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Su padre lo sabía todo sobre el consumismo, pero nada sobre los chicos. Por lo menos nada trascendente. Murió poco antes de que Laurel terminara la carrera sin tener la más mínima idea sobre los gustos sexuales de su hija, ni sobre las primeras experiencias que tuvo en los círculos del instituto por los que se había movido, ni sobre el carrusel sexual que había marcado su primer año en la Universidad de Vermont.

Su padre era un rotario, lo que lo convertía en un blanco perfecto para las burlas y el escarnio. Sin embargo, él se mantenía firme en sus creencias y en su propósito de que cuando sus dos hijas fueran mayores tendrían la obligación moral de echar una mano a aquellos que no disfrutasen de sus comodidades. De hecho, su club construyó y financió un orfanato en Honduras y él lo visitaba una vez al año para inspeccionarlo y asegurarse de que las subvenciones estaban bien aprovechadas y empleadas. Por eso Laurel siempre había procurado defender al Club Rotario cuando algún sarcástico se burlaba de la organización, dejando claro a esos charlatanes que, en su opinión, no estaba bien reírse de gente que, además de trabajar ocho horas al día, dedicaba tiempo a proporcionar techo a niños cuyos padres habían muerto de sida o que habían perdido sus hogares en un huracán. Su hermana, una agente de bolsa cinco años mayor que ella, se convirtió en una activa miembro del mismo club.

Laurel tenía veintitrés años cuando su padre falleció repentinamente de un ataque al corazón. Estaba segura de que él siempre supo lo mucho que le quería, pero esto no ayudaba a llenar el vacío que su muerte había dejado en su vida. Él y su madre habían llegado al Hospital de Burlington la noche que fue agredida en menos de tres horas. ¿Cómo? Tenían un compañero rotario que era piloto y poseía una avioneta, y los llevó al norte en cuanto ella llamó.

Laurel y sus amigos de infancia sabían muy bien que el club de campo del estrecho de Long Island, en el que todos habían aprendido a nadar, a navegar y a jugar al tenis, había sido en un tiempo el hogar de Jay Gatsby Pero, la verdad, no les importaba mucho. Incluso a sus padres no les interesaba gran cosa. Puede que un poco a sus abuelos. Pero como niños de nueve, diez y once años que eran, Laurel y sus amigos no se preocupaban mucho por cosas que importasen a sus abuelos. La sede del club, con su amplio y espacioso comedor, había sido la mansión de piedra de Jay Gatsby. El vestíbulo todavía estaba decorado con polvorientas fotos en blanco y negro de sus fiestas de principios de los años veinte. En las imágenes todo el mundo aparecía vestido elegantemente, o borracho. O las dos cosas. Laurel sentía que sus amigos -por lo menos los chicos- se habrían mostrado más intrigados por la historia del club si la piscina en la que se pasaban días enteros de verano hubiera sido aquella de mármol en la que George Wilson disparó a Gatsby, pero no lo era. Hacía ya tiempo que aquella piscina había pasado a la historia, sustituida por un monstruo en forma de L con ocho filas de veinticinco metros en el brazo vertical de la letra y una sección de buceo de cuatro metros de profundidad en la parte horizontal. Había un trampolín de un metro y otro de tres, y en el césped de los lados norte y oeste se levantaban grandes hileras de imponentes manzanos silvestres. En pleno verano, las madres más jóvenes se sentaban a su sombra con sus pequeños. Laurel se pasó cinco años en el equipo de natación de la piscina y otros tres en el de buceo.

Además, todo el mundo sabía que el extremo norte de la bahía en la que zozobraban sus piraguas, donde ahora se levantaban tres mansiones, había pertenecido a Tom y Daisy Buchanan. Daisy era aquella belleza de Louisville de la que se prendó Gatsby, y Tom su marido. La mansión de los Buchanan, de estilo georgiano colonial, era la más antigua de las tres. Las otras dos se erigieron cuando Pamela Buchanan Marshfield, hija de Tom y Daisy, dividió el terreno a principios de los años setenta. Lo que en un tiempo fueron medio acre de rosales, ahora era una pista de tenis orientada hacia el norte que pertenecía a una familia de apellido Shephard. Donde una vez hubo una cuadra en la que Tom Buchanan guardaba sus caballos de polo, ahora había una enorme réplica de una casa estilo Tudor propiedad de la familia Winston. Pamela vendió lo último que le quedaba de sus posesiones (la casa en la que había crecido y en la que vivió de casada hasta casi cumplir los sesenta) en 1978, un año antes de que naciera Laurel.

En consecuencia, Laurel nunca vio a Pamela mientras era una niña. Tuvo que esperar a ser adulta para conocerla.

Pero su padre sí que sabía quién era Pamela. No la había conocido muy bien, pero esto no se debía a que la mujer fuera una excéntrica ermitaña. Sencillamente, Pamela y su marido se movían en unos círculos de gente bastante mayor -y, sí, mucho más rica- que los padres de Laurel, y por razones obvias no pertenecían al relativamente informal club de campo de la bahía. Eran miembros de un puerto deportivo de mucho más nivel al este de Long Island.

Sin embargo, cuando Laurel recordaba su infancia, los nombres Gatsby o Buchanan no le venían a la memoria casi nunca. Si pensaba en ellos, los veía como fantasmas insustanciales, totalmente irrelevantes para su vida en Vermont.

Hasta que vio las sobadas fotografías que Bobbie Crocker -indigente, apacible la mayoría de las veces y enfermo mental- había dejado tras su muerte a la edad de ochenta y dos años. El anciano sufrió un derrame en las escaleras cuando se dirigía a su apartamento en lo que antes había sido el Hotel New England y que ahora se había convertido en veinticuatro pisos de acogida subvencionados que las personas sin hogar podían alquilar por el treinta por ciento de su pensión de invalidez o su seguridad social, o por la mísera cantidad de cinco dólares al mes si no tenían ningún tipo de ingreso. Bobbie no tenía familia conocida, por eso fue su asistente social quien descubrió la caja de fotos en el único armario de la estancia. Mal conservadas, las imágenes estaban amontonadas cual platos de papel, o metidas de canto en carpetas como facturas de teléfono antiguas, pero los rostros eran claramente reconocibles: Chuck Berry, Robert Frost, Eartha Kitt, beatniks, músicos de jazz, escultores, gente jugando al ajedrez en Washington Square, chavales lanzando una pelota en una calle de Manhattan con un anuncio de salchichas Hebrew National presidiendo la escena, el puente de Brooklyn… También había unas cuantas, a todas luces más recientes, de Underhill, en Vermont, incluidas unas de una pista forestal (en una de ellas se veía a una joven en bicicleta) que Laurel conocía muy bien.

En un sobre aparte diseñado para una tarjeta de felicitación había fotos instantáneas: más pequeñas pero igual de desgastadas. Al instante, Laurel reconoció la casa de Pamela Buchanan Marshfield; después, el club de campo de su infancia, incluida la torre de estilo normando, en la época en que era propiedad de un contrabandista de licores llamado Gatsby; la piscina original, con la torre detrás; escenas de aquellas fiestas que se celebraban entre las paredes del comedor de aquel club de campo; Pamela Buchanan Marshfield de niña, junto a un crío un par de años más pequeño y con un cupé de color canela a su lado; el mismísimo Gatsby, junto a su brillante descapotable amarillo, el coche que Tom Buchanan rechazó al menos una vez por considerarlo un simple carro de circo.

Había sólo una docena de aquellas pequeñas fotos, junto a cientos de negativos y ampliaciones que Laurel supuso que había realizado el propio Bobbie Crocker.

Laurel no supo al instante quién era el pequeño que estaba junto a Pamela. Pero tuvo un presentimiento. ¿Por qué no podría Pamela haber tenido un hermano? ¿Por qué no podría este hermano haber acabado de indigente en Vermont? Cosas más raras se han visto. Pero no sospechaba toda la verdad cuando por primera vez intentó darle sentido a la caja de fotos descoloridas, ni se imaginaba que no tardaría en acabar sola, alejada de su novio y sus amigos, una vez más perseguida, amenazada y asustada.