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Arrodillada ante el armario empezó a rebuscar en el desordenado montón de zapatos. Negros, beis, sin tacón, deportivos…

Una sandalia dorada. Buscó la otra y tuvo suerte. Las tiró junto a la puerta y corrió al dormitorio.

Se puso el sujetador y unas bragas a juego. Dio gracias a Dios por haberse depilado esa mañana. Después se puso el vestido y se sintió patéticamente agradecida cuando la cremallera subió sin dificultad. En el cuarto de baño, se pasó un peine por el pelo. En el pasillo, se puso las sandalias. Estaba lista.

Bolso.

Maldiciendo, volvió al dormitorio y buscó un bolso de vestir. Sobre la cómoda había unos pendientes de granates y se los puso.

Ya. El pelo se secaría en el taxi.

Agarró las llaves y salió de la casa.

– ¿Señora Elliott? -un chófer uniformado esperaba al final de la escalera, junto a una limusina.

– ¿Sí?

– Cortesía del señor Elliott, señora -abrió la puerta de atrás con una reverencia.

Amanda miró el coche.

– Le pide disculpas si no recibió el mensaje telefónico.

El primer instinto de Amanda fue rechazar la limusina. Pero luego se resignó mentalmente. No tenía sentido buscar un taxi sólo por despecho.

Sonrió al conductor y fue hacia la puerta.

– Gracias.

Vio que dentro había un bar, televisión, tres teléfonos y una consola de juegos de video. Hacía tiempo que no viajaba con tanto lujo. Miró al chofer.

– Supongo que no habrá un secador de pelo, ¿verdad?

– Me temo que no -sonrió el conductor-. ¿Necesita unos minutos más?

– No, gracias. Ya voy tarde.

– Eso es prerrogativa de una dama -respondió él.

– No, tendrán que conformarse tal y como estoy -dijo ella, entrando en el coche.

– Está perfecta -dijo él con diplomacia.

– Gracias -contestó Amanda, acomodándose en el asiento-. Y también por recogerme.

– Es un placer -cerró la puerta.

La limusina arrancó con suavidad. Se encendieron unas luces moradas y empezó a escucharse una música suave.

– ¿Le apetece beber algo?

– No, gracias -Amanda se recostó y contempló la surrealista mezcla de las luces del tráfico tras los cristales ahumados. No debería estar disfrutando tanto.

– El señor Elliott me pidió que le pidiera disculpas por el problema con el restaurante -dijo el chófer.

– ¿Problema? -Amanda se irguió en el asiento.

– No consiguió reserva en el Premier.

Amanda disimuló una sonrisa satisfecha. Un Elliott rechazado por un maître. Eso debía haber vuelto loco a Daniel.

– ¿Dónde vamos, entonces?

– Al piso del señor Elliott.

– ¿A su piso?

– Sí, señora -el conductor asintió con la cabeza, mirándola por el espejo.

Amanda se llevó la mano al estómago. Inspiró profundamente. Podía hacerlo.

Misty y Cullen estarían allí. Y una docena de sirvientes. No era como si Daniel y ella fueran a ponerse cómodos e íntimos en el balcón.

No era una cita.

Aunque él la había besado. En la frente. Pero sus labios habían tocado su piel.

Apoyó la cabeza en las manos.

– ¿Señora…?

Se irguió y se apartó el pelo húmedo de la cara.

– Estoy bien. No es nada.

– ¿Está segura?

– Sí, segura -esbozó una sonrisa tranquilizadora.

Iría al piso de Daniel. Cenaría. Charlaría con su hijo y con su nuera, tal vez incluso sintiera al bebé moverse, y se marcharía antes de que las cosas se complicaran. Sencillo.

Las cosas se complicaron antes de lo que esperaba.

– Misty no se encontraba bien -dijo Daniel, cerrando la puerta, en un vestíbulo con claraboya cenital y paredes forradas de roble.

– ¿No van a venir? -Amanda miró la salida, preguntándose si debía escapar antes de que fuera demasiado tarde.

– Por lo visto le dolía la espalda.

La salud de Misty era mucho más importante que la cena, pero Amanda había contado con su presencia. Una velada a solas con Daniel era más de lo que podía manejar en ese momento.

– ¿Por qué no me llamaste?

– Lo hice. Dejé un mensaje.

– Entonces, ¿por qué enviaste la limusina?

– El mensaje era que íbamos a cenar en mi casa, no que no vinieras.

– Pero…

– Por favor, entra -señaló los escalones que bajaban hacia el salón.

Ella titubeó. Pero no había forma de escapar sin darle la impresión de que tenía miedo. Y no lo tenía. No exactamente.

– ¿Amanda?

Tomó aire y bajó los escalones hacia la mullida alfombra de color marfil.

La habitación era impresionante. Con techos de cinco metros de altura, estaba decorada con esculturas y óleos de estilo abstracto. Los sofás de tapicería de color tostado estaban salpicados de cojines de tonos borgoña y marino y, junto con dos sillones, formaban un acogedor punto de conversación.

Focos halógenos empotrados en los altos techos iluminaban la habitación. Sobre la chimenea de mármol blanco colgaba un Monet, y dos de las paredes tenían enormes ventanales con vistas al parque.

Los muebles relucían y los centros de flores frescas estaban perfectos. Si un equipo de fotógrafos apareciera de repente para hacer un reportaje, no tendrían que cambiar ni una sola cosa.

– Esta tarde me encontré con Taylor Hopkins -dijo Daniel, cruzando la habitación y yendo hacia una barra de bar curva, de madera de cerezo.

– ¿Sí? -Amanda dio un paso hacia delante. Incluso para Daniel, la habitación estaba impecable. No había ni una revista en las mesas, ni papeles, ni polvo, ni siquiera huellas de pisadas en la alfombra. Se preguntó si se debía a la influencia de Sharon o si Daniel estaba sumido en una espiral descendente de psicosis por la perfección.

– Estaba libre, así que lo invité a cenar -informó Daniel, sacando dos copas.

– ¿Invitaste a quién a cenar? -Amanda clavó la mirada en la espalda de Daniel-. ¿Cuándo?

– A Taylor.

– ¿Por qué?

– Porque estaba libre.

Taylor estaba libre. El mismo Taylor que Daniel había mencionado el martes anterior. El mismo Taylor que había utilizado como ejemplo de abogado perfecto.

– ¿Qué pretendes? -preguntó con desconfianza.

– Abrir el vino. ¿Quieres probarlo?

– ¿Estás diciéndome que te encontraste con Taylor accidentalmente, después de que llamara Misty? -no creía que en la vida de Daniel sucediera nada al azar.

– Después de que llamara Cullen -corrigió él. Volvió la cabeza y la miró-. ¿Quieres una copa de merlot?

– Daniel, ¿qué está pasando?

– Nada -él encogió los hombros y siguió girando el sacacorchos.

– ¿Por qué viene Taylor a cenar en realidad?

– Porque Stuart ya había recogido el salmón y porque tú y yo íbamos a estar solos -sacó el corcho.

Solos. Si eso suponía un problema para él, se preguntó por qué no había cancelado la cena.

– ¿Puedo ayudarlo con las bebidas, señor? -preguntó un hombre con chaqueta blanca.

– Gracias -dijo Daniel, dejando la botella abierta en manos del perfectamente vestido caballero.

– Podíamos haber quedado otro día -dijo Amanda.

– ¿Y quién se habría comido el salmón?

Ella entrecerró los ojos. Había algo sospechoso en esa lógica tan directa, pero no sabía bien qué.

– ¿Quieres ver la casa antes de cenar? -preguntó él con calma, sin atisbo de astucia en los ojos.

Amanda pensó que quizá estaba siendo un poco paranoica. Tal vez Daniel no pretendía interferir en su vida. Podía haberse confundido.

– De acuerdo -aceptó.

El hombre de la chaqueta blanca les entregó una copa de merlot a cada uno.

– Gracias, Stuart -dijo Daniel.

– Gracias -repitió Amanda.

– ¿La cena dentro de una hora? -preguntó Stuart.

– Muy bien -aceptó Daniel. Puso una mano en la espalda de Amanda-. Empezaremos por la planta de arriba.