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Un correo. Él había optado por el estilo y la elegancia, ella por la rapidez.

No, gracias, rezaba el mensaje. Habría sido imposible ser más fría e impersonal.

No le daba nada. Ni explicaciones, ni la oportunidad de cambiar de fecha. Nada.

No estaba dispuesto a aceptar un «No, gracias». No había conseguido que la revista Snap llegara donde estaba aceptando ese tipo de respuesta.

– ¿Nancy? -dijo por el interfono.

– ¿Sí?

– Llama al despacho de Amanda Elliott, por favor.

Unos momentos después, la luz de la línea uno parpadeó y levantó el auricular.

– ¿Amanda?

– Soy Julie.

– Ah. ¿Está disponible Amanda? Soy Daniel Elliott.

– ¿Don Delicioso?-preguntó Julie.

– ¿Perdona?

– Un momento, por favor -dijo Julie entre risitas.

Daniel se frotó la sien y tomó aire. No quería una discusión. Quería una cita. Una cena y un poco de conversación para descubrir cómo estaban las cosas entre ellos.

– Amanda Elliott -dijo su voz grave.

– ¿Amanda? Soy Daniel -silencio-. He recibido tu correo electrónico -siguió con voz serena.

– Daniel…

– ¿Te va mal el viernes por la noche? -preguntó, optando por hacerse el tonto.

– No es una cuestión de horario.

– ¿En serio? Entonces, ¿cuál es el problema?

– No hagas esto, Daniel.

– Que no haga, ¿qué?

– Las rosas son fantásticas. Pero…

– Pero ¿qué?

– De acuerdo -hizo una pausa-. ¿Sinceramente?

– Desde luego.

– No tengo la energía necesaria.

– ¿Yo te requiero energía? -él se enderezó en la silla de golpe. No entendía esa respuesta.

– Daniel -dijo ella, con voz exasperada.

– Yo haré la reserva. Yo te recogeré. Yo pagaré la cuenta y te llevaré a casa. ¿Qué energía necesitas?

– No es la organización lo que requiere energía.

– Entonces, ¿qué es?

– Eres tú. Tú requieres energía. Te dije que lo dejaras, pero fuiste al juzgado.

– Lo dejaré. Lo he dejado.

– Sí, claro -rezongó ella-. Espiarme es dejarlo.

– No te estaba espiando -admitió para sí que tal vez lo hubiera hecho, pero eso había sido un día antes. En ese momento tenía otra misión. Una mejor.

– Me viste en el juzgado.

– Igual que otros miembros del público.

– Daniel.

Él pensó que había llegado la hora de tirarse al río, de jugárselo todo.

– Tenías razón, yo estaba equivocado, y lo dejaré.

Siguió un largo silencio. Luego ella habló con un deje divertido en la voz.

– ¿Podrías repetir eso?

– No creo-bufó él.

– ¿Cuál es el truco?

– No hay truco -él giró en la silla, adorando el tono grave de su voz-. Me gustaría llevarte a cenar. Es mi manera de pedirte disculpas.

– ¿Pedir disculpas? ¿Tú?

– Sí. Creo que hemos hecho buenos progresos en nuestra relación, Mandy.

Ella tragó aire al oírle decir aquel apelativo.

– Y no quiero perder eso -siguió él-. Te prometo que no daré ninguna opinión sobre derecho corporativo o criminal durante la cena.

– ¿Se unirá alguien a nosotros en el último momento? -preguntó ella, irónica.

– No si puedo evitarlo.

– ¿Qué quiere decir eso?

Él no recordaba que le hubiera costado tanto conseguir una cita en otros tiempos. Debía estar perdiendo dotes.

– Significa que, aunque no soy responsable de los demás ciudadanos de Nueva York, no he invitado, ni invitaré, a nadie a cenar con nosotros.

– ¿Eso es una promesa?

– Te lo juro.

– De acuerdo-aceptó ella tras una pausa.

– ¿El viernes por la noche?

– El viernes.

– Te recogeré a las ocho.

– Adiós, Daniel.

– Adiós, Amanda -Daniel sonrió mientras colgaba. Lo había conseguido.

Sólo necesitaba medio kilo de bombones y una reserva en Hoffman.

Amanda no estaba vestida para Hoffman. Había corrido a casa desde la oficina y se había puesto una falda vaquera negra y una blusa de algodón. Llevaba poco maquillaje y el pelo recogido tras las orejas, mostrando unos sencillos pendientes de jade. Le sugirió que fueran al restaurante de la esquina a tomar un filete, pero Daniel se negó en redondo.

En línea con los Elliott, había conseguido una reserva en el sitio de moda y estaba dispuesto a lucir su dinero y sus contactos.

Amanda no sabía a quién pretendía impresionar. A ella le importaban poco los aperitivos a cincuenta dólares. Y no era ningún trofeo que él pudiera lucir ante sus conocidos de las altas esferas.

Un camarero vestido con esmoquin los condujo a un reservado, junto a una ventana que daba al parque. Daniel pidió dos martinis.

Ella tuvo que admitir para sí que las sillas de respaldo alto y tapicería de seda eran cómodas. Y la porcelana china, los cuadros y las antigüedades eran un descanso para los ojos.

El camarero puso una servilleta de lino sobre su regazo y le entregó a Daniel la carta de vinos. Dado que los Elliott medían la importancia de un evento en los dólares que implicaba, supo que se cocía algo. Se inclinó hacia él.

– ¿Me juras que esto no es un gran plan para convencerme de que cambie de profesión?

– Deberías relajarte y disfrutar de la cena -dijo él, abriendo la carta de vinos.

– Lo haré -dijo ella-. En cuanto salga a relucir la evidencia y esto cobre sentido.

– Pasas demasiado tiempo en los tribunales.

– Pasé demasiado tiempo casada contigo.

Daniel cerró la carta y la miró por encima de la vela.

– Bien. A ver si puedo acelerar las cosas.

– ¿Vas a poner en marcha tu plan? -preguntó ella, sorprendida.

– No hay ningún plan -dijo Daniel, tras darle las gracias al camarero, que dejó una cesta de panecillos en la mesa y llenó las copas de agua-. Bryan es el operador encubierto, no yo.

– Ja. Todo lo que sabe, lo aprendió de su padre.

– Aprendió lo que sabe de la CIA.

Amanda dio un respingo y Daniel estiró el brazo para apretar su mano suavemente.

– Disculpa.

– Da igual. Eso ya terminó. Eso es lo que cuenta.

– Sí, se acabó -corroboró Daniel.

– Bien, confiesa -Amanda apartó la mano-. ¿Qué pasa?

– Quería decirte que estuviste sensacional en el juzgado.

El cumplido la halagó, pero luchó contra el sentimiento. No era momento para ablandarse con Daniel. Él seguía teniendo un plan oculto, lo sabía.

– Me alegro. Pero eso no es por lo que estamos aquí -comentó ella, eligiendo un panecillo. Estaban calientes y eran una de sus grandes debilidades.

– Estamos aquí porque cuando vi cómo machacabas a ese tipo comprendí que pedirte que cambiaras de profesión había sido un error.

Ese cumplido sí era imposible de ignorar. No era falso ni genérico, y comprendió que era sincero.

– ¿Están listos para pedir? -preguntó el camarero, colocando dos martinis en la mesa.

– Denos unos minutos más -dijo Daniel. El camarero inclinó la cabeza y se retiró. Daniel alzó la copa en un brindis. Amanda hizo lo propio.

– Supongamos que te creo.

– Aplaudiría tu inteligencia.

– Pero sigo pensando que tú tienes algo entre manos.

– Lo que ves es lo que hay -refutó él.

– Ya, seguro. Los Elliott son famosos por su transparencia y claridad.

– Estoy siendo tan transparente como sé -dijo él, mirándola con intensidad.

Ella esperó.

– Piénsalo, Amanda. Bombones, flores, cena…

– ¿Esto es una cita? -ella parpadeó, atónita.

– Es una cita -dijo él con orgullo.

– No lo es -ella agitó el cuchillo de la mantequilla-. Estás disculpándote. Estamos equilibrando nuestra relación por el bien de nuestros hijos y nietos.