– Como quieras -Daniel encogió sus anchos hombros-. No voy a discutir contigo, Amanda.
Ella lo miró en silencio.
– ¿Quieren pedir ya? -preguntó el camarero, reapareciendo súbitamente.
– Sí, gracias -Daniel miró a Amanda-. ¿Langosta?
A ella le encantó que recordara cuál era su plato favorito, pero obvió el detalle. No era una cita. Él no era su novio. Esos estúpidos detalles íntimos no eran más que viejos hábitos.
– Las almejas -dijo, para fastidiar-. Y ensalada.
– ¿Segura? -Daniel alzó las cejas. Ella asintió-. Yo también tomaré almejas -le dijo al camarero.
– Pero…
Él la miró interrogante.
– Nada -ella había esperado que pidiera un solomillo, pero no estaba dispuesta a admitirlo.
Un músico empezó a tocar el arpa y Amanda se recompuso. Esa noche tenía que ser neutra. Buscó un tema que lo fuera.
– ¿Solucionaste tus problemas legales? -preguntó.
– ¿Qué problemas legales?
– El manual de los empleados.
– Ah -él asintió-. Te refieres a eso. Por desgracia, creo que tendremos que despedir al empleado.
– ¿Vais a despedir a alguien por no cumplir las normas del manual?
– Eso me temo.
– No parece que os importe mucho la vida de la gente -dijo ella, a la defensiva.
– Bueno, a él no le importa mucho su trabajo.
– ¿Qué hizo?
– Robar tiempo.
– ¿Qué es robar tiempo?
– Ocuparse de asuntos personales en horas laborables.
– ¿Qué? ¿Algo como pedir cita en la peluquería?
– No se despide a una persona por pedir cita en la peluquería -Daniel soltó un suspiro.
– Yo no. Pero hablas como si tú pudieras hacerlo.
– Llamó diciendo que estaba enfermo y uno de los directores lo vio en la Séptima Avenida.
– Igual iba a la farmacia a por medicinas.
– Según mis fuentes, parecía muy sano.
– ¿Tienes fuentes? -ella enarcó las cejas-. Lo de Bryan viene de ti, olvida la CIA.
– Venga, incluso tú tienes que admitir que una empresa del tamaño de EPH no puede permitirse tener empleados que se aprovechen de los permisos de enfermedad.
– ¿Le preguntaste al hombre qué había ocurrido? -Amanda no estaba dispuesta a admitir nada.
– No personalmente.
– ¿Se lo preguntó alguien?
– Se le ofreció la oportunidad de entregar un justificante médico. No lo hizo.
– Tal vez no fue al médico -Amanda se inclinó sobre la mesa, mirándolo.
– Pidió una baja por enfermedad -Daniel tomó un trago de martini-. No estaba enfermo. Eso es fraude.
– ¿Recibió un trato justo e imparcial?
– ¿Por qué? ¿Te interesa defender su caso?
– Me encantaría -afirmó ella, mirándolo a los ojos.
– Deberíamos bailar -Daniel echó la silla hacia atrás.
– ¿Perdona?
– Hay una pista de baile en la terraza de arriba.
– Acabamos de pedir la cena.
– Les diré que esperen -se puso en pie y le ofreció la mano-. Creo que deberíamos hacer algo que no implique hablar, al menos un rato.
– ¿Estoy arruinando tu cita perfecta? -preguntó Amanda con los ojos muy abiertos y expresión de inocencia.
– Digamos que supones un reto mayor que otras.
– Quizá deberías dejarme plantada.
– Soy un caballero.
– En serio, Daniel -Amanda se puso en pie, sin aceptar su mano-. Podrías cancelar el pedido y llevarme a casa-. Esperó su respuesta, tensa.
Lo inteligente sería marcharse de allí. Eso seguro. Bailar con él sería peligroso y estúpido.
– No seas ridícula -capturó su mano y ella odió la oleada de alivio que recorrió su cuerpo.
Sintió sus dedos cálidos y fuertes entrelazarse con los suyos y su resistencia se evaporó.
– Esto no es una cita -afirmó, mientras él la conducía a la desgastada escalera de madera.
– Claro que es una cita. Te envié rosas.
– Sí, mi casa huele a floristería.
– ¿Eso es malo?
– Es raro.
– ¿Tus novios no te enviaban flores?
– ¿Qué novios? -giró la cabeza para mirarlo.
– Cullen me habló de Roberto.
Ella tropezó en un escalón y tuvo que sujetarse a la barandilla. Roberto había sido intenso, demasiado apasionado. Daniel puso las manos en su cintura para estabilizarla.
– Te pidió matrimonio, ¿no?
– Sí lo hizo.
– ¿Y lo rechazaste?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Eso no es asunto tuyo -dijo ella. Empujó la puerta de madera y se oyó un cuarteto de cuerda.
– Supongo que no -aceptó Daniel.
Amanda había esperado que discutiera y sus palabras la sorprendieron. Él puso la mano en su espalda y la condujo a la pista de baile.
Ella comprendió de inmediato que bailar con él era un error colosal. En realidad, toda la velada empezaba a parecerle un error. Debería haberlo previsto. Cuando un Elliott desplegaba sus encantos, no había mujer capaz de resistirse.
Él la tomó en sus brazos y ella se acopló a su ritmo. Echó la cabeza hacia atrás y contempló las estrellas que tachonaban el negro y aterciopelado cielo.
– ¿Todo lo que haces es siempre tan perfecto?
– ¿Tan perfecto? -repitió él, risueño.
– Flores perfectas, cena perfecta, cielo perfecto.
– Sólo hace falta pensar y planificar un poco.
– Y tu eres el planificador ¿Alguna vez haces algo sin planearlo antes?
– No.
– ¿Nada?
– ¿Qué sentido tendría? -él se encogió de hombros.
El cuarteto de cuerda inició otro vals y Daniel la abrazó con más fuerza. Ella pensó que no debería gustarle eso. No quería que le gustara. Ya era bastante malo fantasear con él mientras viajaba en el asiento trasero de una limusina. Fantasear mientras estaba en sus brazos era más que peligroso.
– Podría ser divertido -dijo ella, obligándose a mantener la conversación. Cualquier cosa menos dar rienda suelta a sus pensamientos sexuales.
– ¿Qué tiene de divertida la desorganización?
– Hablo de espontaneidad -la brisa le alborotó el cabello.
– Espontaneidad es sinónimo de caos -apuntó él, apartándole un mechón de pelo del rostro.
– Espontaneidad es hacer lo que uno quiere cuando quiere -dijo ella, sacudiendo la cabeza.
– Eso es pura volubilidad.
– ¿Me estás llamando voluble?
– No te estoy llamando nada -apoyó la frente en la de ella y suspiró-. Sólo digo que yo no cambio lo bastante en una semana como para desear que todo sea distinto al final de ella.
– ¿Y qué me dices de un mes, o un año?
– Hay diferentes niveles de planificación.
Amanda dio un paso atrás y dejó de bailar.
– ¿Estás diciendo que tienes cosas planificadas para dentro de un año?
– Por supuesto.
– Es imposible.
– Están los presupuestos anuales, reservas, conferencias. Uno no se sube a un avión de repente para dar una charla sobre EPH en la Asociación Periodística Europea.
– Pero, ¿y si algo cambia?
Él pasó la mano por su espalda y, con un escalofrío, ella se reincorporó al baile.
– ¿Qué iba a cambiar? En su fundamento, quiero decir.
A pesar de que pretendía mantener viva la discusión, la voz de ella se suavizó, reflejando la seducción del húmedo aire nocturno.
– ¿Pero nunca quieres vivir la vida sin más?
– No.
– ¿Ni siquiera en cosas pequeñas?
– Amanda -su voz enronqueció y siguió acariciando su espalda-. No hay cosas pequeñas.
– ¿Qué me dices de la cena? ¿No habría sido divertido elegir un restaurante en el último momento?
– ¿Habrías preferido esperar dos horas en fila para conseguir una mesa? -preguntó él, con un deje burlón en la voz.
– Estás siendo obtuso a propósito -protestó ella, dándole una palmada en el brazo.
– Estoy siendo lógico. Planificar no elimina la diversión de la vida. Potencia la diversión porque elimina la preocupación.