Cuando fue capaz de respirar de nuevo, por fin vomitó. Sollozaba, sangraba, estaba hecha un asco. Resultaba una víctima patética: una chica tirada en el suelo, atrapada en los pedales de su bici como una tortuga panza arriba sobre su caparazón. Más tarde se daría cuenta de que uno de los agresores le había roto el dedo índice de la mano izquierda al intentar separarla del manillar.
Con mucho cuidado, los abogados giraron sus tobillos para que pudiera liberarse de los pedales y la ayudaron a incorporarse con delicadeza. La furgoneta ya estaba lejos, pero Laurel había retenido la matrícula y pasadas unas horas los hombres fueron detenidos. Uno de ellos trabajaba con culturistas en un club de locos de la halterofilia en Colchester. No vivía lejos de donde ella había aparcado, y la había estado siguiendo la semana anterior. Cuando vio que la ranchera Jetta de la chica cuyo cabello rubio asomaba por detrás del casco de ciclista había vuelto, pensó que era su oportunidad. Laurel era la primera mujer a la que había intentado violar en Vermont, pero ya lo había intentado en Washington e Idaho antes de venir al este, y había rebanado las muñecas de una maestra de escuela que hacía su jogging matutino en Montana, dejando que se desangrara hasta la muerte en un campo de trigo. La había atado a una valla de alambre de espino y los tatuajes de sus muñecas eran, como tantos tatuajes, una especie de homenaje. Una obra de arte que lucía como un querido recuerdo.
Aparentemente, su compañero no tenía ni idea de que su nuevo amigo fuera un asesino. Era un vagabundo pendenciero que había llegado a Vermont y pensaba que sólo iban a divertirse un poco a costa de una joven ciclista.
Después de esto, Laurel volvió a su hogar en Long Island para recuperarse y no regresó a la Universidad de Vermont hasta enero, para el segundo semestre. El siguiente verano tuvo que tomar unas clases de refuerzo para recuperar las asignaturas perdidas (de todos modos, se tenía que quedar en Burlington en julio para el juicio). En otoño ya había alcanzado el mismo ritmo que sus compañeros y se graduaría dos veranos más tarde. Sin embargo, el juicio le resultó un trago duro. Las sesiones fueron breves, pero tuvo que soportar dos. Era la primera vez que se veía de nuevo ante los asaltantes desde el día de la agresión, y también la primera que estudiaba sus caras en persona. El vagabundo, quien redujo drásticamente su condena al testificar contra el culturista, era muy pálido, del color del pescado cocido, y tenía una barba de chivo castaña que alargaba un rostro que ya de por sí parecía muy caballuno. Había perdido todo el pelo en lo alto de la cabeza, y sólo le quedaban unos mechones grises mezclados con otros del mismo marrón que el de la perilla. Aunque era verano, vestía una camiseta de cuello alto para ocultar su tatuaje. Una parte de su defensa se basó en el atenuante de que se había tomado un ácido antes del ataque y que no estaba en plena posesión de sus facultades.
El culturista era un tipo bruto que, mientras esperaba el juicio, había seguido entrenándose en el patio exterior de la prisión del noroeste de Vermont, en el que había algunos aparatos de gimnasia. Cuentan que había hecho pesas incluso en los días helados en los que tenía que quitar la nieve del banco de ejercicios. Pero de nuevo fueron sus ojos grises lo que más turbó a Laurel. Ese verano se había rapado por completo la cabeza, pero ella recordó que el otoño anterior ya tenía el pelo muy cortito y erizado. Tras ser condenado en Vermont, lo extraditaron a Montana, donde fue juzgado y encontrado culpable del asesinato de la maestra de escuela. Ahora cumple cadena perpetua en una penitenciaría a tres cuartos de hora de Butte. El vagabundo, en cumplimiento de su sentencia, fue encarcelado en un correccional a las afueras de Saint Albans, relegado al escalafón más bajo y denigrante dentro de la prisión a ojos de los demás reclusos: el módulo de los agresores sexuales.
La agresión cambió la vida de Laurel en muchos sentidos, pero la manifestación más evidente fue que dejó de dar sus largos paseos en bici. Los enganches le habían salvado la vida, pero la sensación de estar amarrada a los pedales la retrotraía a aquella pista de Underhill, y no quería volver a ese lugar nunca más. De niña había sido muy buena en natación, así que tras unos cuantos años alejada del agua regresó a las piscinas. Se sentía muy relajada tanto por los largos que recorría como por el olor del cloro en su pelo, que le hacía recordar su segura infancia en su burbuja de West Egg.
Los otros cambios fueron más sutiles: una afición por los hombres maduros, que su psicólogo sugería que podría provenir de la necesidad de sentirse protegida -o mimada- por figuras paternales que la defendieran ante cualquier peligro; un rechazo hacia los gimnasios y las salas de pesas; la escritura de un diario; una mayor dedicación a la fotografía; un distanciamiento de la vida social de la facultad, sobre todo de las fraternidades en las que había pasado casi todas las noches de fin de semana durante su primer año de universidad; la decisión, el último año de carrera, de mudarse del colegio mayor a un apartamento muy cerca del campus… Laurel no quería vivir sola. Aunque ya no era una persona especialmente sociable, todavía podía tener momentos de ansiedad que no conseguía apaciguar con sertralina, sobre todo cuando se encontraba a solas en la oscuridad. Por este motivo, Talia Rice, su compañera de habitación desde que ambas llegaron a Vermont a la edad de dieciocho años, se ofreció a compartir piso con ella. Encontraron un apartamento de dos dormitorios, salón y cocina en un laberíntico edificio Victoriano que le ofrecía a Laurel la tranquilidad y el retiro que andaba buscando, y al mismo tiempo estaba lo suficientemente cerca del campus para su compañera de piso, decididamente más extrovertida que ella. Además era muy soleado, condición que Talia impuso a la hora de elegir un lugar para mudarse, por el bien de su amiga.
Sin embargo, mucha gente pensaba que Laurel se había vuelto huraña y solitaria. Se daba cuenta. Pero ella no prestaba atención a estos comentarios y se fue deshaciendo de sus amistades más superficiales.
Pero, sin lugar a dudas, el cambio más importante fue este: si Laurel no hubiera sido violentamente agredida, no habría retomado su afición a la natación. Puede sonar prosaico o decepcionante, pero la vida está llena de pequeños instantes que parecen irrelevantes hasta que uno dispone de la distancia suficiente para mirar hacia atrás y ver la sucesión de grandes momentos que desencadenan. Sencilla y llanamente, si Laurel no hubiera empezado a frecuentar casi todas las mañanas las piscinas de la universidad, nunca habría conocido a la ex alumna de Vermont que dirigía el albergue para indigentes de Burlington y que, años después, seguía manteniéndose en forma con la natación; nunca habría terminado trabajando en el albergue, primero como voluntaria mientras todavía estaba estudiando y después, tras licenciarse, como parte de la plantilla del centro. Y si no hubiera terminado en el albergue para indigentes, nunca habría conocido a un paciente del hospital público, un caballero -pues se trataba de una persona realmente caballerosa- que le sacaba cincuenta y seis años y que era conocido por el nombre de Bobbie Crocker.
El padre de Laurel le había dado algunos consejos mientras se hacía mayor: no basta con ser inteligente, el esfuerzo es importante. Y, sí, nunca tenía que olvidarse de que, mientras ella crecía en una bonita casa de un imponente barrio con una madre dispuesta a llevarla en coche a los partidos de fútbol y a las clases de natación, la mayoría del mundo vivía en una pobreza total y absoluta y algún día tendría que pagar un precio a cambio. Con esto, su padre no quería sugerir en tono siniestro que le aguardara una contrapartida kármica por haber encontrado siempre comida en la mesa, por no haber vuelto nunca del centro comercial sin la ropa y los CD que deseaba o por no haberle faltado chicos con los que enrollarse.