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– Deberías improvisar de vez en cuando -sugirió ella, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo.

– No lo creo.

– Te sentirías más vivo.

– ¿Eso crees? -volvió a apartarle el pelo de la cara y ella se estremeció visiblemente.

– Lo sé -le aseguró.

– Vale. Aquí viene algo que no creo que esperases.

– ¿Sí? -lo miró con interés.

– Sí -la atrajo hacia él e inclinó la cabeza.

Ella abrió los ojos de par en par. Había espontaneidad, y espontaneidad.

– Esto -susurró él, besando sus labios.

Fue un beso suave. Apenas entreabrió los labios, y no la apretó contra él. No debió durar más de diez segundos, pero ella sintió cómo el deseo se desataba en su interior. Las estrellas plateadas se volvieron borrosas y le temblaron las rodillas.

Entonces él abrió la boca y ella se agarró a sus hombros, repitiendo su nombre mentalmente, una y otra vez. Cuando estaba a punto de pronunciarlas en voz alta, él finalizó el beso. Se miraron.

– No contabas con eso, ¿verdad? -preguntó él.

– ¿Y tú? -preguntó ella, al ver el destello de su mirada.

– Oh, sí. Lo he planeado toda la semana.

– ¿Qué?

– Soy un planificador, Amanda -soltó una risita grave-. Así son las cosas.

– Pero…

– Y no creo que mi planificación me restara un segundo de placer.

Amanda se echó hacia atrás. Él había planeado besarla. Un pensamiento aterrador le pasó por la cabeza y se apoyó en él para equilibrarse.

– Por favor, dime que no has planificado nada más.

– Probablemente será mejor que no conteste a eso -dijo él. Sus blancos dientes destellaron a la luz de las farolas que iluminaban la pista de baile.

Capítulo Ocho

El intercomunicador de Daniel sonó el lunes por la mañana.

– La señora Elliott está aquí -dijo Nancy.

Amanda allí. Daniel no podía creerlo. La había notado tan nerviosa el viernes por la noche, tras el beso, que había decidido darle tiempo.

Sabía que tal vez se había apresurado, pero quería salir con ella y hacerle saber que estaba interesado. Cuanto más la veía, más se acordaba de lo que habían compartido y más deseaba recuperar aquella magia.

Se colocó la corbata y se pasó una mano por el pelo. Después se levantó.

– Dile que entre.

La puerta se abrió y esbozó una sonrisa de bienvenida que se heló en su rostro.

Era Sharon.

La otra señora Elliott.

Ella entró decidida, diminuta y delgada como un junco. Sus ojos azules chispearon cuando cerró la puerta a su espalda.

Daniel tomó aire.

– No sé qué diantres creías que estabas haciendo -siseó ella, acercándose al escritorio.

– ¿Haciendo?

– En Hoffman.

– ¿Puedo ayudarte en algo, Sharon? -preguntó él, volviendo a sentarse y removiendo los papeles que había sobre el escritorio.

– Sí, puedes ayudarme en algo. Puedes cumplir los términos acordados en nuestro divorcio.

– Has recibido tu cheque de este mes -dijo él. Sabía que lo había cobrado a las pocas horas.

– No hablo de dinero -casi gritó ella-. Hablo de nuestro acuerdo.

– ¿Qué acuerdo? -Daniel firmó una carta y empezó a hojear un informe de ventas-. Estoy ocupado -no quería desperdiciar parte de su cerebro en Sharon cuando podía soñar despierto con Amanda. Le habría gustado saber si estaba libre para comer.

Sharon apoyó las manos en el escritorio y se inclinó hacia él. Era difícil que una especie de duende de cabello casi quemado por el tinte pareciera intimidante, pero ella estaba haciendo lo posible.

– Nuestro acuerdo de decirles a nuestros amigos que yo te dejé a ti.

– Nunca he dicho lo contrario.

– Las acciones valen más que las palabras, Daniel.

– ¿Puedes ir al grano? -miró su reloj-. Tengo una reunión con Michael a las diez.

Ella apretó la mandíbula. Sus ojos se arrugaron, a pesar de las dos prohibitivas operaciones de cirugía estética a las que se había sometido.

– Nadie va a creerme si te toqueteas con otra mujer en una pista de baile.

– No era otra mujer -Daniel cuadró los hombros-. Era Amanda.

– Lo que sea -Sharon agitó una mano-, tú no…

– Y no nos toqueteábamos.

– Mantente alejado de ella, Daniel.

– No.

– ¿Qué? -los ojos azules de Sharon casi le saltaron de las órbitas.

Él se levantó y cruzó los brazos sobre el pecho.

– He dicho que no. Estamos divorciados y veré a quien quiera, cuando quiera.

– Teníamos una acuerdo -balbució ella.

– Accedí a mentir una vez para salvar tu reputación. Eso se acabó. Hemos acabado. Ya no tienes nada que decir en mi vida. ¿Está claro? Y menos respecto a Amanda -Daniel no iba a permitir que nadie controlara su relación con Amanda. Excepto Cullen, tal vez, y sólo porque era listo y Daniel solía estar de acuerdo con él, al menos en ese tema.

Sharon hizo un mohín y su expresión se transformó, casi por arte de magia. A él lo avergonzó pensar que ese truco lo había convencido en otros tiempos.

– Pero Daniel -gimió ella-, me sentiré humillada.

– ¿Por qué?

– Porque la gente pensará que me dejaste.

– Si quieres salvaguardar tu reputación, sal con gente. Disfruta. Demuestra a todo el mundo que te alegras de haberte librado de mí.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas de cocodrilo. Pero Daniel la conocía demasiado bien. Le había dado la casa, las obras de arte, el palco de la ópera y el personal de servicio. Estaba servida.

– Estás sola, Sharon -fue hacia la puerta-. Engáñalos como quieras, pero no cuentes conmigo.

– Pero, Daniel…

– No. No quiero saber nada. Hemos acabado.

– Por lo menos, no estés con esa mujer en público -dijo ella, cuadrando los hombros.

– Adiós, Sharon -Daniel apretó los labios para no insultarla y abrió la puerta.

Ella alzó la barbilla con orgullo y salió.

Daniel cerró la puerta y volvió a su escritorio. No tenía ninguna intención de no incluir a Amanda en su vida social. Llamó a Nancy.

– ¿Hay alguna invitación de alto rango para este fin de semana? ¿Algo de portada de revista?

– ¿Te besó? -preguntó Karen. Sus ojos verdes se iluminaron con una sonrisa, mientras añadía tierra a una violeta africana. Estaba en el invernadero, rodeada de bolsas de tierra y fertilizante.

– ¿Estoy loca? -preguntó Amanda, llevando un semillero recién plantado a una estantería.

– ¿Loca por enamorarte de tu ex marido?

– Suena mucho peor dicho en voz alta -dijo Amanda, después de un gruñido.

– No suena mal en absoluto. Es dulce -dijo Karen. Se quitó los guantes y se dejó caer en una silla.

– ¿Estás bien? -Amanda se acercó rápidamente.

– Sólo un poco cansada -Karen sonrió-. Pero es un cansancio agradable -miró las plantas-. Es fantástico tener la sensación de haber hecho algo. Volvamos al tema de Daniel y tú.

Amanda gruñó y Karen soltó una carcajada.

Sonó un teléfono. Karen miró el bolso de Amanda, que estaba junto a la violeta africana.

– Es tu móvil, ¿no?

– Oh, vaya, lo apagaré.

– Mira quién es -sugirió Karen.

– Es Daniel -dijo Amanda, tras abrirlo y comprobar la pantalla.

– Contesta -le urgió Karen, irguiéndose.

Amanda cerró los ojos con fuerza, después pulsó el botón de respuesta.

– Amanda Elliott.

– Hola, Mandy. Soy Daniel.

Ella se ruborizó. Vio la sonrisa de Karen.

– Hola, Daniel.

– Escucha, ¿estás libre el sábado por la noche?

– ¿El sábado?

Karen, mirándola, asintió vigorosamente.

– Espera que… -Amanda no quería dar la impresión de estar deseándolo. No sabía cuál era el plan, pero quería volver a sentir esa descarga de adrenalina-. Sí, el sábado está bien.