David era director editorial del periódico local. Poseía un lujoso apartamento en una moderna y hermosa urbanización con vistas al lago Champlain, pero debido al tiempo que quería dedicar a sus hijas y dado que su primer matrimonio había terminado en un fiasco, no había posibilidades de que presionara a Laurel para que se fuera a vivir con él a corto plazo. En consecuencia, ella no pasaba más que un par de noches o tres a la semana en su piso. El resto de los días, o bien a David le tocaba estar con las niñas -una en sexto de primaria llamada Marissa y la otra en primero llamada Cindy-, o bien se quedaba trabajando hasta tarde para poder dedicar toda su atención a sus hijas los días que le tocaba estar con ellas. Por este motivo, Laurel sólo veía a las niñas un par de veces al mes. Normalmente salían a merendar al campo, o iban al cine. En una ocasión fueron a esquiar. Un par de sábados, Laurel convenció a David para que la dejase quedarse con Marissa, y pasaron una espectacular jornada de compras en las tiendas de moda que Laurel frecuentaba y probando productos en los interminables mostradores de cosméticos de unos elegantes almacenes del centro de la ciudad.
David siempre se cuidaba de acercar primero a Laurel a su piso cuando salían con sus hijas, y ella nunca dejaba ninguna marca de su presencia -ni un cepillo de dientes, ni una falda, ni un par de tampones- en el apartamento de su novio.
David era conocido profesionalmente por sus editoriales duros y sardónicos ante lo que le parecían colosales injusticias o estupideces monumentales que necesitaban ser mostradas. Tenía la mandíbula firme y era alto, rozando el metro noventa. A pesar de su edad, todavía conservaba un cabello espeso del color de la paja. Entonces lo llevaba muy cortito, pero en su juventud, antes de convertirse en director editorial y de tener una imagen que cuidar, lucía cierto aspecto de surfista. Laurel había visto fotos. No practicaba natación, pero salía a correr a menudo, así que se conservaba en perfecta forma, igual que su novia.
A veces, cuando estaban en un restaurante, algún joven camarero realizaba un comentario fortuito que hacía suponer que David era el padre de Laurel, pero esto sucedía con bastante menos frecuencia que con las otras parejas que había tenido desde la agresión. A fin de cuentas, David no sería más que un par de décadas mayor que ella, algo que los anteriores superaban con creces. Además, Laurel estaba empezando a hacerse mayor.
Laurel había quedado con David por la tarde el día que Katherine le mostró las fotos de Bobbie Crocker. Hacía cuatro días que no se veían. Fueron a un restaurante mexicano que estaba cerca de la sede del periódico. Cada vez que intentaban hablar seriamente de lo que habían hecho en los días que no habían estado juntos, Laurel terminaba llevando la conversación al difunto indigente y sus imágenes. Estaba entusiasmada con las fotografías de la caja. Cuando llegó el café, volvió a sacar el tema de Crocker y David le dijo, con su típico tono seco, pronunciando cada sílaba:
– Me parece muy bien que te intereses por el perfil artístico de este tipo, por su faceta de fotógrafo. Te aplaudo por ello. Pero espero que te des cuenta de que Katherine te está endosando un trabajo considerable. Por lo que me cuentas, este proyecto te va a absorber todo el tiempo libre que tienes… o más.
– No me lo está endosando.
David sonrió y se reclinó sobre el respaldo de la silla, cruzándose de brazos.
– Mira, conozco a Katherine desde hace mucho, mucho tiempo. Bastantes años antes que tú. La he visto en reuniones de la junta, en eventos para recaudar fondos, en campañas telefónicas… He estado a su lado leyendo nombres de indigentes en la misa anual que organiza BEDS en la iglesia ecuménica. La habré entrevistado una docena de veces para buscar historias. Puede que «endosar» no sea la palabra adecuada para definir sus métodos. Es demasiado seductora para ser una «endosadora». Pero es una encandiladora, y se le da muy bien conseguir lo que quiere. Lo que necesita su gente. Y su gente necesita mucho. ¡Demonios! Tú lo sabes mejor que yo. Puedes ver a diario los efectos de los recortes en las subvenciones públicas.
Laurel había conocido a David el pasado diciembre, cuando los dos terminaron caminando a la par a la luz de las velas en la marcha que seguía a la vigilia organizada por BEDS en Church Street. Era una de esas noches tan frías que el aire hacía daño, pero la parpadeante fila de velas se extendía a lo largo de dos manzanas. Cuando llegaron al ayuntamiento los dos se escabulleron a un pequeño y oscuro restaurante para tomarse un chocolate caliente.
– Vale, pero si a ella no le importa que me centre en el proyecto de Bobbie, ¿por qué debería importarme a mí? -preguntó Laurel-. ¿Y a ti?
– No es que me importe. Eso podría sugerir que no me gusta la idea, lo cual no es cierto. Pero no creo que Katherine te deje organizar la exposición, seleccionar las fotos, restaurarlas, comentarlas… durante tus horas de trabajo en BEDS. Tendrás que pasarte las noches y los fines de semana en la sala de revelado, y cuando no estés en el cuarto oscuro estarás delante del ordenador intentando adivinar quiénes son esas personas de las imágenes.
Laurel no pensó que David estuviera teniendo un repentino estallido de egoísmo masculino típico en hombres de mediana edad. Comprendió que no estaba preocupado porque este proyecto la apartara de él en las tardes en las que no estaba con sus hijas. Sin embargo, había cierta condescendencia en sus comentarios, así que se puso a la defensiva. No era la primera vez que David intentaba restregarle por la cara la sabiduría que se supone proporciona la edad. Por eso le respondió diciéndole:
– Si te preocupa que no vaya a estar a tu disposición cuando quieras jugar, no lo hagas. No hay ningún tipo de fecha límite. Trabajaré en las fotos cuando me apetezca, sólo cuando me venga en gana. Así tendré algo para estar ocupada mientras tú estás con tus hijas.
– Sinceramente, Laurel, no lo digo por mí. Lo digo por ti. Cuando tu entusiasmo inicial por este proyecto descomunal se vaya diluyendo, te resultará muy frustrante andar revelando y procesando el trabajo de otro.
– Entonces lo dejaré.
David jugueteó con el asa de su taza de café, reflexionando. Por un momento, Laurel pensó que iba a seguir hablando sobre el tema. Pero David era una persona orgullosa de la absoluta ecuanimidad con la que trataba a su familia, a sus amigos y a su joven novia. Reservaba su temperamento y su justa cólera para los políticos y administradores públicos que se lo merecían, y siempre la desataba por escrito, nunca en persona. En los nueve meses que Laurel le conocía y los siete que llevaban como pareja, nunca le había oído levantar la voz. Tampoco habían tenido una riña seria. Habría resultado -él sobre todo- exasperante.
Finalmente, David alargó los brazos por encima de la mesa y le acarició con suavidad los dedos.
– Está bien -dijo él-. No quiero presionarte en un sentido o en otro. Mira, el otro día cené en casa con las niñas y me sobró algo de sirope de caramelo. Muy decadente. También hay helado de vainilla en la nevera. Vamos a tomar el postre en la cama. Si nos damos prisa, podremos estar desnudos para ver las últimas luces del día reflejadas en el lago.
En cuanto soltó sus manos, se acercó a la mesa el joven camarero.
– Así que… -dijo distraído, intentando entablar un poco de conversación mientras buscaba la cuenta en el bolsillo de su delantal-, ¿habéis venido a la ciudad a ver universidades?
Capítulo 3
Laurel y Talia habían vivido juntas desde el último año de carrera en el mismo apartamento, que ocupaba las dos terceras partes de la segunda planta de un hermoso edificio Victoriano en el barrio alto de Burlington, un distinguido distrito con elegantes casas georgianas y victorianas, a un par de manzanas del campus y de sus fraternidades en una dirección, y del centro de la ciudad en la otra. La gran mayoría de los inmuebles estaban, habitados por familias de abogados, médicos y profesores universitarios, pero algunos, como en el que vivían Laurel y Talia, habían sido divididos en apartamentos para alquilar. El albergue de BEDS, en el distrito de North West End, quedaba a un cuarto de hora andando, y la iglesia baptista en la que Talia hacía de catequista, a unos doce minutos. También estaba cerca del laboratorio fotográfico de la universidad al que Laurel acudía una vez por semana para revelar sus fotos. Cuando las dos amigas se mudaron, eran las inquilinas más jóvenes del edificio, pero ya no. El inmueble estaba habitado por estudiantes veinteañeros y Laurel y Talia eran las únicas que tenían trabajos a tiempo completo.