– Encantada de conocerla -Amanda le ofreció la mano.
– ¿Tienes mascotas, querida?
– Eh, no -Amanda movió la cabeza-. No tengo.
– Deberías plantearte adoptar una del refugio. Allí conseguimos a Botones, hace casi cuatro años -la señora Cavalli se volvió hacia Daniel-. La pillina robó caramelos el otro día -la señora Cavalli soltó una risita-. El peluquero canino tardó tres horas en limpiarle el pelaje -se volvió hacia Amanda-. Es una perrita de ojos marrones. Un tesoro.
– Suena adorable -dijo Amanda.
– ¿Estarás en el té del Hospital Infantil, querida?
Amanda miró a Daniel.
– Amanda trabaja durante el día -intervino él.
– Ah, entiendo -la señora Cavalli dio un paso atrás y sus ojos se ensancharon.
– Amanda es abogada.
– Ah, eso está muy bien. ¿Quizá en otra ocasión?
– Quizá -dijo Amanda.
– Tengo que ir a ver a Mueve -la señora Cavalli se despidió agitando los dedos.
– Ha sido un gusto verla -dijo Daniel.
– ¡Daniel! -exclamó una voz grave. Un hombre de pelo cano, vestido de esmoquin, apretó su mano.
– Senador Wallace -saludó Daniel.
– ¿Has oído las cifras de cierre de los futuros de petróleo de hoy? -preguntó Wallace. Sin esperar su respuesta, alzó las manos-. Tenemos que perforar en Alaska, está claro. Y cuanto antes mejor.
– ¿Y el tema medioambiental? -apuntó Daniel.
– Preséntame a un conductor que esté dispuesto a no utilizar el aire acondicionado de su vehículo -el senador clavó un dedo en el pecho de Daniel-, y yo te presentaré a un demócrata liberal dispuesto a votar a Adam Simpson -soltó una carcajada.
Amanda sonrió, aunque no entendía la broma.
– ¿Te salpicó el escándalo Chesapeake? -preguntó el senador. Daniel negó con la cabeza.
– Vendí las acciones mucho antes.
– Malditos contables. No son mejores que los abogados -rezongó el senador. Debió notar que sus palabras incomodaban a Amanda, porque se dirigió a ella por primera vez.
– No me interprete mal, señora. Soy abogado. Pero hay muchos principiantes por ahí, arruinando nuestra economía.
Amanda tensó la mandíbula y Daniel buscó una manera de librarse del senador.
– Senador, no sé si recuerda a Bob Solomon. Bob, ven a saludar al senador -un hombre se apartó de un grupo cercano y apretó la mano del senador-. Bob apoyó la campaña de Nicholson -dio Daniel. El senador sonrió y Daniel se apresuró a alejar a Amanda de allí.
– Alejémonos de aquí -dijo Daniel.
– Vamos arriba -sugirió Amanda.
– ¿Arriba? -la miró con sorpresa.
Amanda se enfrentó a él. Había pensado en tomar una o dos copas antes de ese momento, pero no se sentía capaz de aguantar el ambiente mucho más.
– Tengo que hacerte una confesión.
– Dime -Daniel enarcó una ceja.
– He reservado una habitación.
– Has ¿qué?
– Yo…
– Espera. Maldición -Daniel agarró su brazo y la hizo girar-. Sigue andando. No mires atrás.
– ¿Tus padres?
– No, no son mis padres. Cielos, Amanda. A ellos les caes bien.
– No es cierto.
Él la llevó a un rincón, alejado de la pista de baile. Unas puertas de cristal daban a un balcón sobre la Quita Avenida. Había empezado a llover y no había nadie fuera.
– ¿De quién hemos escapado? -preguntó Amanda.
– De Sharon.
Amanda parpadeó. Estaban escondiéndose de su ex esposa. No entendía qué necesidad había de eso.
– Últimamente está… -apretó los labios-. Difícil.
A Amanda se le encogió el estómago. Quizá se había equivocado. Quizá su imaginación y el entusiasmo de Karen la habían confundido. Dio un par de pasos hacia atrás.
– Eh, si sigues teniendo algo con…
– No tengo nada con Sharon -Daniel agarró sus brazos para retenerla-. Pero es impredecible y ruidosa. No quería que te insultara.
– ¿Insultarme?
– Olvida a Sharon -pidió él-. Volvamos a eso de que has reservado una habitación. ¿Es cierto? -sus ojos azules ardían de deseo-. Yo lo hice una vez.
– ¿Sí? -consiguió decir ella.
– La noche de una fiesta de fin de curso. Y tuve mucha, mucha suerte -alzó su barbilla con un dedo-. ¿Es posible que te estés insinuando?
– Es posible -admitió ella.
– Fantástico -sonriendo, agachó la cabeza para besarla. Sus labios la tocaron y ella, estuvo a punto de deshacerse. Sin preámbulos él abrió su boca y la acarició con la lengua.
El beso adquirió más intensidad y ella se agarró a su cuello, con el corazón desbocado.
– Mandy -susurró él, acariciando su mejilla, con un pulgar. Después puso las manos en su trasero y la apretó contra él, haciéndole sentir su erección.
– Daniel -gimió ella.
– Ejem -una voz masculina sonó a su espalda.
Amanda se apartó y volvió la cabeza. El senador, Sharon y dos personas más los contemplaban atónitos y en silencio.
Capítulo Nueve
A Daniel se le ocurrieron una docena de posibilidades, todas malas. Había pretendido desobedecer las órdenes de Sharon, pero no así.
Los ojos de ella brillaban, duros como el granito, y apretaba los labios con ira.
El senador Wallace parecía vagamente divertido. Les saludó con la copa y se marchó. Los Wilkinson tuvieron la delicadeza de esfumarse sin más. Sharon, en cambio, avanzó.
– ¿Has perdido la cabeza?
– ¿Es necesario esto? -preguntó Daniel, aún rodeando a Amanda con un brazo. La cifra de siete ceros que había pagado por divorciarse debería haberlo librado de Sharon para siempre.
– Sí, es necesario. ¿Qué te pedí? ¿Qué te dije?
– Creo que yo… -Amanda empezó a soltarse.
– No te vayas -exigió Daniel, apretando su cintura con más fuerza. Ella lo miró, atónita y el suavizó el tono de su voz-. Por favor, espera -se volvió a Sharon-. Regresa a la fiesta.
– Ni en sueños. Seré el hazmerreír de todos.
– Sólo si te comportas como si lo fueras.
– ¿No entiendes que la historia ya habrá circulado por la sala una docena de veces?
– Sólo han pasado tres minutos.
– Tú eres quien ha metido la pata, Daniel -se inclinó hacia él y le clavó el índice en el pecho-. Y tú eres quien va a arreglarlo.
– No seas melodramática.
– Vas a bailar conmigo.
– ¿Qué?
– Lo digo en serio, Daniel. Sal a la pista de baile y deja que todos nos vean hablando y riendo juntos. Eso acallará los rumores.
– Ni en un millón de…
– Me lo debes.
– No te debo nada.
Amanda consiguió soltarse y él no la culpó. No era plato de gusto ver una pelea de divorciados. Seguramente le traía muy malos recuerdos.
Comprendió que si quería avanzar en su relación con Amanda, debía neutralizar a Sharon. Y en ese momento, neutralizarla implicaba bailar con ella.
– De acuerdo -escupió. Se volvió a Amanda-. Será un minuto. ¿Me esperas junto a la estatua?
– Claro -aceptó ella con un gesto de indiferencia y expresión enigmática.
Sharon le agarró del brazo y fueron a la pista. Pero a mitad del baile, Daniel vio a Amanda. Se iba.
Blasfemando entre dientes, abandonó a Sharon y casi corrió hacia la salida.
– Amanda -consiguió alcanzarla en la mitad del vestíbulo-. ¿Qué estás haciendo?
– Será mejor que vuelvas a la fiesta, Daniel -lo miró con fijeza-. La gente podría cotillear.
– Me da igual que la gente cotillee -había abandonado a Sharon en el centro de la pista de baile. Los cotilleos ya debían estar en marcha.
– No es cierto.
– Sólo pretendía librarme de ella.
– ¿Bailando?
– Viste lo que ocurrió.
– Sí. Vi exactamente lo que ocurrió.