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Entonces, el viejo entrenador se quedó inmóvil. Notó que la carne no estaba fría y dura, como la de los muertos. Morrigan estaba caliente y blanda. Con cuidado, le palpó el cuello. El pulso de su nieta latía rítmicamente, con fuerza, contra sus dedos.

Gritó, y todos los hombres acudieron corriendo. Él sacó a Morrigan del hueco, y la tomó en brazos cuidadosamente, y comenzó a caminar hacia la boca de la cueva.

– ¡Llamad a Emergencias y a mamá Parker! ¡Y a ese sheriff imberbe! ¡He encontrado a mi niña, y está viva!

Cuando Morrigan abrió los ojos, su visión era muy clara. Estaba tumbada, y tapada hasta el pecho con una sábana y una manta fina. Morrigan no sentía dolor, y no tenía ni idea de dónde estaba. En el techo había un fluorescente encendido a baja potencia, y junto a su cama, había una bolsa de suero que estaba conectada mediante una vía a su brazo. Siguió los tubos con la mirada, y más allá, vio al abuelo y a la abuela, que estaban profundamente dormidos en un sofá. Morrigan sonrió. Al abuelo se le habían caído las gafas de la nariz. Se había quitado los zapatos, y estaba en calcetines, como de costumbre. Tenía el brazo sobre los hombros de la abuela, que era diminuta, y dulce, y estaba acurrucada junto a él, muy, muy viva. Birkita estaba muerta…

Aquel único pensamiento le provocó una ráfaga de dolor. Birkita estaba muerta. Kegan estaba muerto. Brina estaba muerta.

Y ella también.

«Tú no estás muerta, Morrigan Christine MacCallan Parker, Portadora de la Luz y Elegida Mía».

Lentamente, Morrigan dirigió la mirada hacia la mujer que estaba a los pies de su cama. Su belleza era tan grande que Morrigan tuvo que entrecerrar los ojos para mirarla. Entonces se dio cuenta de que no era sólo su belleza lo que le resultaba tan difícil de observar, sino su divinidad, su esencia, el amor increíble que irradiaba.

– ¿Adsagsona?

La diosa sonrió.

«Ése es uno de mis nombres. También me llamo Epona y Modron, Anu y Byanu. Tengo muchos nombres porque los mortales tienen muchas necesidades y, a menudo, les resulta difícil entender que somos todas la misma diosa, las encarnaciones de las fuerzas sagradas de la tierra».

– ¡Yo debería estar muerta! -balbució Morrigan, y miró a sus abuelos, que seguían durmiendo plácidamente.

«No te preocupes, Amada, van a seguir durmiendo. No nos van a interrumpir».

La diosa miró afectuosamente a la pareja antes de volver a fijarse en Morrigan.

«Es sencillo. No podía dejar que murieras. Ya he permitido que sufrieras demasiado, y que la oscuridad te acechara demasiado. No podía dejar también que te sacrificaras así».

Morrigan se estremeció de miedo.

– ¿Y Pryderi? ¿Él también sigue vivo?

«Pryderi es inmortal, y no puede morir. Pero con tu sacrificio, le hiciste tal herida que lo has expulsado de Partholon y de tu mundo durante generaciones, y del Reino de los Sidethas para la eternidad».

Morrigan suspiró.

– Así que, después de todo, no ha muerto.

«No se puede destruir por completo al mal, Amada. Sin embargo, podemos vencerlo una y otra vez. Te pido que me perdones, Elegida. Tu joven vida ha sido difícil. Tienes que entender que debía dejarte luchar con la oscuridad, porque los mortales sólo son capaces de encontrar el amor, la lealtad y el honor necesarios para levantarse contra el mal cuando lo ven en su verdadera forma, sin interferencia de los dioses».

Morrigan pensó en Kegan, en Birkita y en Kai, e incluso en Brina, y supo que todos ellos habían luchado contra el mal y habían vencido, aunque ese mal hubiera causado su muerte. Sólo lamentaba que su diosa no la hubiera dejado morir a ella también para reunirse con ellos y, según el rito funerario de los Sidethas, hubieran emprendido juntos el viaje al Otro Mundo.

– Te perdono -dijo suavemente.

La diosa inclinó la cabeza.

«Gracias, Amada, por tu perdón, y por tus sacrificios».

– ¿Y ahora qué pasará? -preguntó Morrigan, con el corazón encogido por esos sacrificios.

«Ahora vivirás una vida llena y feliz, Amada».

– ¿En Oklahoma? -preguntó. «Sin Kegan», pensó, pero no pudo pronunciar aquellas palabras.

«Este mundo te necesita, Amada. Han olvidado lo que es reverenciar a la Tierra, y a la diosa que la representa. Tú eres mi Suma Sacerdotisa, y debes ayudarlos a recordar».

– Pero ¿y los Sidethas? Su Suma Sacerdotisa ha muerto -dijo Morrigan, intentando contener las lágrimas.

«Ahora que la oscuridad ha desaparecido, comenzarán a apreciar los dones que les he concedido».

Morrigan sintió lentamente.

– Deidre no ha muerto.

«Vive, y tiene mi favor».

– Será una buena Suma Sacerdotisa.

«Y Arland será un excelente Señor, sobre todo, teniendo a Raelin a su lado».

– Arland es el hombre que fue tan respetuoso conmigo en la sala de las amatistas -dijo, sonriendo-. Y Raelin será una gran Señora. Parece que las prioridades de los Sidethas van a cambiar.

«Ésa es mi intención, Amada, como es mi intención que la gente del mundo moderno vuelva a amarme».

La sonrisa de Morrigan vaciló.

– Pero no sé lo que voy a hacer. Necesito que me ayude una Suma Sacerdotisa.

La diosa señaló con un gesto de la cabeza a la abuela de Morrigan, que continuaba dormida.

«Tienes a una Suma Sacerdotisa que te guiará. ¿Acaso pensabas que iba a permitir que mi amada Birkita muriera? Su esencia siempre estuvo aquí, en este mundo, con el compañero de su alma, Richard Parker».

A Morrigan se le llenaron los ojos de lágrimas.

– No lo sabía. No lo entendía.

«Todavía hay muchas cosas que tienes que entender y aprender. Recuerda, mi bendición irá contigo, allá donde tú vayas. No volverás a oír más voces en el viento. Pryderi ya no puede acecharte».

– ¿Y mi madre, Rhiannon? Sé que algunas veces oía su voz. ¿No volveré a oírla?

La sonrisa de la diosa fue luminosa.

«Rhiannon ha llegado por fin a mis verdes praderas. Su tarea aquí ha terminado. Ha expiado sus acciones completamente y le he permitido descansar en el Otro Mundo. Pero si alguna vez necesitas escuchar la voz de una madre, escucha a tu corazón. Allí siempre encontrarás una parte de Rhiannon, y de Shannon».

– Lo recordaré -dijo Morrigan, entre las lágrimas.

«Estoy muy contenta contigo, Amada. Elegiste el amor, la lealtad y el honor. Pero te pido que recuerdes una emoción más. Una verdad más».

– ¿Cuál?

«La esperanza, Amada. Quiero que confíes en la esperanza».

– Lo recordaré -dijo Morrigan. Al pensar en Kegan, sintió un dolor agudo en el pecho-. Al menos, lo intentaré.

«Lo único que les pido a mis Elegidas es que intenten las cosas. Y también recuerda lo mucho que te quiero, Elegida, y que mi amor durará para siempre…».

La diosa elevó las manos para bendecirla, y después desapareció en medio de un resplandor.

Morrigan se estaba enjugando las lágrimas cuando sus abuelos despertaron.

– ¡Morgie! -gritó el abuelo. Se levantó rápidamente del sofá y la tomó de la mano-. ¡Estás despierta! Mamá Parker, mira, nuestra niña está despierta.

– ¡Oh, querida! -La abuela corrió al otro lado de la cama y tomó la otra mano de su nieta-. ¿Estás bien? Hemos estado muy preocupados por ti.

Morrigan les estrechó la mano a los dos, y sonrió en medio de las lágrimas.

– ¡Estoy muy bien! De verdad.

– Ahora estás en casa, Morgie. Todo irá bien -dijo el abuelo, y le besó la mano con fuerza. Después se secó los ojos, y sonrió a su mujer-. Le dije a la abuela que te iba a encontrar. Ella fue la única que me creyó de verdad.

La abuela asintió y le apartó el pelo de la frente a Morrigan.

– Sabía que, entre tu abuelo y la diosa, iban a conseguir un milagro.

– ¿Me encontraste tú, abuelo? -preguntó Morrigan.

– Sí, sí. No iba a rendirme por nada del mundo. Todo el mundo dijo que fue un milagro cuando me vieron sacar a ese chico de entre las piedras -explicó él con un resoplido-. No fue ningún milagro. Yo ya estaba allí, y sé hacer una reanimación cardiovascular desde que era joven. Mi milagro fuiste tú, Morgie, hija.