Al otro lado de la pared de su salón estaba el pequeño estudio que ocupaba el otro tercio de la planta del edificio. En él vivía un estudiante de primero de Medicina, un delgado joven de Amherst que parecía tener la vitalidad de un cachorro. Poseía unos rasgos delicados, casi femeninos, y un desenvuelto sentido del humor. Era un fanático de la bicicleta, y todos los amigos que venían a visitarle parecían ser ciclistas entusiastas. Desde que en julio se instalara en la casa, le había preguntado un par de veces a Laurel si quería salir a dar una vuelta en bici con él. Tenía dos modelos, una híbrida y una de carreras. Se llamaba Whitaker Nelson, pero le pedía a todo el mundo que le llamara Whit.
Resultaba evidente que quería conocer mejor a Laurel, pero su instinto le decía que el mero hecho de sugerirle que salieran juntos no sería empresa fácil.
Los restantes inquilinos eran tres chicas y un chico repartidos en los cuatro estudios que había encima y debajo de su apartamento. El más interesante de todos era, en opinión de Talia, el perro de una estudiante de Veterinaria llamada Gwen. El animal, Merlin, era un simpático chucho rescatado de la Sociedad Protectora de Animales. A juzgar por su tamaño, se diría fruto de un cruce entre un Springer Spaniel y un caballo percherón. Era gigantesco y se parecía un poco a un poni. A veces, cuando Gwen se iba un fin de semana, Talia disfrutaba sacando a pasear a la bestia, aunque sería mejor decir que era el animal el que la sacaba a ella.
En la familia de Talia la fe parecía haberse saltado una generación. Su abuelo paterno era pastor de una iglesia episcopal en Manhattan y él mismo había oficiado en la boda de su hijo. Sin embargo, el padre de Talia siempre se burló de la congregación, llamándolos la «Iglesia del Sagrado Desayuno», y bromeaba al ver cómo bajaba la asistencia a misa durante el verano porque los feligreses preferían pasar los fines de semana más al este, en los campos de recreo de los Hamptons. Cuando Talia todavía iba a la guardería, su padre dejó de acudir a la iglesia, así que la niña sólo pisaba el templo cuando estaba con sus abuelos. ¿Y su madre? Cualquier cosa que sonara a religión siempre le había dado alergia. Talia temía que su madre pidiese en su testamento que en su funeral pusieran canciones en lugar de himnos y oraciones.
Talia volvió a ir a la iglesia cuando Laurel regresó a casa de su familia para recuperarse de la agresión, a comienzos de su segundo año de carrera. De repente, se encontró sola en la habitación del colegio mayor y sintió miedo. Empezó a oír unas vocecitas. ¿Qué eran? No se trataba de las típicas parrafadas en lenguas extrañas en las que creen los pentecostalistas. Era un susurro suave y tranquilizador. Antes de que Talia se diera cuenta, y para su sorpresa y la de sus padres, acabó buscando refugio en la compañía de una parroquia los domingos por la mañana. Salía de compras y siempre terminaba en una iglesia baptista, porque le parecía que hacían mucho por los desamparados -pobres, mendigos y drogadictos- que pululaban por el centro de la ciudad. Allí comenzó a rezar por Laurel y por los hombres que la atacaron. Le resultaba más útil rogar a Dios que cambiara el corazón de dos seres malvados que pedir por sus miles de víctimas potenciales. Para ella, era una cuestión de estadística y probabilidad, pues estaba segura de que el Señor debía de estar hasta las cejas de trabajo.
Al principio, sus amigos no se lo tomaron en serio y decían que se había vuelto baptista porque la iglesia de esta congregación quedaba cerca de las mejores tiendas de Burlington. Talia debía admitir que esto constituía un incentivo. Pero le encantaba pasar las mañanas del domingo en el templo. Además, el pastor era vegetariano y le gustaba cómo hablaba de los animales de vez en cuando en sus sermones.
Sin embargo, al igual que Laurel, cuando se licenció no tenía muy claro qué hacer con su vida. Se planteó matricularse en Teología, pero significaría tener que trasladarse a Wharton, y a ella le encantaba la vida en Burlington. Por eso, cuando el pastor le preguntó si estaría interesada en quedarse en la ciudad y colaborar en un programa de catequesis para adolescentes de la parroquia, no se lo pensó dos veces. Quince meses más tarde, estaba estudiando un postgrado en Teología y Pastoral en la cercana facultad de Saint Michael. Todos los días iba y venía a clase en coche y después seguía trabajando con los jóvenes en la iglesia. Quitando a Laurel, el resto de sus amigos no eran creyentes, pero todos acudieron -así como la mayoría de los adolescentes de su grupo de catequesis con sus padres- a la ceremonia de entrega de su título de máster.
Ya llevaba casi cuatro años colaborando en la iglesia. El trabajo iba bien y se divertía más que en toda su vida, y eso que Talia se lo había pasado en grande en sus dos décadas y media de existencia. Siempre le habían atraído los chicos cuyos ojos podían abrasar una falda. De hecho, los suyos también eran un poco así.
Había crecido en Manhattan, y su decisión de irse a estudiar a Vermont fue una especie de acto de rebeldía. Significaba que ya no volvería a ponerse sus zapatos con tacones de ocho o diez centímetros que costaban tanto como una bicicleta de montaña y que ya no tendría más amigos de esos que tenían el descaro -o la falta de amor propio- de hacerse llamar «Pocholo». Aparte de eso, su relación con sus padres siguió siendo como ella la definía:
incómoda. Para ellos, Vermont era una sierra perdida habitada por beatos liberales que conducían Subarus oxidados y sólo vestían prendas de lana y franela. Talia intentó corregir este prejuicio, recordándoles que muchos de sus vecinos tenían Volvos. Sin embargo, sus padres nunca vinieron a visitarla al norte, y ella sólo iba a verles durante las fiestas más importantes: Semana Santa, Navidades y en las rebajas de Bergdorf (hay algunas costumbres que a una le cuesta abandonar).
Talia y Laurel desayunaban juntas cuando Laurel regresaba de nadar. Así lo hicieron la mañana del funeral de Bobbie Crocker. Talia estaba leyendo el periódico tirada en el suelo cuando llegó su compañera de piso, con el pelo todavía húmedo de la piscina. Su amiga ya había preparado un pequeño festín que les esperaba en la mesita de cristal que Laurel había descubierto hacía unos años en un mercadillo: rodajas de manzana, peras, roscos junto a una tarrina de queso para untar con arándanos, zumo de naranja y té caliente ya reposado.
– Creo que deberías salir del agua por una temporada -comentó Talia, casi sin levantar la vista del periódico.
– ¿Por qué? ¿Se me está arrugando la piel? -preguntó Laurel desde el cuarto de baño mientras colgaba el bañador mojado en la ducha.
– No, ¡qué va! Es que el agua se está volviendo muy peligrosa -contestó Talia-. ¿Has visto la prensa hoy? Cuando todos creíamos que chapotear por los pantanos de Alabama era seguro, resulta que descubren que hay un caimán de cuatro metros de largo y media tonelada de peso rondando por ahí. Parece ser que se escapó del zoológico durante el huracán de la semana pasada y que responde al nombre de Chucky. Además, un tiburón blanco de cinco metros de largo se ha instalado en la localidad de Woods Hole, en la península del Cabo de Cod, en aguas de apenas un metro de profundidad.