Beata se levantó.
– Ya te lo he contado -dijo colérica-. Trabajo en un grupo que va a cada decrépito pabellón deportivo que tenga algo que ver con los Juegos Olímpicos. Tenemos acceso a la central donde se guardan todas las tarjetas y los códigos. Teníamos que firmar al cogerlas y devolverlas después, por supuesto, pero yo robé varias. Quería poder volver a los edificios que me hablaban con cariño. El estadio olímpico y yo siempre nos hemos llevado bien, siempre he tenido tarjeta de acceso.
– ¿Y el código?
Beata resopló.
– No se me da mal con el ordenador -aclaró-. Los códigos de alarma del estadio se cambian cada mes, y los cambios se introducen en un archivo especial con contraseña de entrada. Lo gracioso es que nunca lo hacen.
Esbozó una media sonrisa. Annika comenzó a escribir de nuevo. Tenía que encontrar más preguntas.
– ¿Qué escribes?
Annika alzó la vista.
– Explico lo importante que es que publiquen esto igual de grande que la muerte de Christina Furhage -respondió alegre.
– ¡Mientes! -gritó Beata y Annika se sobresaltó.
– ¿Qué quieres decir?
– Es imposible dedicar tantas páginas como cuando Christina murió. ¿Sabes que fuiste tú quien me empezó a llamar Dinamitero? ¿Puedes imaginar lo mucho que odio ese apodo? ¿Eh? Tú eres la peor, lo que tú escribías estaba siempre en primera página. Te odio.
Los ojos de Beata ardían y Annika comprendió que no tenía respuesta.
– Tú entraste en la habitación donde me embargó la pena -dijo Beata y se acercó lentamente a Annika- Me viste toda miserable y sin embargo no me ayudaste. Escuchaste a los otros, pero a mí no. Así ha sido siempre toda mi vida. Nadie me ha escuchado cuando gritaba. Nadie, sólo mis casas. Pero ahora se acabó. Os voy a pillar a todos.
La mujer se estiró hacia la cuerda que colgaba del cuello de Annika.
– ¡No! -gritó Annika.
El grito hizo que Beata perdiera el control. Agarró la cuerda y tiró tan fuerte como pudo, pero Annika estaba preparada. Le había dado tiempo a meter las dos manos entre la cuerda y el cuello. El Dinamitero volvió a tirar y Annika se cayó de la silla. Consiguió torcer el cuerpo de manera que aterrizó de lado y no sobre la carga explosiva.
– Ahora vas a morir, ¡hija de puta! -exclamó Beata, y en ese mismo momento Annika percibió que el eco había cambiado. Un segundo después sintió llegar una ráfaga de viento por el suelo.
– ¡Socorro! -gritó tan alto como pudo.
– ¡Deja de gritar! -bramó Beata y volvió a tirar.
El tirón arrastró a Annika por el suelo y le arañó la cara contra el linóleo.
– ¡Estoy aquí, a la vuelta de la esquina! -voceó Annika, y en ese momento Beata debió verlos.
Soltó la cuerda, se dio la vuelta y buscó con la mirada la pared de enfrente. Annika comprendió lo que buscaba. A cámara lenta vio cómo Beata se dirigía hacia la pila y los cables. El disparo sonó una décima de segundo después y produjo un cráter en la parte superior de la espalda de Beata, la alcanzó con un fuerte impacto que la arrojó hacia adelante. Sonó otro disparo y Annika volvió instintivamente la espalda contra la pared, lejos de los disparos.
– No -gritó-. ¡No disparéis, por Dios! ¡Podéis darle a la bomba!
El último eco se desvaneció, vio humo y polvo en el aire. Beata yacía inmóvil un par de metros más allá. El silencio era total, lo único que Annika discernía era un zumbido en los oídos debido a los disparos. De pronto sintió que había alguien a su lado, miró hacia arriba y vio a un pálido policía de paisano que se inclinaba sobre ella con una pistola desenfundada.
– ¡Tú! -exclamó ella sorprendida.
El hombre la miró excitado y le aflojó la cuerda alrededor del cuello.
– Sí, soy yo -dijo él-. ¿Cómo estás?
Era su fuente secreta, su confidente. Ella esbozó una sonrisa y sintió cómo le quitaba la cuerda del cuello.
Se sorprendió cuando comenzó a llorar desconsoladamente. El policía sacó su radio y gritó su código.
– Necesito dos ambulancias -dijo y miró a uno y otro lado del túnel.
– Estoy bien -susurró Annika.
– Es urgente, tenemos una herida de bala -voceó en la radio.
– Tengo una bomba en la espalda.
El hombre soltó la radio.
– ¿Qué has dicho?
– Tengo una bomba aquí detrás. ¿Puedes verla?
Ella se dio la vuelta y el policía vio el paquete de cartuchos de dinamita en la espalda.
– ¡Oh, Dios mío! No te muevas -ordenó.
– No es peligroso -dijo Annika y se secó el rostro con el dorso de la mano-. Lo he tenido toda la noche y no ha explotado.
– ¡Evacuad el túnel! -exclamó hacia la puerta-. ¡Que las ambulancias esperen! Tenemos una bomba.
El policía se inclinó sobre ella y Annika cerró los ojos. Oyó que había más gente en los alrededores, pisadas y voces.
– Tranquila, Annika, esto lo arreglamos -anunció el policía.
Beata gimió a unos metros.
– Ten cuidado de que ella no alcance el cable -dijo Annika en voz baja.
El policía se levantó y siguió el cable con la vista. Luego dio un par de pasos, cogió el cable verde y amarillo y lo dejó a su lado.
– Bueno -le dijo a Annika-. Ahora vamos a ver lo que tenemos aquí.
– Es Minex -informó Annika-. Pequeños, del color de los envoltorios de caramelos.
– Yes -respondió el policía-. ¿Qué más sabes?
– Son casi dos kilos, el mecanismo de detonación puede ser inestable.
– ¡Mierda! No soy demasiado bueno con esto.
A lo lejos Annika oyó sirenas y ruidos.
– ¿Están en camino?
– Correcto de nuevo. Es una suerte que estés viva.
– No fue fácil -contestó Annika y estornudó.
– Ahora quédate completamente quieta.
Él se concentró unos segundos para estudiar la carga explosiva. Luego cogió el cable de la parte superior de la bomba y tiró de él. No ocurrió nada.
– ¡Gracias, Dios mío! -susurró él-. Era tan fácil como pensaba.
– ¿Qué? -dijo Annika.
– Era una carga explosiva corriente, de ésas que se utilizan en las obras. No era una bomba. Sólo hay que quitar el detonador del cartucho y la carga se desactiva.
– Estás bromeando -dijo Annika escéptica-. ¿Quieres decir que yo he podido hacerlo sola en cualquier momento?
– Más o menos.
– ¡Joder! ¿Entonces por qué he estado aquí toda la noche? -preguntó enfadada consigo misma.
– Bueno, también tenías una cuerda alrededor del cuello. Eso te hubiera matado con la misma efectividad. Tienes unas marcas muy feas en el cuello. Y si ella hubiera conseguido juntar el cable a la pila hubiera sido el final, para ti y para ella.
– También tenía un temporizador.
– Espera, te voy a quitar la dinamita de la espalda. ¡Joder! ¿Qué ha utilizado para sujetarla?
Annika resopló profundamente.
– Cinta adhesiva de obra.
– Okey, espero que no haya detonadores en la cinta adhesiva. Bien, corto por aquí, ahora ya está…
Annika sintió desaparecer el peso de la espalda. Se apoyó contra la pared y se arrancó del vientre la cinta adhesiva.
– No hubieras podido ir muy lejos -dijo el policía y señaló las cadenas-. ¿Sabes dónde están las llaves?
Annika negó con la cabeza y señaló a Beata.
– Debe tenerlas en el bolsillo.
El policía cogió la radio e informó que podían entrar, la carga explosiva estaba desactivada.
– Hay más dinamita ahí -informó Annika señalando.
– Vale, nos ocuparemos de ella.
Tomó los cartuchos con la cinta aislante y los dejó entre los otros, luego fue hacia Beata. La mujer yacía totalmente inmóvil, boca abajo, la sangre manaba del agujero en el hombro. El policía le buscó el pulso y le levantó el párpado.
– ¿Se salvará? -preguntó Annika.
– ¿A quién le importa? -contestó el policía.