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Chris Bohjalian

Doble vínculo

Para Rose Mary Muench.

Dedicado a la memoria de Frederick Muench (1929-2004)

Oh, por supuesto que sé quién es Pauline Kael -dijo-.

No nací mendigo, ¿sabes?

nick hornby, En picado

Prefacio del autor

El germen de esta novela se remonta a diciembre de 2003, cuando Rita Markley, directora del Albergue Temporal de Burlington, en Vermont, compartió conmigo el contenido de una caja llena de fotografías antiguas, imágenes en blanco y negro tomadas por un indigente que había fallecido en el piso de acogida que la asociación le había proporcionado. El hombre se llamaba Bob «Sopas» Campbell.

Las fotografías eran extraordinarias, tanto por el evidente talento del hombre como por su contenido. Reconocí a los artistas (músicos, humoristas, actores) y las caras famosas que aparecían en muchas de ellas. La mayoría de las imágenes tendrían por lo menos cuarenta años de antigüedad. A todos nos sorprendió descubrir que Campbell había pasado de fotografiar celebridades en los años cincuenta y sesenta a terminar en un refugio para indigentes del norte de Vermont. No sabíamos de ningún familiar a quien pudiéramos preguntar.

Lo más seguro, como suele ser habitual, es que Campbell hubiera acabado en la calle debido a alguna de las múltiples razones por las que casi todos los indigentes terminan en ella: enfermedad mental, abuso de drogas, mala suerte…

Tenemos tendencia a estigmatizar a los sin techo y a acusarles de ser ellos mismos los culpables de su situación, ignorando el hecho de que la mayoría llevaba vidas tan serias como las nuestras antes de que todo se les viniera abajo. Las fotografías de este libro son un testimonio de esa realidad: fueron tomadas por Campbell antes de terminar como indigente en Vermont.

Le estoy muy agradecido a la dirección del Albergue Temporal de Burlington por permitirme usar las imágenes en este relato. Por supuesto, Bobbie Crocker, el fotógrafo sin techo de esta novela, es un personaje ficticio. Sin embargo, las fotografías que el lector verá en este libro son reales.

Oh, por supuesto que sé quién es Pauline Kael -dijo-. No nací mendigo, ¿sabes?

nick hornby, En picado

Prólogo

En el otoño de SU segundo año de carrera, Laurel Estabrook estuvo a punto de ser violada. O, mejor dicho, aquel otoño estuvo a punto de ser asesinada. No fue uno de esos casos en los que un guapo miembro de una fraternidad de la Universidad de Vermont, tras un largo rato de flirteo junto al bulboso acero de un barril de cerveza, termina forzando a la muchacha. Al contrario, fue una agresión violenta y siniestra protagonizada por hombres enmascarados -sí, hombres, en plural, con el rostro cubierto por pasamontañas de lana que sólo dejaban ver sus ojos y las comisuras de sus rugientes bocas-. El tipo de ataque que una se imagina que sólo les sucede a otras mujeres en lugares remotos; a víctimas cuyos rostros aparecen en los noticiarios de la mañana y cuyas madres desoladas y destrozadas para siempre son entrevistadas por presentadoras arrebatadoramente hermosas.

Laurel estaba dando un paseo en bicicleta por una pista forestal treinta kilómetros al noreste del campus, en los alrededores de un pueblo cuyo nombre resultaba a la vez ominoso y contradictorio: Underhill. Para ser justos, antes de la agresión a la joven el nombre no le parecía amenazador. Sin embargo, en los años posteriores al ataque no se le ocurrió regresar a ese lugar bajo ningún concepto. Eran alrededor de las seis y media de una tarde de domingo, el tercer domingo consecutivo que metía su vieja bicicleta de montaña en el maletero de la ranchera de Talia, su compañera de habitación en la residencia universitaria, y se iba a Underhill a pedalear kilómetros y kilómetros por las pistas que serpentean entre los bosques circundantes. En aquel entonces, le parecía un paraje hermoso: un bosque de cuento de hadas, más cercano a los de Lewis que a los de los Grimm; los arces todavía no habían adquirido ese color vino rosado del otoño; todo eran nuevos brotes llenos de vida, una maraña de tres generaciones de arces, robles y fresnos, con restos de muros de piedra todavía visibles en las lindes, no lejos de las pistas. No tenía nada que ver con los suburbios de Long Island en los que había crecido, un mundo de casas caras con jardines de impecables céspedes a sólo unas manzanas de una larga franja de luces de neón procedentes de centros comerciales llenos de restaurantes de comida rápida, concesionarios de coches importados y clínicas de adelgazamiento.

Por supuesto, después de la agresión, sus recuerdos de aquel retazo de bosques de Vermont se transformaron radicalmente, al mismo tiempo que el nombre de la localidad cercana adquirió nuevas connotaciones, más oscuras. Más adelante, al recordar aquellos caminos y colinas -algunas parecían demasiado empinadas para subir, pero Laurel lo había conseguido a golpe de pedal- pensaría por el contrario en los surcos y las rodadas que habían machacado su cuerpo con el traqueteo de la bici y en la sensación de que el gran dosel de hojas de árbol ocultaba en exceso las vistas y hacía los bosques demasiado espesos para ser hermosos. A veces, incluso pasados muchos años, cuando luchaba por atrapar el sueño entre oleadas de insomnio, veía aquellos bosques después de que hubieran caído las hojas y se dibujaban en su mente las largas y delgadas ramas de los esqueléticos abedules.

A las seis y media de aquella tarde el sol se acababa de poner y el aire estaba volviéndose húmedo y fresco. No le preocupaba la oscuridad porque había aparcado el coche de su amiga en un camino de gravilla que salía de la carretera y que quedaba a sólo cinco kilómetros de distancia. Junto a este acceso había una casa con una solitaria ventana sobre un garaje adosado, semejante al rostro de un cíclope de tablones con un ojo de cristal. Llegaría en diez o quince minutos. Al pedalear se daba cuenta del potente silbido de la brisa entre los árboles. Llevaba un culote negro de ciclista y una sudadera con la imagen fosforescente de una botella amarilla de tequila impresa en el pecho. No se consideraba especialmente vulnerable. Por el contrario, se sentía ágil, atlética y fuerte. Tenía diecinueve años.

Entonces, una furgoneta marrón la adelantó. No era un monovolumen, sino una furgoneta de las de verdad. El tipo de vehículo que, cuando resulta inofensivo, va lleno de tuberías y material eléctrico pero, cuando es peligroso lleva en su interior los perversos accesorios de los violadores en serie y los asesinos violentos. Sus únicas ventanillas eran pequeñas portillas por encima de las ruedas traseras. Mientras la sobrepasaba, pudo ver que la ventanilla del asiento del copiloto estaba cubierta con una cortina de tela negra. Cuando la furgoneta se detuvo con un repentino chirrido de frenos cuarenta metros más adelante, supo que tenía motivos suficientes para asustarse. ¿Cómo no hacerlo? Había crecido en Long Island: en un tiempo una ciénaga habitada por dinosaurios al borde de una altísima cadena montañosa, hoy un gigantesco banco de arena con forma de salmón, el extraño y casi preternatural caldo de cultivo en el que habían surgido personajes como Joel Rifkin (asesino en serie de diecisiete mujeres), Colin Ferguson (el «Carnicero del Ferrocarril»), Cheryl Pierson (que convenció a un compañero de instituto para que asesinara a su padre), Richard Angelo (el «Ángel de la Muerte» del Hospital del Buen Samaritano), Robert Golub (mutiló a un vecino de trece años), George Wilson (disparó a Jay Gatsby cuando flotaba despreocupado en su piscina), John Esposito (encerró a una niña de diez años en su sótano) y Ronald DeFeo (asesinó a su familia en Amityville).