– Te dijeron que te quedaras en este continente.
– Me quedé por ti -Daniel cerró la boca de golpe.
– Te quedaste porque te lo dijeron -ella movió la cabeza-. ¿De quién fue la idea de que te casaras con Sharon?
– Mía -dijo él, pero hizo una mueca.
– ¿De quién fue la idea de que te presentaras al puesto de director ejecutivo?
Daniel la miró fijamente.
– ¿Qué quieres tú, Daniel?
Se oyó un trueno mucho más cercano, y un relámpago destelló en el cielo. Las primeras gotas de agua golpearon la arena.
– Haga que saquen la carpa, Curtis -le dijo Daniel al maître, que estaba a una distancia prudencial.
– ¡No! -Amanda se levantó de su regazo.
– ¿Qué?
– Nada de carpa.
– ¿Por qué no?
– No me coartes, Daniel.
– ¿Estás loca de remate? -la miró desconcertado.
– ¿Puedes decirle a ese hombre que se vaya? -le pidió ella en voz baja.
– ¿Estaré a salvo a solas contigo?
– Es posible.
– Puede volver a la casa, Curtis -dijo él tras un titubeo. Se oyó otro trueno-. Estaremos bien.
Curtis asintió y fue hacia la escalera.
– Así que vamos a quedarnos aquí afuera y mojarnos, ¿no? -preguntó Daniel.
– Sí. La vida es así. Ve acostumbrándote.
– ¿Puedo volver a ponerme la chaqueta?
– No -empezó a llover con fuerza y Amanda abrió los brazos de par en par.
– La cena está arruinada -comentó él.
– Después pediremos una pizza.
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
– ¿Ahora? -ella volvió a sentarse en su regazo y rodeó su cuello con los brazos.
Ése era Daniel. Eso era real. Era lo que ella había estado esperando.
– Ahora -dijo-, vamos a hacer el amor.
Capítulo Diez
Daniel miró el cabello húmedo de Amanda, su blusa pegada al cuerpo y sus pantalones sueltos.
Había imaginado ese momento más de un millón de veces. Pero siempre había una cama, sábanas de satén, champán.
– ¿Aquí?
– Sí -ella rió-. Aquí mismo.
– Tendrás frío.
– No me importa.
– Alguien podría vernos -dijo él, mirando los yates que había anclados en la bahía.
– Necesitarían un teleobjetivo.
– Sí -dijo él, pensando que eso no detenía a nadie.
– ¿Te da miedo acabar en la portada de tu propia revista?
– No seas ridícula, Amanda.
– Bésame, Daniel.
Él miró su boca húmeda. Era tentadora. Vaya si lo era.
– Acabarás con arena en el trasero.
– Mi trasero sobrevivirá.
Él había querido un encuentro memorable. Perfecto. Un recuerdo que ella atesorara para siempre.
– ¿Podemos entrar, al menos?
– Ni en broma -se inclinó hacia delante y lo besó en la boca. Sus labios eran frescos, húmedos y endiabladamente sexys.
– Amanda -gruñó en protesta.
– Aquí y ahora, húmedo y salvaje, con frío y arena y con el riesgo de que nos espíen desde los yates -volvió a besarle, más intensamente esa vez.
– No recuerdo que fueras así -farfulló él, antes de rendirse al beso.
– No prestabas suficiente atención -le desabrochó los botones de la camisa.
– Ah, sí, claro que sí -murmuró, devolviéndole el favor e introduciendo la mano bajo su blusa-. Recuerdo cada centímetro de tu piel.
– ¿Cada uno?
– Sí.
– ¿Quieres verlos otra vez?
Él echó otro vistazo inquieto a los barcos. Estaba oscureciendo. Si extendía el abrigo bajo las faldas del mantel, la intimidad con ella quedaría protegida.
Curtis no permitiría que ningún empleado volviera a la playa si él no se lo pedía.
– Sí -contestó, tomando la única decisión posible-. Oh, sí.
Amanda se echó hacia atrás y se sentó a horcajadas en sus rodillas. Le ofreció una sonrisa traviesa y seductora y se quitó la blusa mojada, dejando sus pechos al descubierto. Su piel de alabastro se iluminó con el destello de un relámpago.
Él mundo se detuvo para él. Incapaz de evitarlo, se inclinó y besó un seno, después el otro, saboreando la delicada piel, disfrutando de la textura con su lengua, alargando el momento, segundo a segundo. Su piel era tan dulce como recordaba. Solía anhelar su sabor, perderse en su aroma, contar los minutos hasta que podía tomarla en sus brazos y unirse a ella.
Las gotas de lluvia caían con fuerza y se oía el rugido de las olas. Pero él lo olvidó todo excepto la maravillosa mujer que tenía entre los brazos. Tenía la piel húmeda, resbaladiza e increíblemente tersa. Sus murmullos de ánimo exaltaron su deseo.
No quería soltarla, pero tenía que hacerle el amor. Finalmente, se puso en pie, levantándola con él. Ella rodeó su cintura con las piernas y hundió la cara en su cuello, besando, succionando su piel.
Él la depósito en la arena, besándola mientras extendía el abrigo sobre la playa mojada.
Ella dio un paso atrás y se deshizo del resto de su ropa. Los destellos de luz blanca le ofrecieron imágenes de su cuerpo desnudo, sus senos redondos, los pezones firmes y rosados, el estómago plano y el triángulo de vello oscuro entre sus muslos.
Todo su cuerpo se tensó y extendió una mano hacia su cadera. Sus curvas eran generosas y suaves, y podía tocarlas. Podía tenerla en sus brazos y hacer que el mundo se disolviera entre ellos.
– Eres deliciosa -susurró, atrayéndola hacia él. Sus brazos rodearon su cuerpo desnudo y la lujuria desatada tomó las riendas. Había algo increíblemente erótico en una mujer desnuda en una playa oscura y azotada por el viento. Durante un segundo, se preguntó por qué no habían hecho eso antes.
Impaciente, la tumbó sobre el abrigo, se quitó la ropa y se acostó a su lado, bajo la protección del mantel.
Ella sonrió al ver su desnudez, y acarició su cuerpo con la mirada. Después estiró la mano hacia él y enredó los dedos en su pelo húmedo, atrapando su rostro y atrayéndolo para besarlo con pasión.
Él tenía la sensación de que las gotas de lluvia se evaporaban al tocar su piel ardiente. Era la mujer más sexy y maravillosa del mundo y tuvo que contenerse para no penetrarla en menos de cinco segundos. Tragó aire salado y controló la oleada de deseo.
– Te he echado de menos -susurró ella.
Eso hizo que una banda de acero le atenazara el pecho. Tomó su rostro entre las manos y besó sus dulces labios, absorbiendo su sabor.
– Oh, Amanda, esto es tan…
– ¿Real?
Él asintió. Amanda tenía el pelo lleno de arena mojada, se le había corrido el maquillaje y gotas de agua se deslizaban por sus mejillas. Pero nunca había visto una mujer más bella. Las sensaciones lo asaltaron como el ritmo de las olas.
– Lo recuerdo.
– Yo también. Recuerdo que eras fantástico.
– Yo recuerdo que eras bellísima.
– Te deseo. Ahora -ella apretó sus brazos.
– Aún no -rechazó él. No había nada que deseara más. Y nada podría detener lo que iba a ocurrir.
Pero quería que durara. Quería grabarla en su cerebro como antes. Tenía muchas noches largas y solitarias por delante, y quería recuerdos que lo ayudaran a superarlas.
Sabía que estaba siendo egoísta, pero no podía evitarlo. Tocó su seno y sintió la presión firme de su pezón en la palma de la mano.
Ella gimió.
– ¿Te gusta? -preguntó él.
Ella asintió y él pasó el pulgar por el pezón. Ella clavó los dedos en su espalda. Su respuesta avivó el fuego y recorrió todo su cuerpo con las manos, haciendo que su respiración se convirtiera en un gemido y jadeo, mientras disfrutaba de su capacidad de darle placer.
Introdujo los dedos entre sus muslos, encontró el centro de su calor y presionó. Ella le dio la bienvenida flexionando las caderas, y sus ojos se ensancharon.
– Oh, Daniel.
– Lo sé -la besó con pasión-. Lo sé. Déjate llevar.