– Ten cuidado, mi vida. Sé que mucha gente por aquí piensa que los Buchanan son una familia desgraciada con mala suerte. Incluso tu tía comparte esa opinión, pero yo no. Creo que son bastante tétricos.
Laurel analizó a su madre. Llevaba puesta una delicada camiseta negra de algodón con el cuello bordado. Estaba claro que era de Bergdorf's y que costaba un riñón. Por un momento pensó en bromear sobre la posibilidad de que una anciana de más de ochenta años fuera a atacarla, pero se contuvo. Ninguna de las dos era capaz de utilizar el verbo «atacar» en otro contexto que no fuera el bélico. Casi nunca hablaban del período que Laurel pasó en casa tras la agresión, ni tan siquiera en los aniversarios. A menudo, la madre se preocupaba por la seguridad de su hija y por las secuelas que le había dejado el haber estado tan cerca de la muerte, pero Laurel sabía que hablar de ello sólo empeoraba las cosas.
– Bueno, creo que el padre de Pamela sí que era un poco tétrico -dijo Laurel.
– Su madre también era horrible. No te olvides de que fue Daisy, su madre, la que en realidad asesinó a aquella pobre mujer. La atropello y la dejó morir en la cuneta. Tu padre siempre decía que si la hermana de Myrtle Wilson hubiera tenido más estudios o un espíritu más litigante podría haber denunciado a Daisy por homicidio imprudente y omisión de socorro.
– De todos modos, no creo que me vaya a atropellar. Dudo mucho que a su edad pueda conducir.
Al momento, se arrepintió de lo que acababa de decir. Su madre dio un largo trago al café y Laurel fue consciente de que la mujer estaba viendo, una vez más, a su hija enganchada en la bicicleta mientras los dos hombres daban marcha atrás a la furgoneta y luego salían pitando.
– Le sale el dinero por las orejas -continuó su madre al cabo de unos instantes, recuperándose-, pero nunca donó ni un centavo a los proyectos caritativos en los que trabajaba tu padre. Ni tan siquiera para el orfanato. Él mismo pasó una tarde por su casa durante una colecta. Ya sabes, una campaña para recaudar donaciones. Pamela aceptó recibirles, a tu padre y a otro miembro del Club Rotario, creo que se trataba de Chuck Haller. Pero cuando llegaron, se mostró muy poco receptiva, como si todo el esfuerzo que ellos realizaban no le importara nada. Tu padre no entendía por qué perdió el tiempo recibiéndoles.
– ¿Hace cuánto tiempo que murió el señor Marshfield?
– Poco después de que vendieran la casa. Unos veinticinco o veintiséis años, creo.
– ¿Por qué piensas que no tuvieron hijos?
– ¡Oh! ¿Cómo voy yo a saber responder a una pregunta así? Igual no podían, igual no querían… -dijo su madre. Luego alzó las cejas y añadió con tono melodramático-: Igual les habían sucedido ya suficientes desgracias como para no tentar a la suerte.
Laurel sonrió mientras observaba cómo su madre se ajustaba, con un gesto de niña coqueta, el cierre de uno de sus pendientes con el pulgar y el índice. Después, se inclinó para besar a su hija en la mejilla y susurró con un ronroneo:
– ¡Ummmm! ¡Cloro! Me encanta este olor en tu pelo. Me recuerda que sigues siendo mi pequeñita.
– ¿Tanto se nota?
– ¿El cloro? Sólo si te acercas mucho. No creo que Pamela se acerque demasiado a nadie.
Laurel iba a regresar a Vermont al día siguiente y no sabía si su madre tenía pensado algo especial para la cena de esa noche.
Su hermana, Carol, iba a pasarse más tarde para verlas. Por eso, le preguntó si quería que trajera alguna cosa al volver.
– No, sólo quiero que conduzcas con cuidado y que te andes con ojo con esa mujer, te lo digo muy en serio.
– Estás preocupada por mí, ¿verdad?
– Supongo que un poco. No me gusta esa familia. Y, sí, no me agrada que estés tan obsesionada con las obras de ese tipo. Eso también me pone un poco nerviosa. Ya sé…
– ¿Qué sabes?
– Sé que te tomas tu trabajo muy en serio. Sé cuánto te preocupas por la gente que viene al albergue.
– No te preocupes, mamá. Bobbie me caía bien, y las fotos que ha dejado me han impresionado. Sólo quiero comprender cómo pudo acabar en BEDS. Pero, hasta el momento, no se trata más que de simple curiosidad académica.
Laurel sintió los dedos de su madre entrecruzándose con los suyos, sus delgadas y elegantes manos de mujer mayor apretando las suyas con dulzura. Ellen le ofreció una sonrisa intranquila y tierna. Laurel no fue capaz de dilucidar si su madre estaba más inquieta porque su frágil pequeñita se estuviera implicando en un proyecto que podría terminar resultándole una pesadez, o si su preocupación maternal se debía a las cosas que sabía acerca de Pamela Buchanan Marshfield.
¿Cuál fue la primera impresión de Laurel? Que la señora Winston estaba totalmente equivocada: Pamela Marshfield ni necesitaba ni quería que la llevaran a ningún sitio. Era una mujer muy mayor, pero para nada débil. Al igual que su hermano, se encontraba en una sorprendente forma para alguien de tan avanzada edad. Podían decir lo que quisieran sobre los Buchanan, pensó Laurel cuando posó por primera vez los ojos sobre Pamela, lo que estaba claro es que poseían un buen banco genético. La mujer tenía ochenta y seis años, pero era imponente, autoritaria, segura de sí misma y lo suficientemente mordaz como para hacer que Laurel se sintiera un poco incómoda. Decidió mantenerse alerta, pues resultaba evidente que Pamela hacía lo propio.
– Me sorprende lo mucho que me costó abandonar la orilla norte -dijo poco después de que Laurel llegara a East Hampton. Llevaba una blusa blanca de manga corta que revelaba los afilados puntos de su clavícula, y una falda con estampado de flores que casi rozaba las baldosas italianas de la terraza en la que se encontraban tomando el té. Una franja de césped cortado con esmero de unos doscientos metros de largo separaba la mansión de la playa. El mar estaba tranquilo, y las olas llegaban a la orilla más bien como suaves ondas, como cuando vuelcan un cubo de agua con jabón por la rampa de un garaje de un barrio residencial.
– Nunca he regresado allí.
Tenía las mismas marcas de vejez que muchas ricachonas mayores: su piel estaba estirada a la altura de los ojos, pero se arrugaba como un acordeón en sus brazos y en el cuello. Su cabello era blanco y gris como las cenizas de una vieja chimenea, y lo llevaba muy corto, como un hombre. Laurel pudo ver que tenía tiritas blancas en los brazos y en el dorso de la mano, donde supuso que habría tenido lunares, manchas de envejecimiento y tumores precancerosos.
– A mí me gustó haber crecido allí -dijo Laurel-. No tengo intención de regresar e instalarme en West Egg, pero…
– ¡Nadie se instala en West Egg! -dijo la anciana, haciendo un ligero gesto desdeñoso con la mano-. La propia palabra, «instalarse», implica un espíritu de pionero y un deseo de echar raíces en la tierra. Allí no hay raíces que valgan. La gente sólo está de paso, como si… escalaran. Siempre fue así.
Laurel comprendió a lo que se refería. West Egg nunca estuvo tan bien visto como East Egg, siempre fue más bien un mundo para nuevos ricos. Al igual que Tom y Daisy, parecía que Pamela Marshfield tomaba a cualquiera que viviese en el otro lado de la bahía por un advenedizo como Gatsby.
– Pues mi familia siempre ha sido bastante feliz allá -dijo Laurel, esperando sonar serena y confiada.
– Me alegro. Me pareció entender que eres nadadora.
– Así es como me mantengo en forma, sí.
– Creo que le dijiste a Julia, mi secretaria, la chica con la que hablaste por teléfono el sábado, que solías nadar en el club de campo que queda enfrente de nuestra antigua mansión.
Laurel tuvo que reprimir una sonrisa ante la palabra que su anfitrión a había elegido para referirse a Julia. Además de la conversación telefónica que mantuvieron dos días antes, Laurel había conocido a la secretaria en persona mientras esperaba a que Pamela la recibiese, y la «chica» en cuestión tendría, por lo menos, cinco años más que su madre.