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Martin contestó, con ese inagotable y simpático balbuceo que sólo la familia de Laurel podía traducir con algo de precisión. Martin había nacido con síndrome de Down y sordera parcial, por eso hablaba como si tuviera un buñuelo gigante en la boca. Laurel le entendía casi siempre, incluso por teléfono. Su primo era, casi con toda seguridad, la única persona que conocía que en toda su vida jamás sería capaz de hablar mal de alguien. Tenía un corazón enorme y un espíritu inocente sin ningún tipo de prejuicios. En lugar de llamar a su prima por su nombre, siempre le decía «Hermanita Laurel», ya que su abuela -que había fallecido cuando Laurel estaba en el instituto-también se llamaba así y para Martin la mayor de las dos era «Abuelita Laurel».

Sólo después de que Laurel le prometiese que iría a visitarle pronto y de sugerir que podrían ir juntos a ver un musical el día de Acción de Gracias, Martin le pasó el auricular a su madre. Las dos hablaban con más frecuencia de lo habitual entre tías y sobrinas, lo que probablemente se debía a que Joyce vivía cerca de la madre de Laurel y a la amistad de Laurel con su primo. En cierto modo, la mujer era una segunda madre para Laurel. Por eso, cuando Martin le dijo que su sobrina estaba al teléfono no se imaginó que Laurel fuera a contarle algo especialmente interesante.

Pero sí que lo hizo, y fue directa al grano. Le relató a su tía la historia de Bobbie Crocker y de las fotos que había dejado. Su voz estaba un poco alterada, acorde con lo que ella consideraba un gran descubrimiento.

– Pamela Buchanan Marshfield tenía un hermano pequeño, ¿verdad?

– Pues sí, lo tuvo -contestó su tía con una gran serenidad-. Murió de adolescente. Yo debía de ser muy pequeña en aquel entonces y, por supuesto, no llegué a conocerlo. Una más de las maldiciones que atormentaron a esa familia. Tenían más dinero y peor suerte que nadie que puedas conocer. ¿Qué te ha hecho pensar en él?

De fondo, Laurel oyó los acordes que anunciaban el principio de la obertura de El rey y yo. Martin acababa de poner el CD en el reproductor, y se lo podía imaginar enfundándose el majestuoso chaleco de Siam y los pantalones de seda que le había cosido su madre.

– ¿Murió de adolescente? -le preguntó a su tía, un poco aturdida. Cogió la foto de los dos niños. El chico llevaba unos pantalones cortos a cuadros escoceses sujetados con tirantes. La chica llevaba un vestido de fiesta de verano con cuello ancho y mangas abultadas.

– Sí, estoy segura. ¿Por qué te sorprende?

– Es que ese indigente que te digo, el que era muy anciano… Bobbie Crocker… Pensaba… Bueno, todavía pienso… que pertenecía a la familia Buchanan.

– Pues ahora que lo dices, puede ser que el niño se llamara Bobbie… O tal vez William… Quizá Billy… Sí, Billy me suena más. Pero también Robert… De todos modos, no importa, porque aquel chaval falleció en un accidente cuando tenía dieciséis o diecisiete años.

– El hombre del que te hablo estuvo un par de semanas en el albergue antes de que le encontráramos un apartamento -añadió Laurel-. Pero se pasaba muy a menudo por las oficinas y el centro de día. Se murió hace muy poco sin que supiéramos si tenía familia. La asistente social que se encargó de deshacerse de sus posesiones encontró un sobre con viejas fotografías. Algunas son de la mansión de los Marshfield, donde vivieron Tom y Daisy Buchanan. También hay una imagen de una niña y un niño con la vieja casa de fondo y junto a un coche de los años veinte.

– ¿Estás segura de que se trata de la misma casa?

– Sí, totalmente segura. También hay otra foto de la casa de Jay Gatsby, el club de campo, y de él mismo con su coche deportivo.

– Bueno, pero todavía no veo por qué sacas la conclusión de que ese indigente era un Buchanan. El chico murió. Todo el mundo sabe que el hijo de Tom y Daisy falleció. Además, has dicho que el hombre se apellidaba Campbell, ¿no?

– Crocker -le corrigió Laurel.

– Entonces, creo que no hay más que hablar. ¿Por qué iba a hacerse llamar Crocker si su apellido era Buchanan? ¡Caso cerrado!

Laurel se reclinó en la silla y aspiró profundamente para tranquilizarse. Podía ver la nariz y los labios de su tía arrugándose como solía hacer cuando discutía de algo que consideraba desagradable. La madre de Laurel tenía el mismo hábito. Parecía como si estuvieran comiendo limones, era un tic familiar muy poco atractivo.

– Caso cerrado… o puede que no -dijo Laurel-. ¿Cómo piensas que consiguió todas esas fotos?

Laurel era consciente de que estaba subiendo el tono de la conversación, pero no podía quitarse de la cabeza las cosas que Bobbie le había contado de su infancia. Por un momento, temió que a ella también se le estuviera arrugando el gesto.

– Laurel, por favor, no te enfades.

– No lo hago.

– Sí que lo haces, lo noto en tu voz. Estás molesta porque no comparto tu opinión de que ese mendigo…

– No era un mendigo… Le encontramos un hogar. Nos dedicamos a eso.

– Vale. Entonces, ese ex mendigo… Mira, sé que estás enfadada porque tengo mis reservas. Puede que los niños que aparecen en la foto sean realmente Pamela y Billy, o Bobbie. No importa. Pero ¿cómo sabes que ese señor no encontró las fotos en un contenedor en cualquier parte?, ¿o en una tienda de antigüedades? Puede que se encontrara un viejo álbum de fotos en la basura y decidiera salvar algunas imágenes. Tú misma me has contado que los mendigos, perdón, los ex mendigos, a veces guardan las cosas más inverosímiles.

Laurel contempló por unos instantes al niño de la foto, intentando buscar algún parecido con Bobbie Crocker: el brillo de los ojos, la forma de la cara… Pero no fue capaz. No es que no hubiera similitudes entre ambos, pero resultaba muy difícil apreciarlas debido a que gran parte del rostro de Bobbie estaba oculto tras su impenetrable barba.

– Y claro -continuó su tía-, presupones que el niño de la foto es el hermano de Pamela y que la niña es ella. ¿Por qué sacas esa conclusión? ¿No podrían ser un par de niños que estaban de visita en la casa? Invitados, por ejemplo.

– Podría ser.

– Sí, podrían ser amigos de la familia. O unos primos -añadió la mujer, recuperando la cadencia agradable de su voz.

De fondo, Laurel escuchó que Martin había ido saltando pistas del CD hasta llegar al primer gran número del rey, y que estaba cantando a voz en grito la canción «A puzzlement» con su peculiar estilo. Lo que le fallaba en pronunciación lo compensaba con su entusiasmo.

– Pero todavía tengo el presentimiento de que hay algo detrás de estas fotos -dijo Laurel.

– Entonces quizá deberías hablar con Pamela Marshfield. ¿Por qué no? Enséñale las fotos y a ver qué te dice.

Laurel sostuvo el auricular contra el hombro y se acercó la foto para contemplar a la niña. Parecía engreída y susceptible. Si intentaba imaginársela como una anciana, la veía como alguien bastante intimidatorio.

– ¿Sabes dónde vive?

– No tengo ni idea. Pero puede que los Dayton lo sepan. O los Winston.

– ¿Los Dayton no son la familia que le compró la mansión?

– Eso es. Y los Winston los que construyeron esa casa estilo Tudor en los terrenos que fueron propiedad de Pamela. La señora Winston es ya muy mayor, y creo que su esposo falleció. Me parece que todavía vive allí ella sola.

De repente, la puerta del despacho de Laurel se abrió y vio a un joven de ojos saltones, orejas de soplillo y el pescuezo escuálido como el de un pavo sosteniéndose en el pasillo. Llevaba el pelo teñido de naranja fosforito y tenía grandes cicatrices en sus demacrados brazos, una de las cuales se extendía hasta desaparecer bajo la manga de su camiseta gris llena de manchas de sudor. Estaba hecho un desastre, y Laurel podía afirmar por su mirada de conejo asustado que no se podía creer que estuviera en el albergue municipal para indigentes.