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– Bailas divinamente -le dijo Martin con galantería. Después, quizá consciente de que había dicho algo con consecuencias emocionales se avergonzó y añadió rápidamente-: ¡Mira que eres tonta!

Ésta era una muletilla incongruente que él utilizaba para llenar los silencios en las conversaciones que le resultaban desagradables. Aquella noche vieron Blancanieves -la tercera vez que la veían juntos si a Laurel no le fallaba la memoria-, saltándose las escenas de la bruja y la manzana y los truenos porque asustaban a Martin.

A Laurel le parecía un plan perfecto para pasar la tarde y parte de la noche. El año siguiente a su licenciatura había sido bisiesto, por eso el aniversario exacto de la agresión no tendría lugar hasta el día siguiente. Pero el asalto sucedió en domingo, por lo que ese año estaba muy agradecida de estar lejos de Vermont. Le encantaban las Green Mountains, pero a medida que se acercaba la puesta de sol empezaba a acelerársele la respiración y a sentir náuseas. La reconfortaba estar a seis horas al sur, en una burbuja en la que podía bailar claque con su alegre primo y ocupar su mente en unas fotos de ochenta u ochenta y cinco años de antigüedad de un contrabandista de licores envuelto en leyenda y de un misterioso niño.

PACIENTE 29873

mantiene un discurso rápido y profuso, pero se interrumpe con facilidad. No llega al grado de logorrea. (Nota: habla /socializa muy poco fuera de las entrevistas.) El estado anímico inferido es moderadamente irritable, lleno de afecto y con procesos de pensamiento coherentes.

Contenido del pensamiento: rechaza la idea de hacerse daño o de hacer daño a los otros. Persiste la preocupación por creencias poco habituales y no acepta hablar de mucho más. Niega escuchar voces, aunque en ocasiones se ha observado que habla a solas en la sala (insiste en que solamente está «revisando» material).

Las creencias siguen provocando un deterioro funcional. Escasa interacción con los otros, tanto en el hospital como con amigos del exterior, debido evidentemente a que discutir sobre las creencias conduciría a desacuerdos y a sentimientos de invalidez. Además, no muestra disposición a centrarse en cuestiones prácticas como una futura asistencia comunitaria y la planificación del alta.

Fragmento de las notas de Kenneth Pierce,

psiquiatra a cargo,

Hospital Público de Vermont,

Waterbury, Vermont.

Capítulo 7

Una niña de once años, sentada de rodillas en el suelo del huerto de manzanos, sostenía entre sus manos una manzana roja que acababa de arrancar de la rama baja de un árbol. Le dio un mordisco y le sorprendió lo acida y jugosa que era. Vestía un elegante pichi de color verde jade y llevaba una diadema a juego. Su cabello todavía conservaba el aroma dulce y limpio de su champú de fresas.

Su hermana, de seis años, intentaba llegar hasta ella rodando colina abajo, pero en esta parte del huerto la pendiente no era muy pronunciada. Además, el suelo estaba cubierto aquí y allá por manzanas caídas. Por eso, la pequeña se veía obligada a avanzar hacia su hermana mayor impulsándose con los codos y los pies, moviéndose como una caja más que como una rueda por la pequeña ladera.

– Eso es robar, Marissa -dijo, incorporándose y señalando la manzana mordisqueada que sujetaba su hermana. En el cielo, tras ella, había filas onduladas de nubes blancas, como series de alas sobre él, por otra parte, límpido azul del firmamento. A Marissa le recordaban las persianas venecianas que tenían las ventanas del cuarto de baño del apartamento de su padre.

– ¿El qué?

– Comerse una manzana que papi no ha pagado.

Marissa suspiró y dio otro mordisco. Esta vez masticó de forma exagerada, moviendo la mandíbula como si fuera una prensa. Se fijó en que la pequeña tenía la boca sucia de azúcar, resto de la manzana de caramelo que se había comido cuando llegaron al huerto -ésa sí que la había pagado su padre-, y que su sudadera blanca tenía manchas de las manzanas podridas sobre las que había estado rodando. Se parecía a las niñas de los anuncios de detergentes de la tele.

– Tendré que chivarme -añadió la pequeña.

– Tendrías que hacer un montón de cosas -dijo Marissa, tras tragar de nuevo con manifiestas florituras dramáticas. Llevaba ya tres años actuando con adultos, en su mayoría banqueros, profesores y peluqueros de profesión, en el teatro municipal. Aspiraba a lograr más éxitos algún día: soñaba con llegar a Broadway.

– Por ejemplo -añadió-, podrías empezar por no dar volteretas en el suelo como uno de esos patéticos y sucios niñatos del parvulario; o por pensar en lavarte la cara por lo menos una vez al mes.

La pequeña, una regordeta de nombre Cindy, no parecía especialmente molesta por la regañina de su hermana. Se encogió de hombros e intentó limpiarse las manchas de caramelo de la cara con la manga, pero estaban coaguladas como la sangre. Haría falta algo más que la manga seca de una sudadera para arreglar el estropicio.

Cuando su padre les propuso ir a pasar la tarde al huerto, Marissa pensó que los acompañaría su nueva -la más nueva que ella supiera- novia. La chica que se llamaba Laurel y que a su madre no le caía bien porque decía que era muy joven. Pero a Marissa le gustaba esta muchacha, por eso se puso triste cuando su padre les dijo que irían sólo ellos tres y que no pasarían a recoger a Laurel por su apartamento en el barrio alto, cerca de la universidad.

– Todavía tienes caramelo en la cara -dijo Marissa poco después.

Una vez más, Cindy intentó quitárselo, ahora chupándose los dedos y frotando la suciedad que enmarcaba sus labios como el maquillaje de un payaso.

– ¿Ya se ha ido? -preguntó Cindy.

– Estás mucho mejor -mintió Marissa.

De nada serviría hacer ver a su hermana que era un auténtico desastre de persona. Además, Marissa no sabía por qué esa tarde estaba tan irritable. Su hermana y ella habían pasado un fin de semana bastante agradable con su padre. El día anterior habían ido de compras a un mercadillo que organizaba una de las vecinas de su madre, y luego fueron a ver una película que, sorprendentemente, no era infantil y que les gustó mucho a todos.

Después cenaron pizza. Como era de esperar, Cindy se las arregló para meter el puño de su jersey en la comida, haciéndose una mancha que haría que mamá pusiera los ojos en blanco frustrada y dijera algo malo sobre papá cuando lo descubriera. Esa mañana, su padre les había preparado gofres para desayunar. Todavía no había hecho sus deberes, y eso la remordía un poco en lo más profundo de su mente. Pero siempre podría ponerse con las matemáticas cuando volvieran a casa de papá y hacer las lecturas en el baño después de cenar.

Se preguntaba si su mal humor de esa tarde tendría algo que ver con los planes de mamá de casarse con Eric Tourneau en noviembre. Había oído cómo sus padres hablaban por teléfono esa mañana sobre los preparativos, discutiendo sobre dónde se suponía que su hermana y ella iban a pasar los días anteriores y posteriores a la ceremonia. Por desgracia, sabía muy bien dónde iba a estar el gran día.

– ¿Te la vas a comer entera? -preguntó Cindy.

En la distancia, fácilmente a unos cincuenta metros, su padre estaba de puntillas, estirándose para alcanzar un grupo de manzanas en un árbol particularmente larguirucho. Cuando depositó un par de frutas más en la cesta de mimbre que tenía a sus pies, les echó una mirada. Marissa no estaba segura de cómo ni cuándo había llegado allí. Sabía que había estado trabajando en un árbol diferente al de su padre y que luego había pasado por otros que no tenían manzanas en las ramas bajas que quedaban a su alcance. No tenía ni idea de cómo había surgido esta distancia entre ella y su padre.