Finola se volvió hacia su hermano mayor, con dos lágrimas en los ojos.
– ¿Qué quieres decir con preguntado? Parecemos una jauría de perros peleándonos por el trabajo de nuestro padre.
– Desde esta tarde, puede que sea una pelea de sólo tres -dijo Daniel.
– ¿Qué demonios hiciste? -Shane soltó una risa.
– Le grité -contestó Daniel.
– ¿Gritaste a papá? -el asombro de Finola resultó aparente en su voz.
– Le ordené que pidiera disculpas a Amanda. Durante unos minutos le impedí salir del despacho.
– ¿Por la fuerza? -preguntó Michael.
– No llegamos a las manos -dijo Daniel, irónico.
– Puede que la carrera sea de dos -dijo Michael.
Todos lo miraron.
– Con el tema de la salud de Karen, no tengo energía para esto. Me necesita, y quiero apoyarla.
– Puede que yo también me retire -dijo Shane.
– ¿De qué estás hablando? Tú no tienes razones para retirarte -comentó Michael.
El camarero llegó y repartió las bebidas.
– No seas ridículo -le dijo Finola a Shane-. Te encanta tu trabajo.
– Puede que me guste el trabajo, pero odio ser manipulado. Nos ha hecho daño a todos. En un momento u otro, nos ha fastidiado la vida.
Los otros tres asintieron.
Daniel se sintió como si le hubieran quitado una venda de los ojos que nunca volvería a ponerse.
– Cuando acepté el trabajo -comentó Daniel-, cuando Bryan estaba enfermo, y me aseguró que era la única manera de pagar las facturas, cometí el peor error de mi vida -apartó de su mente el recuerdo del problema cardíaco de Bryan, y la tensión que vivió hasta que la cirugía curó a su hijo.
– Pero si no hubieras vuelto… -Finola ladeó la cabeza.
– Amanda y yo tal vez seguiríamos casados.
– Y pobres -dijo Michael.
– Pero casados -Shane alzó su copa-. Déjalo, Daniel. Déjalo todo y cásate con Amanda.
– Epa -exclamó Michael-. ¿Cómo hemos llegado a eso?
Daniel se rió, pero un rincón de su cerebro le dijo que debía hacer caso a Shane.
– Estás amargado -le dijo Finola a Shane.
– Estoy facilitándome el futuro -dijo Shane en un susurro, imitando a su hermana-. Prefiero que tú estés a cargo, en vez de Daniel.
– Eh -Daniel le dio un codazo-. ¿Por qué?
– A ella le caigo mejor que a ti -dijo Shane.
– Eso es cierto -admitió Daniel.
– No creo que debamos permitir que Finola se lleve el pastel sin batallar -le dijo Michael a Daniel, arqueando las cejas.
– Cielos no -rió Daniel-. Es una chica.
– Ya empezamos -se irritó Finola.
Amanda parpadeó para asegurarse de que era Sharon Elliott quien estaba en el umbral de su despacho.
– Sorpresa -dijo Sharon, entrando con unos tacones imposiblemente altos, una falda de pana negra y un suéter corto blanco y negro. Llevaba el pelo recogido en un moño elegante y maquillaje tan exagerado como su modelito.
Julie hizo una mueca a su espalda y cerró la puerta. Amanda se puso en pie.
– ¿Puedo ayudarte en algo?
– De hecho, soy yo quien ha venido a ayudarte -Sharon frunció los labios rojos con una sonrisa y se sentó en una de las sillas.
– Oh, gracias -Amanda volvió a sentarse.
– Sé lo que estás haciendo -Sharon se echó hacia delante, agitando sus pendientes de diamantes. Los anillos de sus dedos destellaron al doblar las manos.
– ¿Lo sabes? -Amanda estaba preparando su discurso de cierre del caso Spodek, pero dudaba que Sharon estuviera refiriéndose a eso.
– Y lo respeto -añadió Sharon.
– Gracias.
– Pero creo que tal vez estés pescando en el estanque equivocado.
– ¿Ah?
– Daniel es, digamos, un reto.
– Digamos -Amanda tenía la esperanza de que su amabilidad consiguiera acelerar la marcha de Sharon.
– Me he tomado la libertad de preparar una lista de posibles hombres -Sharon abrió el bolso y sacó un trozo de papel doblado.
– ¿Para qué? -preguntó Amanda.
– Para que salgas con ellos -desdobló el papel y esbozó una sonrisa de confabulación femenina-. Son todos guapos, inteligentes, libres y, aún más importante, ricos -le ofreció el papel a Amanda.
– ¿Estás dándome una lista de tus citas? -Amanda aceptó el papel.
– No de mis citas -Sharon ladeó la cabeza y emitió una risa cristalina-. De las tuyas.
– ¿Qué? -Amanda soltó el papel.
– Querida, Daniel nunca va a volver a enamorarse de ti. Considéralo un regalo de una esposa despechada a otra.
Todo empezaba a tener sentido.
– ¿Debo suponer que quieres recuperarlo?
– ¿Yo? -Sharon volvió a reír. Sin duda era una risa encantadora, que debía volver locos a los hombres-. No intento recuperarlo.
Seguro, pensó Amanda. Sharon había decidido convertirse en celestina por la bondad de su corazón. Pero, Sharon no tenía corazón. Eso implicaba que debía estar mintiendo y sí quería recuperar a Daniel.
– Cuando las cosas se tuercen con Patrick, ya no vuelven a enderezarse -dijo Sharon.
Amanda supuso que eso sí era verdad.
– Aunque hubo un tiempo en el que Patrick lo daba todo por mí.
– ¿Te acostaste con Patrick? -Amanda sacudió la cabeza, asombrada.
– Claro que no -Sharon agitó los dedos-. Me reclutó para Daniel. Sabía exactamente qué tipo de nuera quería.
– Y la consiguió -farfulló Amanda, sabiendo que Sharon cumplía todas las expectativas de Patrick.
– Durante un tiempo -Sharon suspiró-. Volvamos a la lista -se puso de pie y se inclinó para leerla-. Giorgio es agradable, no muy alto, pero muy acicalado. Tiene un ático que da al parque, y…
– Gracias -Amanda dobló el papel-. Pero no me interesa salir con nadie.
– Pero… -Sharon se enderezó e hizo un mohín.
– Me temo que estoy muy ocupada -Amanda le devolvió la lista. Sharon no la aceptó.
– Estás saliendo con Daniel.
– En realidad no -sólo estaba acostándose con Daniel. No creía que la relación fuera más allá. Pero Sharon tenía razón en una cosa: para conseguir a Daniel había que conseguir a Patrick antes.
– ¿Amanda? -la puerta se abrió y Julie asomó la cabeza, parecía acalorada-. Tienes una visita.
A Amanda le daba igual quién fuera, siempre y cuando su presencia le quitara a Sharon de encima. Le metió la lista en la mano.
– Gracias por pasar por aquí.
Julie abrió la puerta más. Sharon miró de una mujer a la otra y, durante un segundo, Amanda pensó que iba a negarse a salir. Pero ella apretó los dientes y fue hacia la puerta. Se detuvo allí y se volvió para mirar a Amada.
– Por lo visto, te había subestimado.
Antes de que Amanda pudiera descifrar el críptico mensaje, Sharon salió y Patrick Elliott en persona entró en su despacho.
– Amanda -Patrick saludó con la cabeza.
– Señor Elliott -Amanda le devolvió el saludo. Se le encogió el estómago. No quería pensar en la última vez que había estado a solas con él.
– Por favor, llámame Patrick.
– De acuerdo -eso la desequilibró aún más.
– ¿Puedo sentarme? -él señaló una silla.
– Por supuesto.
Él no se movió y Amanda comprendió que esperaba a que ella se sentara. Lo hizo y aprovechó para secarse subrepticiamente las palmas de las manos en el pantalón. Él se sentó después.
– Iré directo al grano. Mi hijo me dice que te debo una disculpa.
Amanda abrió la boca. Pero cuando registró sus palabras volvió a cerrarla. Miró en silencio al hombre al que había temido durante décadas.
– Estoy en desacuerdo con Daniel -continuó Patrick-. No me arrepiento.
Amanda soltó el aire. Empezaba a sonar como él mismo. Tenía el pelo completamente blanco y el ángulo de su barbilla se había suavizado. Pero sus ojos azul hielo eran tan agudos como siempre. Lo último que habría hecho en su vida, sería ir a su despacho, con el sombrero en la mano, a pedirle perdón.