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– No siento haber mantenido a Bryan en la familia -continuó-. Ni siento haber conseguido que Maeve disfrutara de su nieto. Pero sí lamento… -hizo una pausa y sus ojos se suavizaron un poco-. Lamento no haber tenido tus intereses en cuenta.

Amanda movió la cabeza un poco. Sus oídos debían estar jugándole una mala pasada. Patrick Elliott acababa de pedirle disculpas.

Él curvó la boca, pero dio más impresión de mueca que de sonrisa.

– Fue hace mucho -dijo Amanda, comprendiendo con retraso que tal vez debería haberle dado las gracias. Desconocía la etiqueta correcta en esos casos.

– Sí, fue hace mucho tiempo -asintió él-. Pero Daniel tiene razón. Estabas sola y asustada y yo me aproveché -alzó las manos-. Sé que hice lo correcto. Bryan se merecía crecer como un Elliott tanto como nosotros nos merecíamos conocer a nuestro nieto. Pero… -apretó los labios-. Digamos que entonces no entendía los perjuicios colaterales como ahora.

– ¿Eso me considerabas? -la espalda de Amanda se tensó mínimamente-. ¿Un perjuicio colateral? -se preguntó si una persona podía vivir y respirar tantos años sin ser poseedor de un alma.

– Consideraba tus circunstancias… desafortunadas -dijo él.

– Aun así jugaste a ser Dios -a pesar de la disculpa, décadas de ira anegaron su sangre. Ella no se había merecido su manipulación entonces. Y Daniel no se la merecía en la actualidad. Ni tampoco el resto de sus hijos y nietos.

– No me considero Dios -dijo Patrick.

– Entonces, ¿por qué actúas como si lo fueras? -preguntó ella con amargura.

– Creo que esta reunión ha terminado -se levantó.

– Lo digo en serio, Patrick -no podía callar. Sabía que era su única posibilidad de salvar a Daniel, tal vez también a Cullen y a Bryan-. Tienes que dejarlo.

– ¿Dejar qué? -él frunció el ceño.

– De aferrar a tu familia con un puño de hierro.

– Tal vez no lo sepas. Voy a dejar mi puesto.

– Mientras conviertes a tu familia en peones de tu juego de ajedrez emocional -lo acusó ella, irónica.

– ¿Eso crees que estoy haciendo?

– ¿Me equivoco?

Se miraron en silencio un momento.

– Con el debido respeto, Amanda, no tengo por qué explicarte mis acciones a ti.

Ella esperó.

– Creo que entiendo lo que eres para Daniel.

– ¿Qué? -Amanda dio un paso atrás. Tal vez sabía lo de su aventura.

Patrick pasó los nudillos por el respaldo de la silla.

– Parece que mi error no fue obligarte a aceptarlo como esposo. Mi error fue permitir que te divorciaras de él.

– Permitir que…

– Aún te necesita, Amanda -Patrick esbozó una sonrisa calculadora, que le dio aún más miedo que su ceño fruncido.

– Deja de entrometerte, Patrick.

– No, Amanda, dudo que deje de hacerlo. Que tengas un buen día.

Capítulo Doce

Daniel supuso que necesitaría al menos una vuelta alrededor de Central Park para hacer acopio de coraje. Y tal vez otra para convencer a Amanda de que merecía la pena intentarlo.

Se guardó el anillo de diamantes, de tres quilates, en el bolsillo y echó un vistazo al champán que había guardado bajo el asiento del carruaje.

Julie había sido su cómplice para conseguir que Amanda llegara a la entrada del parque a la hora correcta. No sabía qué método había utilizado, pero ya veía a las dos mujeres acercándose por la calle Sesenta y Siete. Se ajustó la corbata, dio un golpecito al bulto que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y fue hacia ellas por la concurrida acera.

– Amanda -saludó.

– ¿Daniel?

– Tengo que irme -dijo Julie, escabulléndose.

Amanda giró al oír su voz.

– ¿Qué…?

– Debe tener algo que hacer -dijo Daniel, tomando el brazo de Amanda y haciéndola sortear a un grupo de turistas.

– Me ha pedido que viniera a ver unos zapatos con ella -protestó Amanda, perdiendo el paso.

– Puede que haya cambiado de idea -le agarró la mano.

– ¿De dónde sales tú? -Amanda parpadeó y lo miró dubitativa.

– Del parque -lo señaló con el dedo.

– ¿Estabas paseando?

Daniel asintió. Era tan buena historia como cualquier otra.

– Te he echado de menos -apretó su mano.

La expresión de ella se relajó y sus ojos de color moca chispearon con malicia.

– Podría volver a pasar por tu oficina.

– Me compraré otra corbata dijo él.

Ella sonrió y él le devolvió la sonrisa, sintiéndose tan nervioso como un niño la mañana de Navidad.

Aceptaría casarse con él. Tenía que aceptar.

Entonces podrían hacer el amor todas las noches, despertarse juntos todas las mañanas, visitar a sus nietos y envejecer juntos. Alzó su mano y le besó los nudillos.

De repente, no había nada que Daniel deseara más que envejecer con Amanda. Bueno, había otra cosa. Pero podían hablar de eso cuando la hubiera convencido para que se casara con él. Tenía la sensación de que ella apoyaría su cambio profesional.

– O tú podrías venir a la mía -esa vez fue ella quien besó sus nudillos-. He tenido esta fantasía…

– Me gusta cómo suena eso.

Ella lo miró con expresión seductora.

– Por ahora -dijo, obligándose a pensar en su declaración en vez de en el sexo-, tengo mi propia fantasía.

– ¿Es sexual?

– Mejor que eso. Es espontánea.

Ella enarcó una ceja.

– Vamos -tiró de su mano y la condujo al parque. Se detuvo junto al carruaje que había reservado.

– Sube -le dijo a Amanda.

– ¿Ésta es tu fantasía?

– ¿Vas a ponerte exigente conmigo?

– No -movió la cabeza-. Claro que no.

– Entonces, sube.

Ella apoyó un pie en el estribo y subió. Él la siguió, cerró la puerta y le hizo una seña al conductor para que se pusiera en marcha.

Los cascos de los caballos resonaron en el pavimento. El sol se ponía sobre la ciudad y las luces de los rascacielos destellaban en el cielo.

Daniel estiró el brazo por encima del respaldo.

– Hace una noche preciosa -dijo Amanda.

– Tú eres lo que es precioso -le puso el brazo sobre el hombro.

– Ya, ya. ¿Usas esa frase a menudo?

– No.

Ella rezongó, incrédula.

– Eh, ¿con cuánta frecuencia crees que paseo a mujeres por el parque en coche de caballos?

– No lo sé -lo miró-. ¿Con cuánta?

– Muy poca.

– Pero lo has hecho antes.

– ¿Sugieres que la espontaneidad sólo cuenta si se trata de algo completamente nuevo?

– No. Pero una actividad nueva da puntos extra.

– Ojalá me lo hubieras dicho antes.

Ella se rió y apoyó la cabeza en su hombro. Él notó cómo subía y bajaba su pecho al respirar. De pronto, el mundo le pareció perfecto. Besó su cabeza y agarró su mano.

Los sonidos de la ciudad se apagaron y los cascos de los caballos, el crujido del carruaje y el repicar de los aperos de bronce se convirtieron en su mundo.

Quería hacerle la pregunta, pero también quería que el paseo durara eternamente.

– ¿Champán? -murmuró contra su cabeza.

– ¿Dónde vamos a conseguir champán? -ella se enderezó en el asiento.

Él movió una ceja, apartó la funda del asiento y desveló la nevera. Sacó una botella de champán y dos copas.

– ¿Espontáneo? -preguntó ella, alzando una ceja.

– Se me ocurrió esta mañana.

Ella movió la cabeza, pero su sonrisa fue preciosa. Él no pudo resistirse a besar sus dulces labios. No le costó nada que ella cooperara.

– ¿Quién necesita champán? -murmuró él, abrazándola y perdiéndose en los rincones más profundos de su boca.

– No me gustaría estropear tu planificada espontaneidad -ella se apartó y miró la botella con descaro.