– Si Bryan no está de vuelta en el hospital, y si Misty no está de parto, tú y yo vivimos vidas separadas.
– Amanda -repitió él, más fuerte.
– Eso es lo que dice nuestra sentencia de divorcio -se alejó.
Él la siguió por el borde de la piscina, pero el agua no le dejó escuchar todas sus palabras.
– Yo pensé… entonces tú… haciendo progresos…
Ella se rindió y empezó a nadar de lado, mirando su cuerpo largo y firme.
– ¿Progresos hacia dónde?
– Odio cuando te haces la tonta -él entrecerró los ojos.
– Y yo odio que me insultes.
– ¿Cómo te he insultado?
– Me has llamado tonta.
– He dicho que te estabas haciendo la tonta -él extendió las manos con frustración.
– Entonces me has llamado intrigante.
– ¿Es necesario que hagamos esto?
Por lo visto, lo era. Ocurría siempre que estaban a menos de diez metros de distancia el uno del otro.
– Yo estuve allí para ti, Amanda.
Ella se detuvo y el agua chocó contra su cuello. Parecía que ya iba a empezar a usarlo en contra suya.
– Y tú estuviste allí para mí -él alzó las palmas de las manos con gesto de rendición-. Lo sé. Lo sé.
– Y ya se acabó. Bryan está vivo… -se le quebró la voz al decir el nombre de su hijo e inspiró con fuerza-. Y Cullen está felizmente casado.
Daniel volvió a agacharse y bajó la voz.
– ¿Qué me dices de ti, Amanda? -los iris azules de sus ojos chispearon con el reflejo del agua.
No. No iba a hacerse eso a sí misma. No iba a tener una conversación con Daniel sobre su estado emocional o mental.
– Estoy decididamente viva -le contestó con descaro. Se zambulló bajo el agua y siguió nadando.
Él siguió andando por el borde de la piscina, siguiendo su ritmo y observando sus brazadas.
Poco después, ella sólo podía pensar en cuánto estaría sobresaliendo su trasero del agua y en si llevaba el bañador mal colocado. Se detuvo al otro extremo y se apartó el pelo de los ojos.
– ¿Vas a marcharte ya? -preguntó. No estaba dispuesta a hacer cuarenta y cuatro largos mientras él analizaba la parte trasera de sus muslos.
– Quiero hablar contigo de un tema legal -dijo él.
– Llama a mi oficina.
– Somos familia.
– No somos familia -ella se apartó del borde de golpe, creando un remolino de agua. Ya no lo eran.
– ¿Tenemos que hacer esto aquí? -preguntó él, mirando a su alrededor.
– Eh, tú puedes estar donde quieras. Yo estaba nadando, sin meterme con nadie.
– Sube a tomar algo conmigo -señaló con la cabeza la terraza que daba a la piscina.
– Vete.
– Necesito tu asesoramiento legal.
– Siempre tienes abogados en nómina.
– Pero esto es confidencial.
– Me quedan un montón de largos.
– No los necesitas -comentó él, enfocando los ojos en la silueta que se veía bajo el agua.
A ella le dio un vuelco el corazón. Pero después recordó lo fácil que le resultaba a él soltar cumplidos. Giró y empezó a nadar a braza.
Él caminó hasta el otro lado de la piscina y estaba allí esperándola cuando emergió a tomar aire.
– Puedes ser un auténtico impresentable, ¿lo sabías? -soltó un suspiro de frustración.
– Venga, sigue. Esperaré.
– Prefiero que no -ella apretó los dientes.
Él sonrió y le ofreció la mano.
A Daniel le preocupaba que no cayera en la trampa. Entonces tendría que encontrar otra forma de conversar con ella. Y sin duda tenía unas cuantas cosas que decirle.
Durante las últimas semanas había visto su frenético horario. Había oído las llamadas telefónicas ya entrada la noche. Y había visto cómo sus clientes se aprovechaban de ella.
Ella entrecerró los ojos, desconfiada, y él acercó la mano un poco más y movió los dedos, animándola. Sólo necesitaba captar su atención durante unos días, quizá un par de semanas. Después ella estaría de nuevo encaminada y saldría de su vida para siempre.
Por fin, ella hizo una mueca y colocó su pequeña mano en la suya. Él intentó ocultar un suspiro de alivio y la sacó del agua con suavidad.
Ella se estiró y él vio sus extremidades firmes y cómo el bañador color albaricoque se ceñía a sus curvas. Dado que solía utilizar ropa informal, más bien suelta, había pensado que debía haber ganado peso con los años. Pero no era así.
Tenía una figura fantástica. La cintura bien definida, el estómago plano y firme, los senos llenos y redondos bajo la tela mojada.
Un casi olvidado pinchazo de deseo lo golpeó y apretó la mandíbula para controlarlo. Si la incomodaba en ese momento, huiría. Y entonces se pasaría el resto de su vida nadando después del trabajo y paseando por Manhattan con pantalones caqui, blusas sueltas y sandalias de madera.
Se estremeció con la imagen.
Aunque ella no estuviera dispuesta a admitirlo, necesitaba ampliar sus círculos profesionales, buscar clientes prósperos y, por Dios bendito, vestirse para el éxito.
– Una copa -advirtió ella, soltando su mano y lanzándole una mirada de advertencia, mientras se sacudía el agua del bañador.
– Una copa -aceptó él con desgana, desviando la mirada de su seductora figura.
– Ni siquiera te has mojado -dijo ella mirando su bañador y arrugando la nariz.
– Eso es porque no he venido a nadar -la tomó del codo y la condujo hacia el vestuario.
Tenía la piel suave y fresca, como las baldosas que pisaban sus pies. Ella se detuvo a la entrada del pasillo y se volvió para mirarlo. Casi vio cómo su mente calibraba la situación y formulaba argumentos.
– Supongo que no estarías dispuesta a cambiarte en el vestuario familiar, por los viejos tiempos, ¿verdad? -dijo él, buscando una distracción.
Eso hizo que sus ojos de color moca destellaran, pero también acalló su boca. Tal y como él había pretendido.
En realidad, no tenía ningún asunto legal que discutir. Había sido una excusa para sacarla de la piscina, e iba a necesitar unos minutos para refinar los detalles de la mentira. Le lanzó lo que esperó pareciese una sonrisa nostálgica.
– A los chicos les encantaba este sitio.
– ¿Qué es lo que te pasa? -espetó ella.
– Sólo decía que…
– Sí. Bien. A los chicos les encantaba -se quedó en silencio un momento y sus ojos se suavizaron.
Él también se perdió en sus recuerdos. En su mente vio a dos chicos de pelo oscuro lanzándose por el tobogán y tirándose del trampolín. Boca Royce era el único centro de ocio que Amanda y él habían podido permitirse en sus años de escasez, gracias a que la familia Elliott eran socios vitalicios. Y Bryan y Cullen habían nadado allí sin descanso.
Recordó el final del día, cuando los niños estaban agotados. Amanda y él los llevaban a casa, les daban pizza para cenar y les dejaban ver una película de dibujos animados. Luego los acostaban y ellos dos se iban a la cama para pasar el resto de la velada haciendo el amor.
– Tuvimos buenos tiempos, ¿verdad? -comentó con voz ronca.
Ella no contestó, no lo miró. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y se fue por el pasillo.
Mejor así.
Estaba allí para ofrecerle unos consejos básicos para que encaminara su vida profesional.
Todo lo demás era intocable.
Muy intocable.
Amanda se sintió mucho menos vulnerable con unos vaqueros desgastados y una camiseta sin mangas color azul pastel. En el vestuario, se peinó el pelo húmedo con los dedos y se puso brillo de labios transparente. No solía utilizar mucho maquillaje durante el día, y no iba a ponérselo por Daniel. Tampoco iba a peinarse con secador.
Se echó su bolsa deportiva amarilla al hombro y subió las escaleras que llevaban a la terraza.
Una copa rápida. Oiría lo que tenía que decir, le sugeriría a alguien de precio mucho más elevado que el suyo y, tal vez, después visitaría a un psicólogo.