de que todas las puertas estuvieran sin cerrar. Así el Dinamitero tendría todas las oportunidades del mundo para poder entrar. Cuando explotó fingí estar conmocionada y llamé a la policía. Les mentí y les dije que alguien había cometido mi acción. Me llevaron al hospital Sur y me acompañaron a urgencias. Me dijeron que necesitarían tomarme declaración al día siguiente. Decidí seguir mintiendo durante algún tiempo. No era el momento de contar la verdad, pero ahora sí lo es.
»Un médico me atendió, les expliqué que estaba bien y me fui caminando a casa a través de la ciudad, hasta Yttersta Tvärgränd. Fui consciente de que era hora de abandonar mi casa de una vez. Fue una despedida corta y serena. Ya sabía que nunca más volvería. Mi camino terminaba en otro lugar.
»El martes, por la mañana temprano, fui al trabajo a recoger mis cosas. Cuando entré en el pabellón de Sätra me encontré con los reproches inmediatos e injustos de los obreros. Una gran pena se apoderó de mí; me oculté en una habitación donde el edificio no me pudiera ver. Fue, por supuesto, en balde, pues entonces entraste tú.
Annika no podía seguir escribiendo. Puso las manos sobre las rodillas y volvió la cabeza.
– ¿Qué pasa? -preguntó Beata.
– Estoy muy cansada -contestó Annika-. ¿Puedo levantarme y mover un poco las piernas? Se me han dormido.
Beata la observó en silencio durante algunos segundos.
– Bueno, pero no intentes nada.
Annika se levantó con cuidado y tuvo que sujetarse a la pared para no caerse. Estiró y dobló todo lo que pudo las piernas con las sonoras cadenas. A escondidas miró de soslayo hacia abajo y descubrió que Beata había utilizado dos pequeños candados para cerrar las cadenas. Si tuviera esas llaves podría desatarse.
– No creas que puedes escapar -advirtió Beata.
Annika la miró sorprendida.
– Claro que no -dijo-. Todavía no hemos terminado nuestro trabajo.
Separó la silla un poco de la mesa para tener más espacio para las piernas.
– Ya no nos queda mucho -anunció Beata.
Estudió a Annika, y ésta se dio cuenta de que Beata no sabía qué pensar.
– ¿Quieres leerlo? -preguntó Annika y giró el ordenador para que la pantalla mirara a Beata.
La mujer no respondió.
– Estaría bien que leyeras el texto para comprobar si te he entendido correctamente, y así puedas juzgar el tono. No he utilizado tu forma de hablar, sino que he hecho el relato algo más literario -dijo Annika.
Beata miró detenidamente a Annika durante algunos segundos, luego fue a la mesa y se acercó.
– ¿Puedo descansar un poco? -preguntó Annika y Beata asintió.
Annika se tumbó y le dio la espalda al Dinamitero. Tenia que planear su próximo paso.
Hacía dos años un señor de sesenta años desapareció en el hielo del archipiélago. Era primavera, el tiempo era soleado y cálido, el hombre salió de paseo patinando por el hielo y se perdió. El equipo de salvamento marítimo y la policía le estuvieron buscando durante tres días. Annika se encontraba a bordo del helicóptero que le rescató.
De pronto supo exactamente qué tenía que hacer.
Thomas se levantó de la cama. No podía dormir más. Fue al cuarto de baño a orinar, luego se puso de nuevo a mirar el palacio. El tráfico se había extinguido. Las fachadas iluminadas del palacio, el resplandor de las farolas, la profundidad del negro espejo, la vista era realmente fascinante. Sin embargo sentía que no la aguantaría un segundo más. Era como si hubiera perdido a Annika en esa habitación. Era allí donde había comprendido que quizá ella se había ido para siempre.
Se frotó los ojos secos y enrojecidos y suspiró profundamente. Lo había decidido. Abandonaría el hotel tan pronto como los niños se despertaran e irían a casa de sus padres en Vaxholm. Celebrarían la Navidad allí. Tenía que comprobar cómo era la vida diaria sin Annika, tenía que prepararse, si no sucumbiría. Intentó imaginar cómo reaccionaría si le notificaran que Annika había muerto. No pudo. Lo único que habría sería un agujero negro sin fondo. Estaría obligado a continuar viviendo, por los niños, por Annika. Tendrían fotos de mamá por todas partes, hablarían frecuentemente de ella y celebrarían su cumpleaños…