– Ha llegado un cliente -le comunicó a su tía-. Voy a tener que dejarte.
– Vale. Avísame si encuentras algo interesante sobre tu hombre misterioso -dijo la tía Joyce, antes de que intercambiaran unas palabras de despedida y colgaran.
Laurel se incorporó para saludar a su nuevo residente. Le dio la sensación de que el hombre llevaba bastante tiempo sin llevarse nada a la boca, así que le sugirió que pasaran a la cocina para tomar unos sandwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada. Los formularios de admisión podrían esperar hasta que hubiera comido algo.
Capítulo 5
Su madre le puso Whitaker, como su abuelo. Más tarde, su hermano mayor, con quien reñía constantemente cuando vivía con su familia en Des Moines, le transformó el nombre en Witless [3]. Después, el coordinador de la residencia universitaria en la que se alojó durante su primer año de carrera lo rebautizó como Witty [4], basándose en que el novato tenía tendencia a ocultar su nerviosismo e inseguridad tras un espeso velo de ironía. Una ocurrencia que el veterano tuvo por inteligente. Durante un tiempo, Whitaker temió quedarse para siempre con este apodo pero, gracias a Dios, no fue así. Habría supuesto demasiada presión. Casi todo el mundo le llamaba Whit. Así era como él mismo se presentaba, y el resto de inquilinos del edificio donde vivía, incluidas Talia y Laurel, le llamaron por ese nombre durante ese verano y ese otoño.
Aunque Whit se trajo a un par de amigos para que lo ayudaran con la mudanza, uno de ellos, un muchachote grande como un armario con el que había jugado a rugbi, Talia y Laurel se ofrecieron para echar una mano ya que andaban por casa esa mañana de sábado. Al instante, el joven se enamoró de las dos. Talia tenía una exquisita piel color almendra y una melena negra como el azabache que recogía en una única trenza cayéndole casi hasta la cintura. La muchacha conseguía hacer que unos pantalones grises de chándal y una camiseta amarilla de la Universidad de Vermont parecieran un par de piezas de un catálogo de lencería. Era cautivadoramente alta y se movía con la gracia y el porte de una bailarina. Supuso que todos los adolescentes de su parroquia estarían colados por ella, a no ser que los intimidara y los mantuviera a raya, y que todas las chicas querrían emularla. Parecía evidente que era toda una catequista con afición al rock.
Laurel llevaba una visera de béisbol con el lema de su albergue escrito por delante: «La seguridad pública empieza por dar un hogar». Por detrás, su coleta rubia emergía del cierre de la gorra como una fuente. De hecho, rebotaba contra su nuca cuando subía y bajaba las escaleras cargada con cajas de CD y bolsas de plástico llenas de camisetas y calcetines limpios. Llevaba unas zapatillas Keds rosas y unos tejanos piratas. A Whitaker le impresionaron sus pantorrillas. Gemelos, sóleo, peroneo lateraclass="underline" los músculos que extendían su pie cuando caminaba. La muchacha tenía unas pantorrillas de gloria. De ciclista, de nadadora, y -tenía que reconocerlo, no se trataba de una mera apreciación profesional- de amante.
Se habría dejado encandilar por cualquiera de las dos. Ambas tenían cuatro años más que él, y eso ya constituía un poderoso afrodisíaco. ¿Por qué? Sencilla y llanamente, significaba que ya habrían terminado sus estudios. En su situación, cualquier mujer con trabajo le resultaba tremendamente exótica.
Pero fue Laurel la que, sin esperárselo, le hizo tilín. Puede que fuese por lo inesperado, por la sorpresa. Aquella tarde, cuando acabaron con su mudanza, estaban los dos en su pequeña terraza -minúscula sería la palabra adecuada, pues en realidad era una repisa con una barandilla-. Habían salido a respirar un poco y a beber algo de agua. Se encontraban acalorados, sudorosos y con la respiración acelerada por el esfuerzo. Laurel le pidió que le hablara de lowa, de su familia y del lugar en el que había crecido. Le preguntó por qué quería ser médico. Parecía tan sincera e intensamente interesada en sus respuestas que, por un momento, a Whit le preocupó que le hubiese confundido con uno de esos casos perdidos que se dejaban caer por su albergue. Pero pronto se le pasó este temor y se dio cuenta de que esta actitud venía de serie en su nueva vecina: era una persona que te hacía un montón de preguntas porque su trabajo consistía en ocuparse del prójimo, o quizá porque no le apetecía mucho hablar de sí misma. Sea como fuere, consiguió que se le acelerara el corazón mientras le contaba su vida. Entonces ella hizo algo tan extrañamente íntimo e inesperado que le congeló el aliento. Cuando él estaba describiendo la granja de su abuelo, Laurel tomó su botella de agua y vertió unas gotas en un delicado pañuelo que llevaba en el bolsillo del pantalón. Después se acercó a Whit y se lo posó en la mandíbula. Al parecer, se había hecho un corte y la pequeña herida había empezado a sangrar, aunque él ni se había dado cuenta. Permanecieron así, lo suficientemente cerca como para besarse, durante medio minuto como mínimo.
Había algo en ella que resultaba protector y, al mismo tiempo, extremadamente vulnerable. Whit podía deducirlo de la profesión que Laurel había elegido y también de su relación con Talia, que actuaba como una hermana mayor siempre velando por ella.
Whit no era torpe con las chicas, pero sí un poco tímido. Una vez salió con una muchacha que le dijo que era atractivo de un modo nada amenazador. Él se lo tomó como un cumplido, pero una semana después de hacer ese comentario la chica lo dejó. En la universidad tenía fama de discreto. A veces pensaba que si hubiera nacido una generación antes habría sido el típico mejor amigo de las chicas. Ese que siempre está ahí para ayudarlas a recoger los pedazos de su corazón roto por el guaperas del equipo de fútbol o el popular locutor de la radio del instituto, y que luego siempre termina yéndose sólo a casa. Por este motivo, daba gracias a Dios por haber nacido en su tiempo.
Whit no pretendía comprender a las mujeres y, durante agosto y las primeras semanas de septiembre, Laurel le resultó especialmente enigmática. Fueron un par de veces al cine y a bailar juntos -como amigos nada más, y siempre con más gente-. También salían a menudo al centro a tomarse un helado. Todo muy sano. Sabía que sus abuelos de Iowa habrían estado orgullosos de él. Descubrió que Laurel era una conversadora entusiasta y que le encantaba charlar con él sobre su trabajo con los desamparados, o sobre la Facultad de Medicina o sobre las películas que habían visto. Podían hablar de política o de religión, y lo hacían, a veces brevemente en el recibidor de su apartamento y otras más distendidas en las escaleras del portal. Sin embargo, había algunos temas que hacían que Laurel se transformase de repente, pasando de simpática a distante, así que Whit empezó a tener cuidado con las cuestiones que sacaba a colación. En una ocasión, le propuso salir a dar una vuelta en bicicleta por las hermosas carreteras al oeste de Middlebury y fue como si le hubiese sugerido ir a un funeral. Se volvió circunspecta y al poco se disculpó y subió a su casa. Otra vez, Whit estaba disertando al estilo de El club de la comedia, en un tono jocoso -o al menos eso suponía él-, sobre las películas de terror en las que siempre la gente moría asesinada en el bosque, y Laurel se marchó. Ni tan siquiera le recriminó sus comentarios o le echó la bronca. Estaba claro que no era del tipo de personas que se comportaban así. Simplemente, de repente abandonaba la conversación y se marchaba a BEDS, o a la sala de revelado de la universidad o al supermercado. Quitando a Talia, no parecía tener más amigos.
Por supuesto, Whit sabía que si Laurel se pusiese a analizar su mundo tampoco encontraría nada parecido a una frenética vida social. Pero él tenía una excusa: acababa de empezar a estudiar Medicina. Sólo con Bioquímica se podía pasar una vida entera memorizando nombres, estructuras y circuitos. Y, sí, él podía ser muy tímido con las chicas guapas.