Después de desayunar, metió un poco de ropa y cosméticos en su mochila, comprobó una vez más que había apagado la estufa y se dispuso a conducir en dirección sur su rodado pero práctico Honda. No tenía claro si intentaría ver a Pamela Buchanan Marshfield mientras estuviera en casa, pero por si acaso buscó los números de los Dayton y de la señora Winston en Internet y puso un sobre con las fotos de Bobbie Crocker en la mochila.
A Laurel le resultó casi demasiado fácil dar con Pamela Marshfield. Ni tan siquiera tuvo que mencionar el nombre de la mujer, pues Rebecca Winston ya lo hizo por ella.
Laurel estaba en la cocina de la casa de su infancia, con el teléfono pegado a la oreja observando a través de la ventana cómo la niebla envolvía poco a poco los pinos que había al final del jardín, que no daba al estuario de Long Island, sino que estaba separado de la orilla por una estrecha franja de bosque protegido. Después, la bruma se acercó al columpio y a la casita de juegos pegada a él que había ocupado un espacio enorme, como una masa apabullante en el patio trasero durante casi toda su vida. Laurel vio cómo un arrendajo azul se posaba en el puntiagudo tejado de la casita e inspeccionaba el césped. Era casi la hora del almuerzo del sábado y Laurel se acababa de levantar. Había dormido cerca de doce horas.
Rebecca Winston terminó de describirle la excursión que había realizado por Vermont hacía cinco años para contemplar los colores de los bosques en otoño, recorriendo en autobús las tortuosas carreteras que serpentean por las Green Mountains. A Laurel le pareció bastante mareante, pero no dijo nada. Después Rebecca le confesó su temor a no ser capaz de vivir ella sola en su casa dentro de poco y la conversación giró, con armonía y naturalidad, a la hija de Tom y Daisy Buchanan.
– Sé que hay algunas residencias para jubilados muy agradables por aquí cerca, pero me encanta mi casa. Fíjate, ahora mismo, mientras hablamos, puedo ver el agua. Es maravilloso y muy relajante, sobre todo cuando se levanta la bruma. Por supuesto, dispongo de recursos económicos, pero no creo que pueda pagarme la misma ayuda que una persona como Pamela Marshfield. ¿Sabías que tiene dos enfermeras viviendo con ella? -le dijo la mujer.
– ¿Dónde vive Pamela ahora, señora Winston? -le preguntó Laurel-. ¿Usted lo sabe?
– Llámame Becky, por favor.
– No podría -contestó. La señora Winston debía de tener tres o cuatro veces su edad.
– Por favor.
– Lo intentaré.
– Déjame oírtelo decir. Dale gusto a esta viejecilla.
– Señora.
– ¡Vamos!
– Está bien -tragó saliva-, Becky.
– ¿Tan difícil es?
– No, claro que no.
– Gracias.
– ¿Sabe dónde vive la señora Marshfield ahora?
– A ella sí que tienes que decirle señora.
– Lo suponía.
– Vive en East Hampton. Dicen que tiene una casa espectacular.
– ¿Más que su antigua propiedad, la que está al lado de la suya?
– Creo que no tan grande. Pero ¿para qué necesitas dos mil metros cuadrados cuando eres una viuda sin hijos? A pesar de todo, no es un sitio pequeño y la gente dice que las vistas al mar son sobrecogedoras. Yo tengo esta pequeña bahía llena de barquitas y casas. Me gustaba ver cómo de niños sacabais vuestras lanchas del club y volcabais con vuestros kayaks. Pamela, sin embargo, tiene un largo tramo de océano Atlántico con su propia playa. Alguien me contó que en los días soleados la sacan en la silla de ruedas a la terraza para que pueda ver las olas.
– ¿Tan deteriorada está?
– No, está bastante sana.
– ¿Cree que se molestará si la llamo?
– Probablemente preferirá que le escribas. Pertenece a esa generación que todavía se cartea. Y es una escritora de cartas particularmente excéntrica. En algunos círculos es conocida por sus largas misivas escritas en tono formal y llenas de opiniones e historias. Mantuvimos correspondencia durante un tiempo cuando se mudó.
– ¿Todavía conserva sus cartas?
– Oh, lo dudo. Perdimos el contacto hace ya mucho tiempo.
– Sólo voy a estar un par de días por aquí, así que creo que me arriesgaré con el teléfono -dijo Laurel, y Rebecca le dio el número de Pamela Marshfield. Como no aparecía en el listín, tuvo que prometerle a la mujer que no lo compartiría con nadie. Después, en cuanto colgaron, marcó el número de la propiedad de la señora Marshfield en East Hampton.
Laurel nunca pudo comprender qué vio Tom Buchanan en Myrtle Wilson, la mujer con la que mantuvo un ridículo romance en 1922 y que Daisy terminaría atropellando por accidente cuando conducía el coche de su amante. Puede que Tom Buchanan no fuera un tipo agradable -de hecho, era un bruto y un salvaje que una vez le partió la nariz a Myrtle-, pero era atractivo y rico. Laurel conocía su casa y el lugar en el que criaba sus caballos de polo. Pero ¿por qué Myrtle Wilson? Nunca supo de nadie que la hubiera conocido. Sin embargo, estaba claro que la mujer no era especialmente brillante ni agradable. Se trataba de una cotorra sin clase con tendencia a darse aires de grandeza. Ni siquiera era tan atractiva. Obviamente, no se merecía la muerte que tuvo, nadie debería morir así. La propia Laurel había estado a punto de ser aplastada por un vehículo, enganchada a su bicicleta. Como le había pasado a Myrtle, la furgoneta iba a acelerar y dejarla morir allí tirada. Pero aun así Laurel no conseguía ver a esa mujer como un alma gemela. No comprendía cómo un hombre de la talla de Tom Buchanan podía sentirse atraído por una mujer así. Siempre pensó que su siguiente conquista era una pieza de más valor.
Laurel se pasó casi toda la tarde del domingo pensando en Tom y en Daisy, ya que al día siguiente iba a conocer a su única hija. Una mujer, una enfermera o cualquier tipo de asistenta había contestado a su llamada el sábado y, tras dejarla esperando al aparato, transmitió su mensaje a la señora Marshfield. En primer lugar, Laurel le pedía disculpas por haber telefoneado en lugar de escribirle, y luego le explicaba quién era y que quería informar a la mujer de que tenía unas viejas fotos de las propiedades de los Buchanan y de una niña que pensaba que sería la señora Marshfield de pequeña. También añadió que le encantaría visitarla para entregárselas y conocerla. No mencionó al niño que aparecía en una de las imágenes ni a Bobbie Crocker. Tras un minuto de silencio, la mujer regresó al aparato y le dijo que la señora Marshfield estaría encantada de recibirla el lunes a las once.
Se pasó casi todo el domingo en el cuarto de los juguetes de casa de su primo. Martin estaba sumergido en una fase de Calle 42, así que dedicaron la mayor parte de la tarde al claque. Hacía poco que su madre le había encontrado una chistera negra y un bastón en una tienda de ropa de época, y los dos primos cantaron «Young and healthy» media docena de veces. Laurel le sacaba una cabeza a su primo, una diferencia de altura atribuible tanto al síndrome de Down de Martin como al hecho de que su prima era una larguirucha de un metro setenta y cinco. Sin embargo, el chico aparentaba ser ancho de espaldas, uno de esos armarios masculinos que parecen diseñados para llevar ropa formal. Las americanas le quedaban genial y bailaba con un desparpajo magnético. Laurel había notado en los abrazos que le daban sus amigas discapacitadas que tenía mucho futuro como rompecorazones, aunque también es cierto que esas chicas -y chicos- abrazan con cariño a todo el mundo. Una vez que hizo de cronometradora voluntaria durante los juegos paralímpicos, hubo un montón de deportistas que perdieron unos segundos preciosos en rodearla entre sus brazos y decirle lo bien que se lo estaban pasando o cuánto la querían.