– Bueno, creo que en la piscina de la universidad no hay depredadores carnívoros. De momento no tengo que preocuparme porque se me coman.
– Puede que no haya caimanes ni tiburones, pero ten cuidado con esos estudiantes plastas embutidos en sus bañadores Speedo.
– ¡Yo también llevo un Speedo!
Talia dobló el periódico y se estiró.
– Los bañadores Speedo de mujer resultan bastante recatados, pero los de hombre son demasiado… instructivos. Transmiten demasiada información. Y, no sé por qué, dan al paquete un aspecto un poco pobre, ¿no te parece? Como grumoso… ¿Se espera mucha asistencia al funeral?
Laurel le había hablado de Bobbie Crocker y de las fotografías que había dejado, y las dos estaban preocupadas por el número de personas que acudirían al cementerio, ya que el hombre no tenía ninguna familia conocida.
– Supongo que estará bien. Algo pequeño pero respetable. Por lo menos habrá un grupo de gente de BEDS suficiente para dar el pego.
– Bien. Intimo, pero no solitario.
– No, solitario no -dijo Laurel, sentándose frente a su amiga.
Talia se disponía a pasarle un rosco, pero Laurel fue más rápida y tomó uno por sí misma. Talia era consciente de que a veces trataba a su compañera como si fuera una inválida, intentando hacer demasiadas cosas por ella.
– De todos modos, me interesa ver quién acude -continuó diciendo Laurel-. Puede que descubra algo. Igual aparece alguien que me ayude a darle un poco de sentido a las fotos que encontramos.
Su amiga cogió el suplemento local del periódico y echó un vistazo a los titulares. Después, Talia sacó el tema que más le interesaba esa mañana:
– Entonces, ¿vas a hacer algo el sábado de la semana que viene?
– ¡Buf! Todavía queda mucho para entonces -dijo Laurel-. Lo de siempre, supongo. Tomar unas fotos, puede que ir a nadar, ver a David.
– ¿Quieres venir a jugar al paintball conmigo y los chicos de la catequesis?
– ¿Qué?
– Ya sabes, paintball. Sacar el niño que llevas dentro.
– El niño que llevo dentro no es un boina verde. ¿Por qué demonios…?
– ¡Eh! Vigila tu vocabulario.
– ¿Por qué diantres te llevas a tu grupo de catequesis a jugar al paintball? ¿Qué enseñanza teológica le puedes sacar a perseguirse y pegarse tiros por el bosque?
– Ninguna, pero estamos a principio de curso y quiero que los chavales empiecen a romper el hielo y a funcionar como un grupo. Que se conozcan un poco entre ellos. Y además (y esto es muy importante), siempre es bueno que los chicos sepan que hay adultos que se interesan por ellos lo suficiente como para renunciar a un sábado para ir a jugar al paintball con ellos.
– ¿Y no podríamos simplemente ir a dar un paseo? Ya sabes, por el bosque, a ver ardillitas en lugar de pistolas.
– Vamos, mujer, no son pistolas de verdad. Les puede aportar un poco de camaradería y darles algo de vidilla. La verdad es que necesito ya mismo una actividad que les despierte un poco.
– ¿Me dejas pensármelo?
– No. Necesito un acompañante y sé que los chavales te adoran.
– ¿Esto es una forma de conseguir que vaya más a menudo a la iglesia?
– Si a la mañana siguiente te pasas por el templo, magnífico. Pero no, no entra en mis planes. Es sólo que me parece que no sales demasiado.
– ¡Pero si salgo un montón! Tú eres la que está sin novio ahora.
Talia ignoró este comentario, sólo porque era cierto, y dijo:
– Pues yo creo que deberías salir más.
– Pero no con un rifle automático de paintball y doscientas bolitas de pintura del tamaño de una canica. ¡Ahora resulta que a eso le llaman salir!
Talia sabía que a Laurel le costaba decirle que no. La verdad es que a la mayoría de la gente le resultaba difícil negarse a sus demandas. Estaba orgullosa de su poder de persuasión. En el pasado, Laurel la había acompañado cuando el grupo de catequesis construyó una enorme catapulta para dispararse globos de agua en el campo de rugbi de la universidad, había participado en una espeluznante adaptación teatral de Jesucristo superstar en la que Judas colgaba desde el techo sobre los espectadores, y les había ayudado cuando los monitores hicieron una balsa para participar en la regata benéfica del lago Champlain para recaudar fondos destinados al Servicio Municipal de Reparto de Alimentos. Las condiciones eran que todas las embarcaciones tenían que ser de fabricación casera y sus componentes no podían costar más de ciento cincuenta dólares. El coste de su canoa ni de lejos se acercaba a esa cifra. Estaba hecha de contrachapado y viejos bidones de aceite que pintaron de un atractivo verde azulado. La chalupa surcó con ligereza las aguas durante un minuto y medio antes de empezar a escorarse y terminar hundiéndose. Sin embargo, los patrocinadores del grupo pagaron lo prometido.
– Te advierto -continuó Talia- que el paintball tiene un inconveniente bastante grande.
– Déjame adivinar… ¿que es un pelín violento?, ¿una pizca antisocial?
– ¡Oh! No me vengas con esas historias políticamente correctas.
– Entonces, ¿qué?
– Tendremos que ponernos esas gafas protectoras que son tan grandes y quedan tan mal. Son enormes y feas con avaricia. Un auténtico atentado contra el buen gusto.
– ¡Pues nos las tendremos que poner!
Talia asintió con la cabeza, consciente de que Laurel había utilizado la primera persona del plural. Todavía no había dicho que sí, pero las dos tenían claro que iba a ir.
Capítulo 4
En total diez personas asistieron al entierro de Bobbie en el cementerio militar de Winooski: el pastor que ofició la ceremonia, a quien Laurel veía por primera vez; Serena Sargent, pues Laurel la había llamado para darle la noticia del fallecimiento; una mujer que trabajaba en el comedor del Ejército de Salvación; un representante de la Asociación de Excombatientes de Guerra que quería regalar a alguien -le daba igual a quién- una bandera americana meticulosamente doblada. También vinieron tres inquilinos del Hotel New England que habían conocido a Bobbie durante su último año de vida. Laurel calculó que estarían entre los cuarenta y los cincuenta años. De BEDS habían acudido Katherine Maguire y Sam Russo, el empleado nocturno que estaba de servicio el día que Serena trajo a Bobbie. Lloviznaba pero, resguardados como estaban bajo los negros paraguas que la funeraria les había prestado, a los presentes no les importunó mucho esa cálida lluvia otoñal mientras escuchaban en pie los salmos que el pastor leía para ese hombre al que nunca había visto. Después, Katherine arrojó un puñado de tierra húmeda sobre el modesto ataúd que descansaba en el fondo de la sepultura dando por concluida la ceremonia.
Laurel estaba contenta de haber asistido por varias razones, la más importante de las cuales era su deseo de despedirse de este hombre, por lo general trastornado pero en ocasiones carismático. Mientras desayunaba con Talia, se había dado cuenta de que Bobbie se había convertido en una especie de mascota para muchos de los asistentes sociales que trabajaban en BEDS. No en el rostro de la asociación, como Katherine pensaba que iba a ocurrir tras su muerte, sino en un admirable espíritu, infatigable y excéntrico. Un superviviente. De hecho, le encantaba merodear por el albergue. En sus momentos buenos, era capaz de arrancar una sonrisa a los tarados que se dejaban caer por allí cuando ya no les quedaban más opciones.
A Laurel le conmovió comprobar las amistades que Bobbie había hecho con los otros ex sin techo en el poco tiempo que vivió en el Hotel New England, pero no le sorprendió en absoluto. También le alegró ver a Serena y saber que salía adelante, aunque no le fuera todo de maravilla. La muchacha le contó que quería independizarse de su tía y que le apetecía hacer algo más con su vida que trabajar de camarera. Pero, cuando menos, parecía mucho más lúcida que la última vez que la había visto. Laurel le dijo que quería enterarse de todo lo que supiera acerca de Bobbie, así que acordaron verse la semana siguiente.