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– Perfecto. Hay una recaudación de fondos para el museo en el salón de baile del Riverside.

El Riverside. Ese era el hotel en el que habían hecho el amor por primera vez. Amanda abrió la boca, pero no pudo decir palabra.

– ¿Te recojo a las ocho? -preguntó Daniel.

– Yo…eh…

– Vestimenta de gala. Por una buena causa.

Por supuesto. Daniel siempre estaba en los acontecimientos benéficos, o sociales, o cuando los medios de comunicación querían entrevistas. Ella no entendía por qué no podía conformarse con ir a tomar una pizza.

– ¿Amanda?

– ¿Sí?

– ¿Está bien a las ocho?

– Sí, está bien.

– Fantástico. Te veré entonces.

Amanda cerró el móvil.

– ¿Otra cita? -preguntó Karen con ironía.

– La recaudación de fondos para el museo, en el Riverside.

– Uf, ¡eso sí es una cita! -Karen soltó un silbido.

– No tengo nada que ponerme -dijo Amanda, guardando el teléfono-. Nada de nada.

– En eso puedo ayudarte.

– ¿Qué quieres decir?

– Scarlett debe tener cien diseños suyos arriba -dijo Karen, poniéndose en pie.

– No podría…

– Claro que sí. Será divertido -Karen tomó a Amada del brazo-. Si te tranquiliza, la llamaremos para pedirle permiso cuando encontremos algo. Pero seguro que le encanta la idea.

– ¿Crees que me dejará ponerme un diseño suyo? -Amanda permitió que Karen la llevara a la puerta.

– Desde luego. Y si hay que hacer algún retoque, le pediremos que venga.

– No creo que… -titubeó Amanda.

– Venga. Casi me siento como si fuera a ir yo a la fiesta -insistió Karen-. Me encanta vestirme de gala.

– En eso no nos parecemos -Amanda se sentía rígida y plástica con ropa formal, y más aún con maquillaje y laca. Su rostro, e incluso su voz, se tensaban. Tenía la impresión de estar disfrazada.

– ¿Vas a volver a besarlo? -preguntó Karen.

– No he pensado en eso -dijo Amanda, pero era mentira. Había fantaseado con besarlo una y otra vez desde el viernes anterior.

– Pues piénsalo.

Entraron en un dormitorio y Karen abrió la puerta de un espacioso vestidor.

– Voy a sentarme y ponerme cómoda -dijo-. Quiero que me hagas un pase de modelos y un monólogo sobre cómo fue el beso de tu ex marido.

– Fue un beso corto -rió Amanda.

– ¿Pero bueno? -preguntó Karen, sentándose en un sillón.

– Bueno -Amanda lo rememoró por enésima vez. Había sido muy bueno. Un beso de los de «ahora entiendo por qué me casé contigo».

– Deberías ver tu cara ahora -cacareó Karen.

– Lo que me gustaría es entenderlo -dijo Amanda, entrando al vestidor-. Estamos divorciados. Y llevamos vidas completamente distintas.

– A lo mejor sólo le interesa tu cuerpo.

– ¿Qué? ¿Después de Sharon?

– Sobre todo, después de Sharon. Esa mujer sale bien en las fotos pero, créeme, de cerca todo es Botox, cirugía y relleno.

Amanda soltó una risita estrangulada.

– Da miedo, sobre todo cuando empieza a hablar -continuó Karen-. Tú, en cambio, eres más atractiva cada minuto que pasa.

Amanda no lo creía, pero Karen era una buena amiga.

– Vas a tirar a ese hombre de espaldas con un vestido bien sexy.

– No creo que consiga parecer sexy -dijo Amanda.

– No seas tonta. Parecerías sexy con una mano atada a la espalda.

Si aparezco toda arreglada, ya sabes qué pensará.

– ¿Qué pensará?

– Que estoy… ya sabes… interesada en él -aclaró Amanda, arrugando la frente.

– Estás interesada en él.

– No como novio.

– ¿Como qué, entonces?

– Esa es la pregunta del millón de dólares -Amanda suspiró y se quitó la blusa.

– Podría ser tu amante clandestino -sugirió Karen.

– ¿Una aventura secreta? ¿Con Daniel?

– No es como si no te hubieras acostado nunca con él -dijo Karen. Amanda puso los ojos en blanco-. ¿Puedo suponer que os iba bien el sexo?

– Claro que nos iba bien -Amanda se quitó los pantalones y los dejó sobre la cama. El sexo nunca había sido problema en su matrimonio. Los problemas habían sido la familia dominante de Daniel, su ansia por ganar dinero y su insoslayable presunción.

Durante los primeros años habían compartido algo real y le había roto el corazón ver cómo desaparecía mientras Daniel se iba sumiendo más y más en el abismo de lo «apropiado». Pero el sexo, ay, el sexo…

– Así que el sexo iba bien pero el matrimonio iba mal -aventuró Karen.

– Sería una forma de expresarlo -Amanda volvió al vestidor.

– Podrías tener lo mejor de los dos mundos -le dijo Karen-. Acostarte con el buen amante y vivir separada del mal marido.

– Eso es… -Amanda calló. Volvió a la puerta del vestidor y miró a Karen. O era una locura, o una idea fantástica.

– Estamos en el siglo veintiuno -la animó Karen.

Daniel sólo como amante. Hum.

Ya le había prometido dejar de darle consejos profesionales, así que no tendría que soportar más discursos. Se preguntó si sería capaz de aprovechar sus cualidades e ignorar sus debilidades.

– Vas a necesitar un vestido muy especial -dijo Karen, guiñándole un ojo.

– Yo no podría… -empezó. Amanda no sabía bien qué, pero algo no le cuadraba.

– La verdad es que sí podrías -interrumpió Karen-. No es ilegal, inmoral ni insano.

– ¿Necesitan algo, señoras? -el ama de llaves de los Elliott apareció en el umbral.

– Sí, Olive. Necesitamos champán y zumo de naranja -afirmó Karen-. Estamos de celebración.

– ¿Te lo permiten? -preguntó Amanda.

– Con moderación -contestó Karen.

– Volveré ahora mismo -dijo Olive.

– Quiero que empieces con los vestidos que menos pensarías en ponerte en público -Karen, imperiosa, señaló el vestidor.

Amanda entró en la gala benéfica para el museo vestida con una túnica de seda oriental sin mangas, de cuello mao, que la dispensaba de llevar joyas, y que tenía una abertura trasera en la falda para facilitar el movimiento. En la parte delantera tenía un bordado de flores diagonal, en tonos rosas y dorados.

Era un diseño de Scarlett y un compromiso a medias con Karen, elegante pero no demasiado sexy.

Scarlett había insistido en que se pudiera una esclava de oro en el tobillo, que destellaba con cada paso y complementaba sus sandalias, de tacón mucho más alto al que estaba acostumbrada.

Cruzaron el arco de entrada y Amanda admiró los elegantes centros de flores y las arañas de cristal. Las vigas del techo estaban pintadas de blanco y repujadas en oro. Había mesas inmaculadas por todo el perímetro de la sala y una pista de baile circular en el centro. Cenicienta no habría echado nada en falta.

– No me dijiste que tus padres venían -le susurró a Daniel, sintiéndose como una adolescente. Se le había encogido el corazón al ver a Patrick y a Maeve.

– ¿Es un problema? -musitó él.

– Sí, es un problema -siseó ella.

– ¿Por qué?

– Porque no les caigo bien -era obvio.

– No seas ridícula.

Ella ralentizó el paso. El lujo, el resplandor y la música orquestal empezaban a darle claustrofobia. No encajaba allí, nunca lo había hecho. Quería irse.

– Daniel, cariño -una mujer de unos sesenta años, que lucía suficientes diamantes para cancelar la deuda de la nación, besó a Daniel en la mejilla.

– Señora Cavalli -Daniel sonrió y agarró su mano.

– Vi a tu madre en la subasta de colchas de la Sociedad Humanitaria, la semana pasada.

– He oído decir que fue muy bien -dijo Daniel, con tono de interés.

– Así es -la señora Cavalli miró a Amanda.

– Ésta es mi amiga, Amanda -presentó Daniel, poniendo una mano en su espalda-. Amanda, la señora Cavalli.