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– Es cierto. De pequeña me pasé casi todos los veranos en aquella piscina y en la bahía que queda enfrente de su antigua casa.

– Siempre me extrañó que mis padres nunca se mudaran. Suponía que las… las vistas… les resultarían dolorosas.

– ¿A usted le molestaban?

– ¿Las vistas?

Laurel hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– No.

A lo lejos, por el sur, el horizonte se vio interrumpido por una línea de cúmulos de nubes en forma de coliflor, como una hilera de enormes columnas dóricas sujetando el firmamento. Pamela las estuvo contemplando un buen rato antes de añadir:

– Me pareció entender que tienes unas fotos que quieres enseñarme.

– Sí.

Laurel cogió el bolso de cuero que su madre le había regalado ese verano por su cumpleaños y sacó el sobre que contenía las fotos que se había traído de Vermont. La primera que puso en la mesita que la separaba de la mujer era la imagen del niño y la niña junto al pórtico de la casa en la que la anciana había pasado su infancia. Laurel intentó sopesar la reacción de la señora ante la instantánea, pero su rostro no decía mucho. Finalmente, Laurel le preguntó:

– ¿Estos son usted y su hermano?

– Pues sí. Yo diría que en esta foto tendría nueve años, ¿no crees? Eso significa que mi hermano tendría… -Se detuvo por un instante, como intentando preguntarle al aire cuántos años le sacaba a su hermano-…cinco añitos.

– ¿Recuerda cuándo se sacó la foto? ¿Qué estaban haciendo aquel día?

– Oh, podrían haberla tomado en cualquier momento. Parece evidente que íbamos a salir a algún sitio bastante interesante. Aunque siempre nos estaban llevando a sitios bastante interesantes.

– Supongo que tuvo una infancia feliz -dijo Laurel, aunque no creía que fuera así. Sólo intentaba decir algo cortés para llenar el silencio que parecía invadir la terraza cuando una de las dos terminaba de hablar.

– Creo que es del dominio público que mis padres tuvieron un matrimonio muy problemático. Ésa es la razón por la que hacíamos cosas, muchas cosas. Íbamos a un montón de sitios, éramos un cuerpo en constante movimiento. Era la forma que tenían mis padres de afrontar su distanciamiento. Mi hermano y yo no tardamos en comprenderlo. Por eso, aunque puedo decir que tuvimos una infancia privilegiada, no me atrevería a afirmar que fue feliz.

– Entiendo. Lo siento.

– ¿Tienes más fotos?

Como una adivina que le estuviera leyendo la fortuna con una baraja de tarot, Laurel extendió el resto de imágenes de la casa en la mesa, ante la mujer. También se había traído las fotos de Gatsby y de las fiestas, así como las de su casa y la piscina, pero, en el último momento, decidió mantenerlas a buen recaudo dentro del sobre. Podrían contrariar a Pamela Marshfield.

– Me encantaba esta habitación -dijo la mujer, señalando un ventanal con parteluz del segundo piso que aparecía en una de las fotos-. Era la sala de juegos. Había una mesa de juego en la que mi madre, a veces, echaba la partida de bridge con sus amigas y conmigo, un gramófono sobre una consola de madera de cerezo y una mesa de billar. A Robert le encantaba el billar, y también las cartas. Era un excelente jugador de bridge, incluso desde muy pequeñín.

– ¿Robert? ¿No le llamaban Bobbie? -preguntó Laurel, dándose cuenta de que había sonado un poco sorprendida.

– No. Siempre fue Robert, hasta el día en que murió -dijo Pamela, aunque había algo de falso en su tono de voz, algo más cauteloso que triste-. ¿De dónde las sacaste?

– Las tenía un hombre que falleció la semana pasada en Burlington. Un caballero muy amable, de ochenta y dos años.

Laurel esperaba una reacción: un mínimo gesto de cabeza, una repentina y profunda aspiración, una ceja alzándose con tristeza o sorpresa. Pero la mujer sostuvo su mirada sin decir nada.

– Había sido indigente -continuó Laurel-. Mi organización, BEDS, le encontró un modesto apartamento. Estas fotos eran lo único que poseía cuando llegó al albergue.

– ¿Había alguna más?

– Sí. Unas instantáneas y algunas impresiones y negativos que sacó cuando era fotógrafo. Es a lo que se dedicaba, era fotógrafo. Y bastante bueno, por cierto.

– ¿Has traído más fotos?

– No -mintió Laurel, observando cómo la mujer estudiaba las imágenes, centrándose sobre todo en la que aparecían ella y su hermanito.

– Imagino que puedo quedarme éstas -dijo Pamela-. No tengo muchas fotos de nosotros dos juntos.

– Lo siento -le dijo Laurel-, no puede quedárselas.

– ¿No? -Parecía desconcertada. Laurel se imaginó que la mujer no estaría muy acostumbrada a que le dijeran que no-. Jovencita, ¿para qué las quieres?

– En primer lugar, no son mías. El hombre falleció sin dejar testamento, así que como estaba bajo la tutela de BEDS, su colección de fotos pasará a manos del Ayuntamiento de Burlington. Los procuradores municipales harán con ellas lo que crean conveniente, pero creo que mantendrán la colección unida, intacta. Incluso los negativos, supongo. Bobbie no tenía muchas posesiones, y esas fotos son la única cosa de valor que dejó al morir.

Los ojos de Pamela se abrieron ligeramente cuando Laurel pronunció la palabra «Bobbie».

– No me has dicho -dijo la mujer- cómo se llamaba ese hombre.

– Bobbie Crocker.

– Suena a marca de harina -masculló Pamela, y Laurel sonrió con cortesía ante la pequeña broma.

– Era todo un personaje. Un verdadero ser social. Incluso después de que lo instaláramos en un apartamento, solía pasarse muy a menudo por el albergue. Ayudaba a que los nuevos se sintieran un poco mejor. Tenía una voz fuerte y ronca y un gran sentido del humor.

– Bueno, no veo qué valor pueden tener las fotos de un indigente y por qué no podrías satisfacer los deseos de una anciana. Estoy segura de que al Ayuntamiento no le importará que me entregues las fotos, sobre todo teniendo en cuenta que resulta evidente que una vez pertenecieron a mi familia.

– Tiene razón, pero no puedo dejárselas. No son mías. De todos modos, hablaré con el procurador municipal que trabaja con mi asociación. Quizá pueda quedarse con ellas una vez que se haya catalogado toda la colección.

– Parece mucho trabajo. ¿Estamos hablando de una colección muy grande? -preguntó la mujer, y Laurel se dio cuenta de que estaba empezando a intentar sonsacarle información-. ¿Había más fotos de mi hermano y de mí? ¿Alguna de mis padres?

– No lo sé, pero no creo. De todos modos, aún no he empezado a revisar los negativos.

– ¡Vaya! Así que también eres fotógrafa -dijo, ofreciéndole una sonrisa de sarcófago egipcio-. Fotógrafa y nadadora.

– Pues sí.

– Y estás interesada en esta historia porque vives en West Egg y ves en esas fotos… ¿Qué ves? Ayúdame un poco a entenderlo, por favor.

A lo lejos, una bandada de gaviotas se posó en grupo sobre la playa y empezaron a dar saltitos pavoneándose sobre la arena húmeda.

– Creo que el hombre que falleció era su hermano -contestó Laurel con mucho cuidado-. Me interesaba saber cómo una persona tan «privilegiada», usando sus propias palabras, pudo terminar de indigente en Vermont.

– Con toda seguridad, tu indigente no podía ser mi hermano porque mi hermano murió en un accidente de coche en 1939, cuando tenía dieciséis años.

– Lo siento. Mi tía no sabía los detalles, pero me dijo que pensaba que había muerto de adolescente.

– Gracias, pero no tienes que sentirlo. Eso pasó, literalmente, hace ya una vida.

– ¿Iba usted con él?

– ¿Con mi hermano? No, por Dios. En aquel entonces yo estudiaba en el Smith College. Robert tenía una relación bastante… podríamos decir beligerante con nuestros padres, y ese día se marchó de casa bruscamente. Estaba con un amigo, un chico de diecisiete o dieciocho años. Un neumático de su coche reventó y acabaron estrellándose en una cuneta de Dakota del Norte. Seguramente, los dos estaban tan borrachos que no eran capaces de andar, y mucho menos de conducir.