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– Por supuesto.

– No me gusta cómo suena eso -apretó la mandíbula.

– ¿En serio? -él hablaba como si su opinión pudiera tener influencia en su carrera profesional.

– En serio, Amanda -capturó su mano de nuevo, esta vez con las dos suyas-. Pensaba… -movió la cabeza-. Pero esto es peligroso.

El contacto de su mano resultaba incómodo, pero más aún sus palabras. Luchó contra él en ambos frentes.

– Esto no es asunto tuyo, Daniel.

– Pero sí es asunto mío -protestó él, mirándola.

– No.

– Eres la madre de mis hijos.

– No.

– No puedo permitir que…

– ¡Daniel!

Él apretó las manos y ella vio una mirada en sus ojos que conocía bien. Esa mirada indicaba que tenía un plan. Que tenía una misión. Esa mirada decía que iba a hacer lo posible por salvarla de sí misma.

Capítulo Dos

Daniel necesitaba hablar con sus hijos. Bueno, con uno para empezar. Suponía que tendría que esperar a que le quitaran los vendajes a Bryan para hablar con él. Pero Cullen iba a oír su opinión sin falta.

Tiró su tarjeta de crédito sobre el mostrador de la tienda del club de golf Atlantic.

Amanda, abogada defensora de criminales. Era una locura. Después del divorcio ella se había diplomado y licenciado en Literatura Inglesa, a eso habían seguido tres años de estudios de Derecho. Y lo estaba desperdiciando todo en causas perdidas.

El empleado de la tienda metió una camiseta de golf de color azul en una bolsa y Daniel firmó el recibo.

Seguramente sus clientes le pagaban con equipos de música robados.

Tal vez los ladrones de bancos tenían dinero, en billetes pequeños, sin marcar. Pero eso sólo si habían hecho unos cuantos trabajos antes de que los atraparan.

Su ex mujer defendía a ladrones de bancos. Sus hijos habían sabido que estaba en peligro. Pero en todos esos años no se habían molestado en decirle nada. A él le parecía un tema muy digno de mención.

«Por cierto, papá. Tal vez te interese saber que mamá se relaciona con ladrones y asesinos».

Amanda y él habían acordado no hablar mal el uno del otro delante de sus hijos. Y, en general, eso había supuesto no hablar uno del otro en absoluto durante los primeros años de divorcio. Pero Bryan y Cullen ya eran hombres. Hombres muy capaces de ver el peligro cuando lo tenían ante las narices.

Daniel salió de la tienda y fue hacia el vestuario. Misty le había dicho que Cullen acababa el recorrido sobre las seis y media. Eso implicaba que en ese momento debía estar en el hoyo nueve, más o menos.

Daniel colgó su chaqueta, corbata y camisa en la taquilla. Después se puso la camiseta de golf recién comprada y estiró el cuello. Salió del edificio por la terraza.

Normalmente habría pasado por el comedor a intercambiar algún comentario con sus socios de negocios. Pero ese día se fue directamente hacia el terreno de juego.

Cullen tenía que darle explicaciones.

Cinco minutos después, vio a Cullen en el noveno hoyo, preparándose para el último golpe. Giró y fue hacia él, sin preocuparse de la etiqueta golfista.

– Eh, papá -una voz queda a su izquierda hizo que parara en seco. Se volvió hacia su hijo mayor.

– ¿Bryan?

De pie, al borde del green, estaba Bryan con el brazo en cabestrillo.

– ¿Qué diablos haces tú aquí? -siseó Daniel.

– Jugar al golf-respondió Bryan.

– Estás herido.

– ¿Podéis dejar de hacer ruido? -sugirió Cullen, alzando la cabeza.

Daniel cerró la boca hasta que la pelota de Cullen desapareció en el hoyo.

– Hola, papá -saludó Cullen, caminando hacia ellos. Le entregó el palo a su caddy.

– Acabas de salir del hospital -le dijo Daniel a Bryan.

– Fue una herida superficial -dijo Bryan, yendo hacia su bolsa de palos.

– Una herida de bala.

– En el hombro.

– Estuviste tres horas en el quirófano.

Bryan alzó el hombro bueno con indiferencia y aceptó un palo.

– Ya sabes cómo son esos médicos. Aprovechan cada minuto que pueden facturar.

– ¿Lo has traído a jugar al golf? -le espetó Daniel a Cullen.

– Yo me ocupo de los tiros largos -dijo Cullen con toda tranquilidad-. Él solo tira al hoyo.

– Y está haciendo trampas -acusó Bryan, preparando su tiro.

– Como si necesitara hacer trampas para ganar a un inválido -replicó Cullen.

– No puedo creer que Lucy te haya dejado salir de casa -dijo Daniel. Bryan siempre había sido el temerario de la familia, pero esa situación era ridícula.

– ¿Bromeas? -dijo Cullen-. Lucy me pagó para que lo sacara de la casa.

– Por lo visto no soy muy buen paciente -dijo Bryan, golpeando la pelota y fallando el tiro.

– Con ése van cinco -dijo Cullen.

– Ya, ya -rezongó Bryan-. Me vengaré la semana que viene.

– La semana que viene vamos a hacer salto en paracaídas.

– No quiero oír esto -dijo Daniel, esperando, sin esperanza, que fuera una broma.

– Tranquilo, papá -Bryan por fin metió la pelota en el hoyo-. Es un salto fácil.

– Ya sabía yo que deberíamos haber recurrido al castigo físico cuando eras niño.

– ¿Y tus palos, papá? -preguntó Cullen, tras soltar una carcajada al oír el comentario.

Daniel cuadró los hombros. Sus hijos podían ser hombres adultos y él no tener control sobre sus actividades de ocio, pero seguía siendo su padre.

– No estoy aquí para jugar al golf.

– ¿No? -Bryan devolvió el palo a su caddy.

– Y no fui a Boca Royce para nadar esta tarde.

Tras un breve silencio, Cullen alzó una ceja,

– Eh, gracias por compartir esa información con nosotros, papá.

– Fui a hablar con vuestra madre -clavó una dura mirada en cada uno de sus hijos. Después bajó el tono de su voz una octava, adoptando el timbre acerado que había utilizado cuando eran adolescentes y los pillaba bebiendo cerveza o saltándose la hora de llegada a casa-. Me habló de su trabajo como abogada.

Hizo una pausa y esperó la reacción de sus hijos. Cullen miró a Bryan y éste encogió el hombro bueno.

– Su trabajo como abogada defensora -matizó Daniel, con el fin de rasgar sus expresiones impertérritas.

– ¿Algo va mal, papá? -Bryan se dio la vuelta y empezó a salir del green.

– Sí, yo diría que algo va mal. Tu madre trabaja para criminales.

– ¿Para quién creías que trabajaba? -Cullen ladeó la cabeza y siguió a su hermano.

– Ejecutivos, políticos, ancianas que necesitan redactar su testamento -dijo Daniel.

– Es criminalista -dijo Bryan-. Siempre lo ha sido.

– ¿Y nunca lo mencionasteis?

– No te hablamos de mamá -Cullen se quitó los guantes de cuero blanco y los metió en el bolsillo trasero del pantalón.

– Pues tal vez deberíais haberlo hecho.

– ¿Por qué?

– Porque está en peligro, por eso -Daniel no podía creer que sus hijos fueran tan obtusos.

– ¿Peligro por qué? -preguntó Bryan.

– Criminales.

– No está en peligro -rió Bryan, mientras tomaban el sendero que llevaba de vuelta al club.

Daniel miró a su hijo mayor. Hablaba muy seguro. Y Bryan estaba en el negocio del peligro. Pensó un momento.

Bryan sabía algo que Daniel ignoraba. Eso era. Debería haber supuesto que podía confiar en sus hijos.

– ¿Estás haciendo que la vigile alguno de tus compañeros? -aventuró, sintiendo que se le quitaba un enorme peso de encima.

Cullen soltó una risita, mientras Bryan miraba a Daniel con fijeza.

– Papá, has visto demasiadas series policíacas.

Daniel dio un paso atrás. Tenía la impresión de que se burlaban de él.

– Sus clientes son ladrones y asesinos.

– Y ella es su mejor amiga -dijo Bryan-. Créeme, papá. El índice de mortalidad de los abogados defensores es más que bajo.