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De camino hacia la furgoneta de BEDS en la que habían venido desde el centro de Burlington hasta Winooski -todos excepto Serena y el solemne veterano de la guerra de Corea que había aparecido de la nada con su bandera-, Laurel andaba con, cuidado de no resbalar sobre la hierba mojada junto a Sam. Un poco mayor que ella, su compañero tendría veintiocho o veintinueve años. Había sido un heavy y conservaba una rebelde mata de pelo rojo recogida en una coleta. Tenía un antiestético michelín poco atractivo para su edad. Sin embargo, él se consideraba voluminoso, no gordo. Lograba que los indigentes que llegaban al albergue se sintieran seguros muy rápido, lo cual, para la mayoría de los asistentes sociales, no resultaba tarea fácil.

– Por curiosidad -empezó a hablar Laurel-, ¿tú qué crees? ¿Piensas que Bobbie sacó todas esas fotos?

– Sin lugar a dudas. No tenía otra cosa cuando le trajeron al albergue. El tío ni tan siguiera traía ropa interior de recambio, sólo los calzones que llevaba puestos. Pero se vino con las fotos a cuestas.

– Pero ¿cómo sabes que fue él quien las hizo?

– Ese tío sabía un montón de cosas. Era capaz hasta de hablar de Muddy Waters.

– ¿Muddy Waters?

– Un cantante de blues de los años cuarenta y cincuenta, de cuando el rock and roll todavía estaba naciendo. Encontré una foto de él y su banda en la caja. Bobbie me dijo que la había sacado durante una sesión de grabación en Chess Records. Y otra vez me contó una increíble historia sobre que lo habían colgado de una grúa en un campo de fútbol para sacar una foto de doscientas animadoras meneando hula-hoops. Creo que para la revista Time, o algo así. No, espera, era para Life. Trabajó un montón para los de Life.

– ¿Viste alguna vez las fotos?

– No me las dejaba ver… No estaba seguro -dijo, mirando teatrero a ambos lados, haciendo como que se cercioraba de que nadie les estuviese escuchando.

– Katherine me contó lo mismo. ¿De qué tendría miedo?

– Laurel, el hombre era esquizofrénico. Por lo que a mí respecta, podría tenerlo a los marcianos.

– Pero él nunca dijo…

– Bueno, una vez me contó algo que me hizo pensar que su paranoia tenía algo que ver con su padre. No es que le temiese, no era eso. Pero sonaba como si Bobbie tuviera miedo de que algunas personas que conocían a su viejo anduviesen detrás de sus fotos.

Cuando llegaron a la furgoneta, Laurel le retuvo por el brazo para poder hacerle una última pregunta antes de que estuvieran dentro del vehículo entre los amigos de Bobbie.

– Dime: ¿cómo una persona que saca fotos para la revista Life puede terminar en las calles? Ya sé que tenía una enfermedad mental, pero ¿cómo pudieron salirle las cosas tan mal? ¿No tenía familia, ni amigos? Era una persona adorable… No lo entiendo.

Sam Russo le señaló a los tres hombres que se iban montando en la furgoneta, con sus andrajosas zapatillas deportivas, sus camisetas de la Universidad de Oxford de segunda mano y sus pantalones que olían siempre a calle: Howard Masón, Paco Hidalgo y Pete Stambolinos.

– ¿Y cómo les han podido ir tan mal las cosas a ellos? Mira, Bobbie pudo haber sido un gran fotógrafo alguna vez, tú sabrás mejor que yo si tenía talento de verdad. Pero, como bien has dicho, padecía una enfermedad mental. Y también estaba claro que tenía serios problemas de déficit de atención. Hace treinta o cuarenta años no había muchas cosas que se pudieran hacer. Sólo existía la clorpromazina y se estaba empezando a experimentar con haloperidol, pero eso era todo. Afrontémoslo, Laurel, tú sólo le conociste cuando había retomado su medicación.

Nunca le viste o, con perdón, le oliste después de que hubiera pasado la noche en un aparcamiento; o cuando le echaban a patadas de una cafetería porque se había pasado horas allí sentado pidiendo comida sin parar sin tener un penique en el bolsillo; o cuando intentaba convencerme de que una vez había salido con Coretta Scott King… A ver, puedo imaginármelo con algunos de esos músicos, pero… ¿Coretta Scott King? Eso es pasarse. Sólo Dios sabe cuánta química se habría metido en el cuerpo, ya sabes, para evadirse, y qué tipo de adicciones tenía; o qué clase de fantasmas lo persiguieron hasta la vejez. Yo no lo sé. Puede que Emily, Emily Young, sepa algo más. Pero créeme: con las cosas que no sabemos de cualquiera de estos tíos, se podría escribir un libro.

Mientras Laurel estaba en el funeral, la ayudante de Katherine dejó el sobre con las otras fotos de Bobbie en su despacho. Había una docena de instantáneas, algunas amarillentas y descoloridas por el paso del tiempo. Laurel empezó a ojearlas cuando de repente se quedó de piedra y se le aceleró el corazón. Ante sus ojos, en una foto en blanco y negro tan antigua que los bordes estaban festoneados, aparecía la casa de la bahía del club de campo en el que pasó gran parte de su niñez. La mansión de Pamela Buchanan Marshfield. Al instante, reconoció la terraza y el pórtico adyacente con sus ocho columnas, los balcones que daban a las aguas, el embarcadero… La siguiente foto también era una imagen de la casa, pero desde un ángulo diferente.

Nunca se le había pasado por la cabeza que Bobbie Crocker pudiera estar relacionado con los Buchanan de East Egg. ¿De qué? No había pensado mucho en Jay Gatsby ni en la familia que vivía a orillas del estrecho desde que vino a la universidad y dejó de pasar los largos días de verano en el club. Ni tan siquiera les había prestado mucha atención cuando, vestida con sus bañadores Speedo, se pasaba la vida allí.

Posó las dos fotos sobre la pantalla de su ordenador y contempló la siguiente imagen. Ahí estaba, el club de campo al completo, con su enorme y ancha torre de piedra. Tras ella, había otra instantánea de la piscina original, la piscina de Gatsby. Y luego un par de fotografías de las fiestas, una de las cuales tenía una fecha escrita a lápiz: «Día de la Bastilla, 1922». En ella aparecía un hombre que supuso que sería el propio Gatsby, con una mirada de ligero desconcierto junto a su deportivo de color amarillo canario. Por último, había una de los niños: una chica a la que Laurel calculó unos nueve años y un crío de unos cinco, posando en el pórtico de los Buchanan con un descapotable color canela detrás de ellos. Resultaba evidente que esta imagen también era de los años veinte.

Recordó lo que Bobbie le había dicho en una ocasión, otro de los muchos comentarios que Laurel consideró invenciones sin fundamento. Le había contado que se había criado en una casa que daba a una bahía con un castillo. La mansión de Gatsby no era un castillo, pero era de piedra y tenía esa torre que le daba el aspecto de una fortaleza.

Al instante, cogió el teléfono y llamó a su madre, esperando que esa tarde no tuviera tenis o partida de bridge, o que no se hubiera acercado a la ciudad para salir con sus amigas de compras o a visitar un museo. Desde la muerte del padre de Laurel, su madre había dado rienda suelta a su ya de por sí exagerada tendencia a la actividad, dejando que se apoderara de ella. Siempre estaba fuera de casa ocupada en algo. Como suponía, Laurel escuchó la voz de su madre en el contestador y colgó. Llamó a su tía Joyce, la madre de su primo Martin, porque también había vivido en esa zona desde que se casó y era miembro del club. La tía Joyce no había pasado tanto tiempo allí como sus padres o la propia Laurel, pero se conocía como nadie la historia local, con sus bombazos sociales desperdigados bajo tierra como minas.