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– Me estoy muriendo.

El anciano asintió.

– Creo que sí. Tu espíritu se ha curado, pero tu cuerpo está roto.

Rhiannon no sintió miedo ni pánico. Tampoco sintió dolor; sólo tuvo una horrible sensación de pérdida. Miró a su hija recién nacida, que la estaba observando con absoluta confianza, y le acarició la mejilla suave con la yema del dedo. No podría ver crecer a Morrigan. No estaría allí para vigilarla y asegurarse de que estuviera segura y…

– ¡Oh, Epona! ¿Qué he hecho?

El anciano no intentó consolarla. Su mirada era inteligente y aguda.

– Dime, Rhiannon.

– Me he entregado a Pryderi. Él también quería que le entregara a mi hija para que le sirviera, pero vuestra presencia lo ahuyentó antes de que pudiera dársela.

– ¿Pryderi el Malvado? ¿Uno de los dioses de la oscuridad?

– Sí.

– Debes renunciar a él, por ti misma y por tu hija.

Rhiannon miró a Morrigan. Si renunciaba a Pryderi en nombre de ambas, seguramente la niña quedaría atrapada en aquel mundo. Nunca volvería a Partholon.

Pero si no renunciaba a Pryderi, su hija estaría destinada al servicio de la misma oscuridad que había estado acechándola a ella durante toda su vida, susurrándole el descontento, subrayando la ira y el egoísmo y el odio, y retorciendo el amor hasta convertirlo en algo irreconocible.

Rhiannon no podía soportar la idea de que la vida de su hija fuera tan dura como la suya. No sería tan malo que Morrigan se quedara atrapada en aquel mundo. Por lo menos no estaría en manos del mal.

– Renuncio a Pryderi, la Triple Cara de la Oscuridad, en mi nombre y en el nombre de mi hija, Morrigan MacCallan -dijo Rhiannon.

Después, esperó. Había sido Suma Sacerdotisa y Elegida de la Epona desde que era niña. Sabía lo grave que era renunciar a un dios. Debería haber un signo, interno o externo, que le mostrara que el destino se había alterado. Los dioses no se tomaban muy bien el rechazo, sobre todo los dioses oscuros.

– El Malvado sabe que estás cerca de la muerte y muy cerca del reino de los espíritus. Te tiene en sus manos. No va a liberarte.

El hombre habló con suavidad, pero Rhiannon sintió aquellas palabras como una puñalada en el corazón. Aunque se estaba debilitando cada vez más, abrazó con más firmeza a su hija.

– Yo no le he entregado a Morrigan. Pryderi no tiene ningún derecho sobre ella.

– Pero tú sigues vinculada a él -dijo el hombre con gravedad, y al ver que Rhiannon desfallecía, insistió-: ¡Rhiannon, debes escucharme! Si mueres conectada a Pryderi, tu espíritu nunca conocerá la presencia de tu diosa de nuevo. Nunca tendrás alegría ni luz. Pasarás la eternidad envuelta en la noche del dios oscuro, y sumida en la desesperación con la que mancha todo lo que toca.

– Lo sé -susurró Rhiannon-. Pero ya no puedo luchar más. Me parece que lo único que he hecho en mi vida es luchar. He sido demasiado egoísta y he causado demasiado dolor. Tal vez es hora de que lo pague.

– Tal vez, ¿pero vas a permitir que tu hija pague también tus errores?

– Claro que no. ¿A qué te refieres, anciano?

– Tú no se la has entregado, pero Pryderi desea una Sacerdotisa con la sangre de la Elegida de Epona en las venas. ¿Quién crees que será su siguiente víctima cuando tú mueras?

– ¡No! No puedo permitir que Morrigan sea su siguiente objetivo.

– Entonces, debes llamar a tu diosa para obligar a Pryderi a que te libere.

– Epona me dio la espalda.

– Pero tú no has renunciado a tus lazos con ella.

– He hecho cosas horribles. Ya no me escucha.

– Tal vez estuviera esperando a oír las palabras correctas por tu parte.

Rhiannon miró a los ojos del anciano. Debería intentarlo, por si acaso existía la más mínima probabilidad de que él tuviera razón. Llamaría a Epona. Estaba al borde de la muerte, y tal vez la diosa se apiadara de ella. Cerró los ojos y se concentró.

– Epona, diosa de Partholon, diosa de mi juventud y de mi corazón. Perdona mis errores egoístas. Perdóname por permitir que la oscuridad manchara tu luz. Perdona por el dolor que te he causado a ti, y a los demás. Sé que no merezco tu favor, pero te pido que no permitas que Pryderi obtenga mi alma y la de mi hija.

El viento se apoderó de sus palabras, y las hizo resonar hasta que parecieron lluvia cayendo a través de las hojas de los árboles. Rhiannon abrió los ojos. Las sombras que había bajo el roble sagrado comenzaron a moverse, y a ella se le aceleró el corazón de pánico. ¿Acaso Pryderi había vuelto para reclamarla, pese a la presencia del chamán y el poder de su tambor? Entonces, apareció una bola de luz que ahuyentó la oscuridad. Desde el centro de aquel círculo luminoso se acercó una figura. A Rhiannon se le cortó el aliento, y se le llenaron los ojos de lágrimas. El anciano chamán inclinó la cabeza respetuosamente.

– Bienvenida, Diosa -dijo.

Epona le sonrió.

«John Águila de la Paz, tus acciones de esta noche te han granjeado mi agradecimiento y mi bendición».

– Gracias, Diosa -dijo él con solemnidad.

Entonces, Epona volvió la mirada hacia Rhiannon. Con mano temblorosa, ella se secó las lágrimas de los ojos para poder ver mejor a la diosa. En su niñez, Epona se había materializado ante sus ojos varias veces, pero cuando Rhiannon había llegado a la edad rebelde de la adolescencia, y después se había convertido en una adulta egoísta y caprichosa, la diosa había dejado de visitarla, de hablar con ella, y finalmente, de escucharla. Y en aquel momento, Rhiannon sintió que su alma se henchía al ver a la diosa.

– ¡Perdóname, Epona!

«Te perdono, Rhiannon. Te había perdonado antes de que me lo pidieras, porque yo también he cometido errores. Vi tu debilidad, y sabía que la oscuridad asediaba tu alma. Mi amor por ti no me permitió ver lo lejos que había llegado tu autodestrucción».

– Me equivoqué -dijo Rhiannon-. Epona, te pido que anules el poder que tiene Pryderi sobre mí. Yo he renunciado a él, pero como sabes, estoy a punto de morir. Tiene mi alma aprisionada con fuerza.

«¿Por qué me pides eso, Rhiannon? ¿Es porque temes lo que le ocurrirá a tu espíritu después de la muerte?».

– Diosa, ahora que voy a morir, hay muchas cosas de mi vida que veo con más claridad. O quizá sea la presencia de mi hija lo que ha permitido que se me caiga la venda de los ojos. La verdad es que sí, temo pasar el resto de la eternidad sumida en la desesperanza y la oscuridad, pero no te habría llamado para librarme de un futuro que merezco. Te he llamado porque no puedo soportar la idea de que mi hija padezca la misma oscuridad que ha envenenado mi vida. Si rompes los lazos que me unen a Pryderi, yo no voy a pedir que me permitas entrar en tu Paraíso. Te pido que me permitas existir en el Otro Mundo, donde pueda vigilarla e intentar susurrarle el bien siempre que el dios oscuro le susurre el mal.

«Pasar la eternidad en el Otro Mundo no es un destino fácil. Allí no tendrás descanso. No habrá praderas de luz y risa que alivien tu alma cansada».

– No deseo descansar si mi hija está en peligro. No quiero que ella siga mi camino.

«Los años de la vida de tu hija sólo serán una ola en el gran lago de la eternidad. ¿De verdad vas a abrazar un destino interminable por algo que, en esencia, es tan pasajero?».

Rhiannon apoyó la mejilla pálida contra la cabecita suave de su hija.

– Sí, Epona.

La diosa sonrió y, aunque a pesar de estar tan cerca de la muerte, Rhiannon sintió una alegría indescriptible.

«Por fin, Amada, has conquistado el egoísmo de tu espíritu y has seguido a tu corazón», dijo. Después, alzó los brazos y los estiró por encima de la cabeza. «Pryderi, dios de la Oscuridad y la Mentira, ¡no te concedo mis derechos sobre esta Sacerdotisa! ¡No podrás reclamar su alma sin vencerme antes!».

De las palmas de la diosa irradió una luz que hizo añicos las sombras que vacilaban al borde del claro. Con un grito terrible, aquella oscuridad antinatural se disipó por completo, y dejó a la vista la oscuridad normal, reconfortante, que llevaba el atardecer.