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– ¿Su amigo también murió?

– Era alguien que acababa de conocer en Grand Forks. Puede que la palabra «amigo» sugiera una mayor conexión de la que en realidad existía entre ambos. Sí, también murió.

– ¿Cómo se llamaba?

– Dudo que pueda decírtelo.

– ¿No se acuerda?

– No.

– ¿Recuerda el nombre del lugar del accidente?

– ¿En Dakota del Norte?

Laurel afirmó con un gesto de la cabeza.

– Estaba cerca de Grand Forks. Incluso podría haber sido en esa misma ciudad. Sucedió en la antigua autopista 2. De eso sí que me acuerdo.

– ¿Alguno de sus primos sabe algo del accidente, o de su hermano?

– Oh, jugábamos mucho con nuestros primos de Louisville. Los Fay: William y Reginald. Pero ambos han fallecido. Puede que les contaran algo a sus hijos, pero dar con ellos supondría mucho trabajo para obtener pocos resultados.

– Entonces, ¿no cree que este indigente, Bobbie Crocker, pudiera haber sido su hermano?

– ¿Qué te hace pensar que lo era? Por Dios, incluso aunque Robert no hubiera muerto, ¿por qué habría desaparecido? ¿Por qué se habría cambiado el nombre?

Laurel tuvo que morderse la lengua para no contestarle simplemente: «Debido a una enfermedad mental». De pronto, tuvo la sospecha de que si no recogía las fotos en ese momento, Pamela Marshfield lo haría por ella, así que reunió las imágenes y las devolvió al sobre. Vio que la mujer la estaba observando.

– ¿Tienes más fotos, verdad?

– No -contestó secamente.

Técnicamente, sabía que no debía entregarle las fotos a Pamela porque no le pertenecían y no podía hacer uso de ellas. Pero ¿esto realmente le importaría a alguien? Casi seguro que no. Sin embargo, Laurel no quería separarse de ellas, ni de las que se había traído ni del material que guardaba en Vermont, por un motivo cruciaclass="underline" tenía la impresión de que Pamela estaba mintiendo. La mujer negaba que Bobbie Crocker fuera su hermano y había infravalorado a un residente de BEDS como persona. Laurel no podía perdonarle esa actitud. Esta señora vivía plácidamente en su lujosa propiedad junto al océano mientras que su hermano falleció en el descansillo de su pequeña habitación, en lo que una vez fue un hotel venido a menos. Retener las fotos era una forma de castigarla.

Además, si quería desentrañar el misterio de cómo el hombre había llegado de la mansión que quedaba enfrente del club de natación de su infancia hasta una pista y un albergue para indigentes del norte de Vermont -y ahora Laurel tenía más ganas de saberlo que nunca-, iba a necesitar esas fotos para su investigación.

¿Tendría esto consecuencias? Se le había pasado por la cabeza. Pero Laurel comprendía mejor que nadie que, muy a menudo, el rumbo que toma una vida depende de circunstancias accidentales e imprevistas. Por ejemplo, ninguno de los residentes de BEDS había planeado terminar en el albergue.

– ¿Qué más hay en ese sobre? -le preguntó Pamela.

– Esto…

– Si son fotos de mi hermano, ¿no crees que tengo derecho a verlas?

– No, son…

– Niña, por favor, dámelas ahora mismo. Insisto -dijo la anciana, alargando el brazo sobre la mesita con la velocidad de una serpiente. Arrancó el sobre de entre los dedos de Laurel como si ésta, en lugar de tener veintiséis años, fuera una niña con una preciosa figurita de cristal en sus manos. Laurel estaba demasiado sorprendida como para reaccionar.

– Bien -dijo Pamela, prolongando este monosílabo con una pequeña frase mientras ojeaba las fotografías, deteniéndose un momento en la imagen de Jay Gatsby-: no debí haber dudado de ti. No son de Robert, ¿verdad?

– No.

– Mi hermano, por supuesto, jamás conoció a este horrendo personaje. Parece ser que yo le vi un par de veces, pero por suerte era demasiado pequeña para acordarme.

– ¿Dónde lo vio?

La mujer levantó la vista y la miró, frunciendo el ceño con maestría, y luego siguió hablando, ignorando por completo su pregunta:

– La gente sólo conoce su versión de lo que pasó, ¿sabes? ¡Gatz! Ese era su verdadero nombre. James Gatz. Se lo cambió a Jay Gatsby. Era de ese tipo de personas, aunque tenía a todo el mundo totalmente encandilado. ¿No lo ves? Mira a la gente en esta fiesta… O en esta otra… Gatz hipnotizaba a la gente con su dinero.

– ¿Y sus padres no?

– No.

Se quedó contemplando la imagen de la vieja piscina, aquella en la que Gatsby fue asesinado, antes de devolver las fotos al sobre. Después se inclinó sobre su taza y su platillo. En un acto reflejo, Laurel se inclinó sobre la mesita para recuperar el sobre, volcando sin querer la taza de su anfitriona, que cayó sobre el regazo de la mujer. Por fortuna, no se rompió y estaba vacía. Sin embargo, fue un momento muy incómodo y Laurel se levantó para pedirle disculpas.

– Lo siento mucho -tartamudeó-. Por favor, dígame que no le ha quedado una mancha en la falda.

– Sólo tenías que haberme pedido las fotos, Laurel -dijo ella, con un ligero tono de condescendencia-. Confía en mí, no tengo intención de robártelas. El simple hecho de haber tocado esa imagen del señor Gatz me ha producido un irresistible deseo de lavarme las manos.

– ¿Su falda?

– Mi falda está bien.

– De verdad que lo siento -repitió Laurel, consciente mientras hablaba de que había conseguido que cualquier resto de entereza que le quedaba se erosionase por completo con su paranoica precipitación. Sin embargo, tenía la sensación de que si no hubiera recuperado las fotos, Pamela Marshfield se las habría quedado.

En ese momento, la mujer se sacudió la cabeza y cruzó los brazos.

– Entonces, dime -le espetó-, ¿qué piensas hacer ahora?

Laurel no tenía muy claro a qué se refería, así que le habló a Pamela de su intención de restaurar la obra de Crocker y de ver qué imágenes había en los negativos. Admitió que esperaba que algún día BEDS organizara la exposición que las fotografías de este hombre merecían. Cuando terminó, Pamela se incorporó y Laurel supo que su encuentro había llegado a su fin, o casi.

– Espero que ahora tengas claro que este fotógrafo no era mi hermano, ¿verdad? -le preguntó mientras cruzaban las puertas acristaladas y entraban al salón. Sus tacones resonaron sobre la reluciente franja de parqué blanco que separaba dos gigantescas alfombras orientales. Del techo abovedado colgaba una gigantesca araña Art decó con cientos de bombillas envueltas en mamparas con forma de delicadas alas de ángel.

Laurel reflexionó durante un momento sobre la pregunta de la mujer. Ella pensaba justamente lo contrario.

– ¿Dónde está enterrado? -preguntó, en lugar de contestar directamente.

Pamela se detuvo.

– ¿Quieres una prueba? Quieres ver el cadáver, ¿es eso? ¿Tu conciencia se quedaría tranquila si exhumamos el cuerpo de mi hermano, le arrancamos un mechón de pelo y le hacemos la prueba del ADN?

– Sólo me gustaría ver la tumba, si es posible.

– No -dijo Pamela-, no es posible.

– ¿Por qué?

– ¡Vale! Vete a ver la tumba. No puedo impedírtelo. Está en el panteón familiar en Rosehill.

– ¿Rosehill?

– En Chicago, jovencita. Es un cementerio de Chicago, de donde era la familia de mi padre. Puedes ir allí y verlo tú misma. No está lejos de los panteones de los Sears y Montgomery Ward. Sin embargo, te aconsejo que te olvides de todo esto. Desentiéndete de esos huesos, con perdón por lo macabro de la expresión, y deja pasar esta historia. Seguro que tienes mejores cosas que hacer con tu vida. No me gustaría ver que pierdes el tiempo con una obsesión peligrosa.

– ¿Peligrosa?