Sin embargo, tenía la impresión de que podría llegar un momento en el que se arrepintiese de muchas de las cosas que había dicho, sin importar lo inocuos que le hubieran parecido en su momento sus comentarios. Una conversación que mantuvieron a mediados de septiembre fue un indicio de ello. Era una mañana de un día de entre semana y Whit estaba en pantalón corto y con una camiseta negra en la terraza de su apartamento, cuando vio a Laurel salir del portal a toda prisa y tomar la acera en dirección al centro. Se quedó contemplándola aunque, como desearía poco después, no muy encandilado. De repente, ella se giró hacia la casa, dando una vuelta casi de ballet sobre la punta de sus zapatillas. Miró hacia arriba, vio que él la estaba observando y le sonrió.
Whit devolvió el gesto levantando un par de dedos a modo de pequeño saludo, esperando que no hubiera sido demasiado obvio que la estaba escrutando intensamente. Quiso que el gesto con los dos dedos pareciera despreocupado, pero no fue así. Por la forma en la que ella le había mirado y luego apartado la vista, resultaba evidente que se había dado cuenta del gran interés con el que la estaba siguiendo.
– ¿Has olvidado algo? -le preguntó Whit.
– Pues sí -dijo ella, y entró a todo correr en el portal. No tardó en reaparecer sin que él se hubiera movido de la terraza.
Durante un segundo, Whit no tuvo claro si mostrar su interés preguntándole qué había vuelto a buscar resultaría educado o si, por el contrario, podría molestarse por su curiosidad. Por lo que él sabía, se podía haber dejado el diafragma. A fin de cuentas, tenía novio. Un tío mayor que trabajaba en un periódico. Pero tras una pequeña pausa, mientras Laurel giraba las llaves para cerrar la puerta, se atrevió y le preguntó:
– ¿Qué era eso tan importante?
– Un libro sobre música rock. Las raíces del rock and roll. Hay un capítulo que habla de Muddy Waters.
– No sabía que te interesara la historia de la música.
Laurel entornó los ojos, sonrió y añadió:
– Créeme, no me interesa. Pero tengo un cliente que podría haber estado relacionado con algunos viejos roqueros.
Llevaba una mochila roja colgando del hombro, y se la colocó por delante para poder abrir la cremallera y guardar el libro en su interior.
– ¿Un mendigo?
– Aja.
– ¿Era músico?
– No.
– ¿Compositor?
– No. Era fotógrafo.
– ¿Y dónde vive ahora?
– Murió.
– Vaya, lo siento.
– Es una historia un poco triste. Tuvo una vida muy larga, era un hombre bastante mayor.
– Entonces ahora te dedicas a investigar la música rock por… ¿por qué?
– Es un poco complicado. Estoy interesada en los créditos de las fotos. Te contaría más, pero nos iba a llevar toda la mañana y tengo que ir a trabajar. Luego te lo explico, ¿vale?
– Está bien. Además quiero salir a pedalear un rato -dijo Whit, esperando que sus palabras sonaran convenientemente perezosas, aunque nada más pronunciarlas temió haber dado la impresión de ser un pasota irresponsable-. Hoy no tengo clase hasta las diez y media.
– Tenemos horarios diferentes.
– Pues sí. Aunque no hace mucho tú también eras estudiante.
– A veces me parece que haya pasado mucho tiempo.
Whit se inclinó sobre la barandilla. No estaba seguro de cómo, pero tenía la incómoda sensación de encontrarse a punto de decir otra vez justo lo que no debía. Lo sabía. Pero sentía que tenía que decir algo, así que siguió adelante.
– Hoy sólo daré una pequeña vuelta, pero creo que este fin de semana saldré a hacer una ruta bastante más larga. Puede que por Underhill. Hay unas pistas forestales magníficas por allá, ¿sabías? Me gusta pedalear tanto como a ti nadar. ¿Por qué no me cuentas otra vez por qué cambiaste la bicicleta por el bañador?
– No creo que te lo haya contado nunca -contestó, sin mirarlo y concentrándose en la operación de cerrar la cremallera de su mochila.
Era el tipo de comentario que, viniendo de cualquier otro, le hubiera resultado cortante y le habría dejado profundamente deprimido. Sin embargo, en boca de Laurel parecía simplemente melancólico, como si de repente le cansara el tema.
– ¿Te apetecería venir conmigo? Tengo dos bicis, ya sabes. Puedo bajar el sillín de una de ellas y te quedará perfecta. Estuve allí, en Underhill, hace cosa de un mes y hay un tramo en el que los bosques se abren y la vista…
– Whit, tengo que marcharme, perdona -le cortó Laurel sin ni tan siquiera levantar la vista para mirarlo.
– ¡Oh! Lo entiendo -dijo él.
Por supuesto, no lo entendía. Todavía no entendía nada.
Capítulo 6
En los días siguientes a que Katherine le entregara las fotos, Laurel se concentró sobre todo en la imagen de la chica montada en bicicleta. Permanecía largo rato contemplando la sudadera, el pelo y el fondo de árboles, hasta que de repente le entraban náuseas. Volvió, como no le había pasado en años, a ver los rostros de los dos hombres con todo detalle, tal y como los recordaba de aquellas largas jornadas de verano en el juzgado de Burlington. En una ocasión tuvo que dejar la foto y agachar la cabeza entre las piernas, a punto de perder el conocimiento.
También le intrigaba la extraña coincidencia de que ese misterioso Bobbie Crocker tuviera en su posesión unas fotos del club de campo de su juventud. Se preguntaba si esto quería decir que el hombre había pasado su infancia en aquel rincón de Long Island, nadado de niño en la misma bahía que ella y después, años más tarde, había estado en la misma pista forestal en la que casi la matan. Que la hubiera fotografiado unas horas, o puede que unos minutos, antes de la agresión. Eso suponiendo que realmente fuera ella la muchacha que aparecía en la imagen, y que la foto hubiera sido tomada aquel domingo de pesadilla, y no en cualquier otro de los que le precedieron. Laurel no podía estar segura y, en cierto modo, prefería no estarlo, porque de confirmarse que era ella se establecería un vínculo entre Crocker y la agresión que prefería no contemplar.
Por el contrario, le resultaba más sencillo pensar en lo trágico que era que un hombre que había realizado tales fotos y que poseía un talento artístico tan evidente hubiera terminado en la indigencia. Sin embargo, procuró no obsesionarse demasiado en este sentido. Aparte de hojear algunos voluminosos tomos sobre el primer rock and roll y sobre fotografía de mediados del siglo XX, no hizo mucho por investigar su identidad, sobre todo porque no encontró el nombre de Bobbie en los créditos de las imágenes de los libros. A pesar de todo, en el funeral había quedado para comer la semana próxima con Serena, y al día siguiente le dejó un mensaje de voz a Emily Young, la asistente social encargada de Bobbie, para preguntarle si podía verla cuando regresara de sus vacaciones. Emily había limpiado junto a Katherine el apartamento del difunto en el Hotel New England y justo después se había embarcado en un largo crucero por el Caribe. Por eso no había asistido al entierro de Bobbie en el fuerte de Winooski.
Así que esa semana Laurel continuó durante un par de días más haciendo su trabajo, saliendo con David y yendo a nadar todas las mañanas. De hecho, fue a la bolera con Talia y un tío con el que se supone que su compañera de piso estaba saliendo y luego, al regresar a casa, se puso a navegar por Internet con su amiga para enterarse un poco de qué iba el paintball.
Se llevó la caja con las fotos a su apartamento, pero -a excepción de la imagen de la chica en bicicleta- no hacía nada serio con ellas más que echarles de vez en cuando un vistazo distraído mientras realizaba otras actividades: lavarse los dientes, charlar por teléfono, ver las noticias… No había empezado a clasificar las fotos para ver qué había de interés en ellas ni a llevar los negativos al laboratorio de la universidad para revelarlos. Ya tendría tiempo para ello más adelante. El viernes se tomó unos días de vacaciones y se marchó a su casa de Long Island. Ni Katherine ni Talia necesitaban preguntarle por qué, pues sabían que se acercaba el aniversario de la agresión y que Laurel tenía por norma no pasar esa fecha en Vermont. Su plan era volver el martes próximo, después del fatídico día, y el miércoles reincorporarse a su trabajo en BEDS.