– Vale, ahora dime -le preguntó a Cindy-: ¿Qué sería peor? ¿Terminarme esta manzana, lo que significaría robar una pieza entera de fruta, o no terminarla, lo que significaría desperdiciar comida?
La pequeña se quedó reflexionando sobre el asunto, pero sólo durante un segundo. Después sonrió y dio una voltereta sobre el suelo embarrado, aplastando una manzana con la espalda y dejando una enorme mancha en la parte trasera de su sudadera. «Esta niña no tiene remedio -pensó Marissa-. No hay nada que hacer.» Sabía que, a veces, el novio de mamá pensaba que Cindy era graciosa, pero seguro que se debía a que Eric no tenía hijos y no había conocido a un niño mejor. No sabía qué se podía esperar de un crío de seis años. Además, no tenía elección. Debería gustarle Cindy a la fuerza, ya que se iba a casar con mamá.
Marissa tenía el desagradable presentimiento de que su madre y él iban a tener más hijos. Esto era un motivo más para que Eric no le cayera bien y para estar enfadada con su madre. También contribuía a que con Laurel se sintiera más a gusto. Su padre le había asegurado que Cindy y ella eran sus prioridades y que no tenía ninguna intención de salir con una mujer que quisiera tener hijos. Esto hizo que le cogiera más cariño a Laurel.
– ¿Crees que papá nos comprará otra manzana de caramelo cuando nos vayamos? -le preguntó Cindy nada más terminar de revolcarse, abriendo mucho los ojos, orgullosa de su pequeño logro gimnástico.
– A mí no me ha comprado ninguna.
– Claro -dijo Cindy-, porque tú preferías esperar a robarlas de aquí.
¡Santo Dios! Esto ya era el colmo. Era el comentario más tonto, estúpido, absolutamente ilógico e infantil que había oído. Había llegado el momento de callar a su hermana, o por lo menos de mandarla a paseo.
– Pues sí… -dijo Marissa, consciente en cierto modo de que debía tener cuidado y controlar su enfado para no entornar los ojos, pues eso echaría a perder el efecto que andaba buscando. Por el contrario, miró con un gesto teatral hacia detrás y hacia delante. Le agradó comprobar que las nubes que había sobre sus cabezas decidieron colaborar en el momento oportuno, arremolinándose para cubrir el sol. El huerto se oscureció poco a poco ante sus ojos.
– ¿Qué? -dijo su hermana-. ¿Qué pasa?
– ¡Shhhhhhhh! No te muevas.
– ¿Qué pasa? ¡Dime!
– Sí, pero no te muevas. Sólo un segundo, ¿vale? Estoy oyendo algo. Es muy importante. -Añadió un ligero y acongojado temblor a su voz, esperando que sonara a la vez suplicante… y asustada. Muy, muy asustada.
Funcionó. Su hermana se quedó tiesa como una estatua. Después, casi desesperada, con apenas un suspiro por voz, dijo:
– ¿Qué?
– He oído algo y después… después el manzano que está detrás de ti se… se ha movido.
– Por el viento.
– No, no ha sido el viento. Ha empezado a alargar y estirar las -ramas.
Cindy se quedó callada, intentando adivinar si su hermana mayor le estaba gastando una broma o no.
– No es verdad -dijo finalmente la pequeña, pero utilizando un susurro nervioso apenas audible. Marissa sabía que la niña todavía creía en hadas, troles y en un extraño enano travieso llamado Tomten que había visto en un libro de ilustraciones. Era un milagro que su hermana no pensara que los Teletubbies existían de verdad, si es que no lo hacía. Y lo mejor de todo, Marissa sabía que a Cindy le daban pavor los malvados árboles parlantes de El mago de Oz, un terror superior incluso al que sentía por los monos voladores. Justo el otro día habían visto otra vez el DVD de la película, y en el momento en el que los árboles se ponían a lanzar manzanas a Dorothy y sus amigos, Cindy se había escondido de nuevo bajo los cojines del sofá hasta que terminó la escena.
– Sí lo es -dijo Marissa bajito, muy bajito-. No te iba a engañar con algo tan importante.
– Te lo estás inventando. Los árboles no pueden moverse.
– ¡Pues claro que pueden! ¿Cómo grabaron si no la escena de El mago de Oz! Fueron a un campo de manzanos y les preguntaron a los árboles si querían salir en la película, y ellos dijeron…
– ¡No! ¡No es verdad!
– ¡Laurel tiene fotos! -Marissa no tenía ni idea de cómo se le había ocurrido ese embuste, pero las dos hermanas sabían que la novia de su padre era fotógrafa, así que la mentira resultaba hasta racional.
– ¿Fotos de árboles hablando?
Asintió con un gesto casi imperceptible de la cabeza.
– De manzanos. Y parecen… muy enfadados.
Parecía que Cindy se lo estaba tragando y empezaba a montarse en la cabeza un paisaje de manzanos furiosos mezclando los recuerdos que tenía de la película -que no debían de ser muchos porque se pasó casi toda la escena con la cabeza oculta bajo los cojines- con los árboles que podían ver a su alrededor en el huerto: los palitos de las raíces en forma de afiladas garras, el amplio y amenazador alcance de las ramas, los rostros enfadados que se formaban en la corteza… Cuando tienes seis años, no hace falta mucha imaginación para que un manzano te dé un susto de muerte. Marissa se dio cuenta de que su hermana no se había creído del todo que el árbol que estaba detrás de ella se hubiera movido, pero tenía las dudas suficientes como para decidir que lo mejor que podía hacer era salir corriendo hacia su padre, aunque sólo fuera para chivarse de su hermana y ponerla en un aprieto. De repente, como una bomba de relojería, la niña explotó:
– ¡Pa-pááá! -gritó.
Su voz era un aullido bisílabo de desesperación y pánico. Se giró y echó a correr hacia su padre tan rápido como sus rechonchas piernecitas se lo permitían. Parecía un aterrorizado munchkin [5].
Marissa imaginó que su padre le echaría la bronca por asustar a Cindy, pero no pensó que sería nada serio. A fin de cuentas, torturar a la hermana pequeña forma parte de las obligaciones de una hermana mayor. Se preguntó si, por alguna casualidad, la novia de su padre tendría alguna foto de manzanos. Era poco probable, pero nunca se sabía. Se anotó en la memoria preguntarle a Laurel la próxima vez que estuvieran juntas qué tipo de cosas fotografiaba. Puede que Laurel aceptara sacarle una foto, un retrato. Un retrato muy profesional. No tenía ninguno, y esto le molestaba cada vez que iba a un casting. Había un par de obras que se iban a representar en el teatro de Burlington en las que necesitaban una niña, así que debía estar preparada.
Laurel, por lo que parecía, era una chica con un secreto muy serio. Marissa no sabía muy bien de qué se trataba, pero se imaginaba que de nada alegre. Suponía que ya lo descubriría algún día, sobre todo si Laurel y su padre seguían saliendo juntos, como ella deseaba. La joven era para ella algo más que la nueva muñequita de su padre. La consideraba como una hermana mayor que nunca se metía con ella. Habían salido juntas de compras un par de veces, las dos solas, y se lo pasaron genial. Además, Laurel tenía un primo que también se dedicaba al teatro y a los musicales, así que se sabía las letras de algunas canciones de las obras en las que ella había actuado. Pero Marissa había pasado suficiente tiempo con Laurel como para darse cuenta de la oscuridad que se ocultaba detrás del telón.
Le dio un último mordisco a la manzana y lanzó el corazón hacia el poste de una valla de madera cercana, pero erró el tiro. Después se puso a subir la cuesta hacia donde estaban su padre y su hermana. De repente se encontró frente a un viejo manzano muy retorcido, con un par de nudos en el tronco, a medio metro por encima de su cabeza, que se parecían a dos ojos llorones con las cejas arqueadas y lágrimas corriendo por los surcos de la corteza. Antes de darse cuenta estaba corriendo para alcanzar a su padre y a Cindy. Cuando llegó junto a ellos decidió disimular poniéndose a jugar a «tú-la-llevas» con su hermana para que pareciera que su carrera era parte del juego.